sábado, octubre 18, 2025

DURA LEX (SOBRE DERECHO Y DEBER)

 

Discutíamos Zalabardo y yo acerca de la conveniencia de escribir o no este apunte. La idea de esta Agenda ha sido, desde su inicio, plantear cuestiones relacionadas con el lenguaje y dejar que otros asuntos sean debatidos en su ambiente correspondiente, porque es posible que superen nuestros conocimientos. Sin embargo, a veces no resulta fácil. Zalabardo me ha salido por donde yo no esperaba: «Necesito que me aclares algo. Si el lenguaje es la facultad de los humanos para comunicarnos con los demás y, a la vez ―aunque en ese caso sería más adecuado hablar de lengua―, se usa también para referirse al sistema de signos que empleamos para esa comunicación, ¿qué pasa cuando lo usamos, como dicen ahora muchos, torticeramente?»

            No teniendo una respuesta inmediata, breve y mejor, se me ocurre contestarle con un ejemplo: ¿Qué es democracia? Un sistema que reconoce que la soberanía corresponde al pueblo, formado por individuos libres e iguales que delegan su poder en unos representantes legítimamente elegidos para que tomen las decisiones que han de regir el buen funcionamiento de las instituciones, las relaciones entre los individuos y el objetivo de alcanzar el máximo bienestar social. Esas decisiones se plasman en las leyes, normas o preceptos que regulan la pacífica convivencia entre los miembros de la comunidad. Para que sean efectivas, esas leyes habrán de ser no solo justas y orientadas a ese bien buscado, sino, además, de obligado cumplimiento para todos. Cada ley reconoce unos derechos y unas obligaciones que los miembros de la comunidad aceptan en aras del bien común. Por eso, su quebrantamiento conlleva una sanción para el infractor. Digamos que nadie puede ―caprichosamente― dejar de pagar impuestos ni saltarse una señal de tráfico porque tenga prisa. En cambio, sí puede exigir una educación y una sanidad públicas que sean de calidad.


            «Sí, pero a veces…», responde mi amigo. A veces, le digo, una ley puede parecernos rigurosa, rígida, severa, incluso injusta, aunque se dicte buscando un bien colectivo o el reconocimiento y defensa de un derecho. Aun así, esa ley debe ser cumplida. A eso se refiere el aforismo dura lex, sed lex, que procede del Derecho romano, base de la mayor parte del Derecho mundial actual. Es decir, la ley es dura, pero es la ley, y ese es uno de los principios generales del Derecho. Con él se quiere decir que, aunque la ley nos parezca severa, debemos cumplirla obligatoriamente si queremos que el orden social se mantenga y la seguridad jurídica de que disfrutamos no se venga abajo. Y en caso de que la ley no cumpla su objetivo, habrá que cambiarla o cambiar a los representantes que la han impuesto.

            «Entonces ―me dice Zalabardo―, ¿qué pasa con este jaleo del aborto y la negativa de algunos a elaborar las listas de sanitarios objetores a intervenir en ellos?» Pienso antes de contestar ―el asunto es complejo― y acabo respondiéndole que ―a mi parecer― estamos ante un caso claro del mal empleo de palabras y concepto que me planteaba al principio. Le digo que ―intencionadamente o no― en esta situación se confunde la naturaleza de un derecho y la de un deber al tomar posición ante unas leyes. El derecho es la facultad que asiste a una persona para exigir lo que jurídicamente le reconoce una ley internacional, nacional o autonómica. El deber, por su parte, es el compromiso u obligación, por parte de las instituciones, de otorgar a los individuos lo que las leyes les reconocen.

            La confusión de que hablo a mi amigo afecta también al concepto de derecho y deber. Porque un derecho nunca supone obligatoriedad para la persona; pero el deber siempre es ineludible. Puedo renunciar ―es un ejemplo― a mi derecho a que mis hijos reciban la educación que proporciona el Estado y llevarlos a un centro privado. Pago el centro privado y sanseacabó. En esto del aborto ―como podría decirse de otros muchos derechos― la ley establece que una mujer tiene derecho a la IVE y a que se la atienda debidamente en tal circunstancia. Pero abortar no es una obligación, sino una decisión personal. En cambio, para la sanidad pública es un deber irrenunciable atender a la mujer que solicite una IVE. El personal sanitario, por su ideología o creencias religiosas, ¿puede negarse a practicar una IVE? También este caso está previsto, puesto que hay otra ley que contempla el derecho a que sean respetadas las creencias religiosas y la ideología de los ciudadanos. El sanitario que se manifiesta objetor de conciencia puede declararlo de manera personal y manifestarlo por escrito. Lo que la ley no admite es la objeción de una institución, de un colectivo, de un centro ni de una unidad sanitaria específica.

            Las leyes han de procurar contemplar ―aunque no siempre lo consigan― todos los supuestos para que no quede ningún derecho sin atender ni ningún deber por cumplir. Esa es la razón por la que los centros sanitarios deben poseer un listado de personal objetor a la práctica de IVE. Listado que es confidencial y no público, pues nadie está obligado a declarar sobre sus creencias. ¿Para qué, entonces, este listado? Para que la dirección del centro pueda disponer que siempre haya sanitarios que cumplan con el deber de atender el derecho de la mujer.

            Esto es lo que dice la ley. Y ya sabemos, dura lex, sed lex. Un médico, a título personal, puede manifestar su objeción, porque es algo que le afecta solo a él. Una institución no, porque conculca el derecho de muchas personas que tienen otras creencias tan respetables como las suyas. «Me parece claro ―dice Zalabardo―. ¿Cómo entender, entonces, la actitud de la señora Ayuso, Presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, que se niega a elaborar la lista de objetores que la ley le pide? Lisa y llanamente, le respondo, está infringiendo esa ley. En tal caso, solo hay dos vías: una es que dimita por cuestiones de conciencia; la otra es que asuma la sanción legal que corresponda, pues nadie está por encima de la ley.


            Lo que este caso me demuestra ―le digo finalmente a mi amigo, volviendo a lo que me preguntaba― es que la señora Ayuso da muestras de despreciar o de desconocer la democracia, porque utiliza palabra y concepto de manera errónea. Y también demuestra que desprecia o desconoce qué es una ley, cuyo cumplimiento es obligatorio. La señora Ayuso está en su derecho, por sus creencias religiosas, de no ver bien la IVE. Pero, como responsable principal de una institución, no puede impedir el cumplimiento de una ley. Ante ese conflicto de conciencia, solo tiene dos opciones: dimitir del cargo que ocupa o cumplir la ley. Lo que de ninguna manera vale es obstaculizar su cumplimiento. Eso no cabe en una democracia, pues sería romper el principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.

sábado, octubre 11, 2025

TOCAR MADERA

 

«¿Somos menos supersticiosos en estos tiempos de progreso, de internet, de abundancia de información, de inteligencia universal y todas esas cosas?» La pregunta me la hace Zalabardo porque, mientras paseamos, vemos una escalera apoyada contra una fachada ―unos empleados de una empresa de mudanzas sacan cajas por la terraza de un edificio― y cómo la gente da un rodeo no sabemos si para evitar riesgos de un accidente o para eludir la mala suerte que, según las creencias populares, atrae pasar bajo ella.

            Empezamos a repasar algunas de estas creencias con la intención de ver si siguen teniendo aceptación entre el pueblo o no: cruzarse con un gato negro, evitar viajes y bodas en martes, guardar una herradura que encontremos, alegrarse por un trébol de cuatro hojas, preocuparse por los años de mala suerte que trae un espejo roto, echar sal por encima del hombro si se nos derrama el vino, tocar madera para alejar de nosotros cualquier posible mal…

            Cuando menciono lo de tocar madera ―dar tres toquecitos sobre un objeto de madera para alejar de nosotros cualquier posible mal―, mi amigo me interrumpe porque dice haber oído o leído que esta costumbre estaría a mitad de camino entre la superstición y la religión o, mejor, que es un rito religioso que el tiempo ha transformado en superstición. Acudimos al libro de Ignacio Abella titulado La magia de los árboles para intentar hallar respuesta a la duda de Zalabardo. Y parece que sí, que lo de tocar madera se acerca más a un rito, a una creencia religiosa ―como tocar el parteluz del Pórtico de la Gloria en Santiago de Compostela, por ejemplo― que a una simple y vulgar superchería.

            Lo que nos llama la atención es que esta actitud de ver en el árbol ―y en su madera― algo sagrado es bastante universal, por lo que difícilmente pueden señalarse orígenes claros a la locución que, en un principio, es reconocimiento de respeto a la naturaleza. Lo que sí parece quedar claro es su gran antigüedad, tanta que hay que excluir la posibilidad ―pese a lo que se lee en bastantes lugares― de su relación con el cristianismo y que sea aceptación del poder protector de la cruz en que murió Cristo.


            Muchas y muy distantes culturas primitivas consideraban que espíritus de variada condición y dioses habitaban en los árboles. Eso hacía que actos solemnes y de trascendencia, ya fuesen religiosos o civiles, tuviesen lugar bajo el amparo de un árbol o que un árbol ocupase un lugar preferente a la hora de construir una población. Marcos Yáñez, doctor por la Universidad Pompeu Fabra, nos dice en Simbología y culto del árbol y el bosque en los inicios de la cultura europea, que «para los antiguos, los bosques eran anteriores al mundo humano». Y cita ejemplos variados: el poeta Virgilio ya hablaba de hombres nacidos de los troncos de los árboles; entre los germanos, se creía en la preexistencia de un árbol cósmico, Yggdrasil, eje del universo; en la misma Biblia se crea al hombre el sexto día y se lo coloca en un bosque, el Edén, presidido por un árbol…

            Ignacio Abella, en su libro citado, comenta el calendario celta, en el que no solo los meses, sino sus festividades principales, venían relacionados con árboles. El mes central, mayo, mes del cedro, en que tiene lugar la fiesta de Beltaine, fiesta de la luz y las hogueras en las montañas, se opone al mes del tejo, fiesta de Samain, cuya víspera es Halloween, el triunfo de las tinieblas.

            Muy lejos de allí, los indios hidarsa, de Norteamérica, pensaban que todo cuanto existe tiene su espíritu. Los más poderosos viven en los árboles, desde donde ayudan a los hombres. Para ellos, talar un árbol causa desgracia, e incluso decían que el árbol talado lloraba. Por esa razón, no empleaban otra madera que la de los árboles caídos.

            En culturas en la que sí emplean la madera de árboles vivos, por ejemplo en las Molucas, piensan que el espíritu del árbol permanece de manera perenne en su madera, por lo que es necesario ―cuando, por ejemplo, construyen una casa― cuidar que esta madera respete siempre la misma orientación que tenía en el árbol. Caso de invertir su posición, el espíritu quedaría cabeza abajo y se enfadaría. Eso podría explicar lo que el antropólogo británico J. G. Frazer, autor de La hoja dorada, hablando de algunas culturas filipinas, escribía: «Los espíritus toman su morada con preferencia en los árboles altos y majestuosos con grandes ramas extendidas. Cuando susurran las hojas al viento, los nativos imaginan que es la voz del espíritu y nunca pasan cerca de uno de estos árboles sin inclinarse respetuosamente y pedir perdón al espíritu por alterar su reposo y soledad».


De lo que llevamos dicho ―comento a Zalabardo― podríamos deducir que lo de tocar madera es un acto de veneración, de respeto y agradecimiento al árbol por todo lo que nos da antes que forma de conjuro para alejar daños, como hoy generalmente se interpreta. Es aceptación de lo que la naturaleza supone para la humanidad. Pero, como sostiene Ignacio Abella, «ya nadie cree en los espíritus, cada día nos volvemos más insociables y ciegos. Los árboles se talan sin miramientos, sin decirles una palabra […] Se miden por las tablas y el dinero que producen, en vez de apreciarlos por su belleza, por la frescura de su sombra». Y cuando sobreviene un desastre como los incendios forestales de este pasado verano ―como me recuerda Zalabardo―, antes que lamentar la pérdida del bosque, nos lanzamos a la gresca política entre quienes, si tocan madera, es solo por el egoísmo de no perder la cuota de su efímero poder.

sábado, octubre 04, 2025

EL CURIOSO ORIGEN DE ALGUNAS PALABRAS

En Roma, cerca de la Piazza Navona, se encuentra una pequeña plaza llamada del Pasquino, debido a una estatua cuyo origen se remonta, al parecer, al siglo III a. C. Se ignora qué o a quién representa y en la Roma medieval estuvo situada en una escondida calleja. A principios del siglo XVI fue trasladada a su emplazamiento actual. El nombre con que se la conoce, Pasquino, es un misterio y se barajan varias leyendas que tratan de explicar dicha denominación. De ellas ―le digo a Zalabardo―, me quedo con una que sostiene que alguien creyó encontrar cierto parecido físico entre el rostro de la escultura y un barbero ―otros dicen que un cura― conocido por tal nombre que vivía cerca y que tenía la costumbre de escribir versos satíricos contra la nobleza y los jerarcas religiosos. Aunque casi todo el mundo sabía que eran suyos, estos escritos ―continúa la leyenda― se difundían de manera anónima. Tal proceder animó a muchos a imitarlo. Así, todo aquel que pretendiese criticar a cualquier persona importante de la ciudad escribía su denuncia en un papel que colgaba del cuello de la escultura o lo pegaba en la base sobre la que se apoya. A estos escritos se les comenzó a llamar pasquinos. Y ese es el origen de nuestro actual pasquín, el escrito breve, anónimo, satírico y, por lo general, de carácter político.

            Ese recurso para crear una palabra o para enriquecerla haciendo que un nombre propio de persona se convierta en nombre común ―a veces también propio― que denomina un objeto o otra cosa con él relacionada, es la fuente de los llamados epónimos. Zalabardo me dice si no creo que este sistema está desfasado, pues cada día vemos como estos ataques proceden de asesores políticos, de los propios políticos y de muchos medios de comunicación y programas televisivos aficionados a las habladurías. Le respondo que soy de su parecer, pero que, aun así, yo le estoy hablando de un recurso de la lengua y que en la nuestra hay más epónimos de lo que pudiera parecernos.

Como mi amigo me pide que le proporcione ejemplos, los primeros que se me vienen a la mente designan ciudades y países: Zaragoza se llama así por el emperador Augusto (Cesarea augusta), América por Américo Vespucio, Bolivia por Simón Bolívar, Filipinas por Felipe II y Colombia por Colón

 

           También la vestimenta presenta casos: la chaquetilla de lana abotonada por delante que llamamos rebeca ostenta ese nombre desde que la vimos vestir a la protagonista de la película de Hitchcock del mismo nombre. También cabe en este grupo una palabra tan común como pantalón. Su origen está en un payaso veneciano Pantaleón o Pantaleone, personaje de la commedia dell’arte, que vestía unas calzas rojas amplias que resultaron muy cómicas en toda Europa. Siguiendo con la vestimenta, habría que mencionar a Jules Léotard, acróbata francés del siglo XIX, inventor del trapecio volante. Para lograr una mayor libertad en sus movimientos ―y se supone que para lucir su musculatura― vestía un maillot justado al cuerpo y a las piernas, razón por la se empezó a hablar de leotardos. Y, por fin, podemos citar una prenda militar, el ros, ‘un chacó o morrión pequeño, redondeado y más alto por delante que por detrás’, cuya invención hay que adjudicar al general don Antonio Ros de Olano.

            En cocina, la salsa bechamel se debe a Louis de Béchameil (1630-1703) economista francés y aficionado a la gastronomía, quien la consiguió haciendo una variante de una salsa anterior.

            La botánica es otro campo rico en epónimos. Varios naturalistas han dado sus nombres a determinadas plantas. La begonia se llama así por Michel Bégon; la magnolia por Pierre Magnol; la fucsia, por Leonhart Fuchs y la buganvilla, por el Conde de Bougainville.

 

           Miremos los transportes. El simón, coche de alquiler tirado por caballos, recibe su nombre de Simón González, a quien el rey Felipe IV otorgó la concesión de este tipo servicio en Madrid. Y puesto que hablamos de transportes ―y para terminar―, le digo a Zalabardo que podemos contar aquí una curiosa historia. Se lee en varios sitios ―incluso en la publicación Rinconete, del Centro Virtual Cervantes― que el pullman, ‘vagón de lujo dotado también de camas en los trenes’ y, también posteriormente, ‘autobús con asiento reclinables para hacer más cómodos los trayectos largos’, había sido un invento de un asturiano, Jorge Martínez Pullman, que emigró a los Estados Unidos en el siglo XIX, donde creó, cerca de Chicago el pueblo Pullman City. No sé de dónde sale esta información, pues lo cierto es que el pullman lo inventó un norteamericano, George Mortimer Pullman (1831-1897). El primer vagón de este tipo quedó terminado en 1864 y adquirió pronto fama porque en él fueron trasladados desde Washington hasta Springfield los restos del asesinado presidente Lincoln.

sábado, septiembre 27, 2025

EL MUNDO SIN LIBROS QUE NO IMAGINABA BORGES

 

¿Caminamos hacia el mundo sin libros que Jorge Luis Borges era incapaz de imaginar? Plinio el Joven, en el primer siglo de nuestra era, atribuyó a su tío, Plinio el Viejo, la siguiente máxima: «No hay libro tan malo que no se pueda sacar de él algo de provecho». La máxima se convirtió en tópico durante el Renacimiento. Cervantes la utilizó dos veces en el Quijote y también Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache. Habrían de pasar muchos años para que Borges, el 9 de junio de 1985, publicara en El País un elogioso artículo sobre los libros que comenzaba: «Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros».

            Sin embargo, son también muchos los que sueñan con un mundo sin libros. Nunca han faltado los ataques contra ellos. Tanto el poder político como el religioso se han ensañado prohibiéndolos y mutilándolos, cuando no haciéndolos desaparecer en la hoguera. El papel arde con facilidad. Y cuando el escritor argentino dice: «cualquier papel que encierra una palabra es el mejor mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu» ―le digo a Zalabardo― quizá estemos ante la razón que lleva a los poderosos a perseguir el libro. Esa razón es que el libro no solo nos aporta conocimiento, o simple entretenimiento, sino que fomenta el pensamiento crítico y nos hace más libres y menos manipulables.


            En el expurgo de la biblioteca de don Quijote, ese pobre hidalgo cuya locura es devolver al mundo el bienestar perdido, la sobrina dice: «no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojarlos por la ventana del patio y hacer un rimero de ellos y pegarles fuego». En Fahrenheit 451, la distópica novela de Bradbury que retrata una sociedad en que los libros se queman porque preservan la libertad intelectual, el capitán Beatty dice: «Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que lee mucho?» Esa aversión al libro la vemos también en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, cuando fray Guillermo de Baskerville pregunta por qué, si escondía tantos libros, solo por uno llegaba a matar, fray Jorge de Burgos, el fanático e intolerante bibliotecario, responde: «Porque era del Filósofo [Aristóteles]. Cada libro escrito por ese hombre ha destruido una parte del saber que la cristiandad había acumulado a lo largo de los siglos. Los padres habían dicho lo que había que saber sobre el poder del Verbo».

            No solo la ficción literaria muestra casos del ansia de eliminación de los libros porque incitan a pensar de manera autónoma. El emperador Diocleciano mandó quemar todos los libros sobre alquimia; Almanzor, en el 979, destruyó la Gran Biblioteca de Córdoba; Savonarola, en el siglo XV, libros y obras de arte que consideraba inmorales; tras la conquista de Granada, se hicieron desaparecer todos los manuscritos que se conservaban de los árabes; en 1933, en la Alemania nazi se quemaron públicamente más de 25000 libros acusados de «no alemanes»; en nuestra Guerra Civil, en muchas plazas públicas se hacían hogueras con libros «contrarios a la nueva España»; en Argentina, en 1976… La lista es larga.


            Le pido a mi amigo que leamos juntos el artículo que Borges escribió hace cuarenta años ya. Siendo breve, está repleto de frases sugerentes y sigue teniendo utilidad. A Zalabardo le llama poderosamente la atención una: «Ahora, como siempre, el inestable y precioso mundo puede perderse. Sólo pueden salvarlo los libros, que son la mejor memoria de nuestra especie». No cabe duda de que vivimos años peligrosos e inestables, años en que se nos quiere imponer la rapidez y la inmediatez de los medios eliminando el placer de la serenidad individual que pide la lectura de un libro. Sigue habiendo muchas sociedades liberticidas que consideran peligroso el libro, porque una persona culta es menos influenciable por quienes solo persiguen el poder omnímodo.

            En estos ultimísimos días, ¿qué leerá el megalómano presidente Trump, que retira subvenciones a las Universidades que no responden a sus caprichosos dictámenes y se querella contra televisiones, presentadores y cómicos que lo critican? ¿Qué leerá el cruel y vengativo Netanyahu, que somete a los palestinos a un dolor aún peor que el que sufrieron los judíos? ¿Qué leerá Ayuso, la presidenta madrileña, que impide que en los centros escolares se conozca la verdad de la España franquista? Y, para colmo, nos sale una boba creadora de tendencias (a quienes se dedican a eso les gusta que los llamen influencers) presumiendo de no leer con el argumento de que la lectura no hace mejores a las personas. Leer, eso es cierto, no garantiza que se sea mejor persona. Pero no leer nos priva de adquirir espíritu crítico, nos hace más ignorantes y nos arroja a las garras de quienes prefieren ciudadanos sumisos y mentes fácilmente moldeables.


            Hubo un tiempo en que era normal, en los transportes públicos, ver cómo los viajeros ocupaban el tiempo de sus desplazamientos leyendo la prensa o un libro. Hoy, lo normal es verlos absortos en las pantallas de sus móviles. El mal no radica en esos móviles, sino en qui
enes ponen todo su esfuerzo para transformarlos en artilugios alienadores.

sábado, septiembre 20, 2025

MIEDO A LAS PALABRAS (O MANTENERSE EN SUS TRECE)

 

Algunas veces me ha preguntado Zalabardo qué razón puede justificar el miedo casi enfermizo de algunos a utilizar determinadas palabras o a aceptar lo que con ellas se quiere decir. Hablamos sobre si la destrucción que está llevando a cabo Israel (ojo, no caigamos en el error de pensar que nos referimos al pueblo judío cuando hablamos del Estado de Israel) en la franja de Gaza se puede considerar o no genocidio. ¿Tan difícil es ver la tragedia que sufren los palestinos para que nos enredemos con palabras en lugar de afrontar el problema? ¿Tan dura es la palabra genocidio, que algunos carecen de valor para pronunciarla?

            Fue precisamente Raphael Lemkin, judío de nacionalidad polaca quien ―en 1944― acuñó el término genocidio para explicar el exterminio de judíos por parte de la Alemania nazi. Lo definía él como «un plan coordinado de diferentes acciones dirigidas a la destrucción de los elementos esenciales de la vida de un grupo nacional, con el objetivo de aniquilarlo». El genocidio es lo peor a que se puede llegar en una situación bélica, la destrucción de poblaciones civiles indefensas. Naciones Unidas reconoció el término en 1948. Incluso se han delimitado los factores que permiten hablar de genocidio: matar indiscriminadamente a una comunidad, provocar lesiones graves físicas o mentales, someter de manera intencionada hasta la destrucción física total o parcial, impedir nacimientos, trasladar de forma forzosa a niños mediante amenazas e intimidaciones.

            Aunque poseamos una escasa capacidad mental, ¿no vemos que es eso lo que está haciendo el Estado de Israel con el pueblo palestino? ¿Por qué ese miedo, entonces, a hablar claramente de genocidio? Pues hay quien habla de que deben cesar las matanzas, pero niegan que haya genocidio. Todo, por el maldito prurito de no coincidir en nada con el adversario político. ¿Cabe mayor hipocresía y desvergüenza? Da igual lo que se diga. Lo que importa es mantenerse en sus trece. Aunque con ello se olvide que lo que hoy sucede a los palestinos ya les sucedió antes a los propios judíos; como también sucedió en Camboya, en Irak, en Bosnia, en Sudán…


            En este momento, Zalabardo me pregunta qué es eso de mantenerse en sus trece. Le digo a mi amigo que sobre esa expresión que significa mantenerse de forma pertinaz en una opinión sin renunciar a ella circula una historia que relaciona su origen con un conflicto histórico en la Iglesia Católica, el Cisma de Occidente, acaecido entre 1378 y 1417. A la muerte de Gregorio XI, y tras la renuncia de Urbano VI ante el enfrentamiento entre los obispos por cuál debiera ser la sede del papado y la nacionalidad del pontífice, se desembocó en la paradoja de tener tres papas electos ―Juan XXIII, Gregorio XII y Benedicto XIII, el español Pedro Martínez de Luna, conocido como Papa Luna―. En los esfuerzos por reconducir la situación, se alcanzó un clima de consenso en el que se eligió a Martín V, aunque el español nunca renunciaría a su condición de papa por considerar que era el único con el rango de cardenal antes de iniciado el cónclave. Y por esta razón ―dicen algunos― surgió lo de mantenerse en sus trece, que era el número cardinal que seguía a su nombre.

            Es una historia bonita para explicar que alguien no da su brazo a torcer, pero a la vista de las pruebas parece más acertada una tesis más profana, la que defiende que proviene de un juego de naipes que debería ser semejante al actual español de las Siete y media o al más internacional del Blackjack o Veintiuno. Este al que hago referencia pudiera ser el muy antiguo que nos ha llegado hasta hoy como La escoba, que se llamó también El quince. En cualquier caso, el significado sigue siendo el mismo.


            Al comienzo de La Celestina, tras el rechazo de Calisto por Melibea, Sempronio, observando el estado de su señor, dice: ¡En sus trece está este necio! En la segunda parte del Quijote, encontramos la locución dos veces, en los capítulos 39 (Como la infanta estaba siempre en sus trece…) y 64 (…como el señor don Quijote está en sus trece y vuesa merced, el de la Blanca Luna, en sus catorce). Mi paisano, el insigne Rodríguez Marín, dice: «Cuando la terquedad era de dos o más que pretendían o sustentaban diferentes cosas, se oponía el número catorce al trece». Creo que en, este caso, mi paisano no acierta a exponer la razón porque ―le digo a mi amigo― pienso que Cervantes, voluntariamente o no, hacía un juego con el sentido primitivo de la locución. Como quizá también lo hacía Quevedo en un romance: Una niña de lo caro / que en pedir está en sus trece / y en vivir en sus catorce… Sin embargo, en otro, el mismo autor escribe: Dícenme que están los dos / entre celos y respeto / ella en sus trece de edad / y él en sus trece de necio… Buscando ejemplos, hallo que Gonzalo de Correas, para explicar el refrán estar erre que erre, porfiar afirmando o negando, dice que se aplica al que está duro en sus trece.

                Pero tal vez la aclaración de cualquier duda acerca de la procedencia de estar en sus trece nos la ofrezca Agustín Moreto en su comedia Antíoco y Seleuco. Aunque lo que el autor está describiendo es un lance amoroso, al usar los términos de un juego de naipes ―un personaje, aun sabiendo que el otro le lleva ventaja, no se arriesga a seguir en el juego y pierde―, explica el origen de la expresión, pues sabiendo que su contrincante tiene quince puntos, el máximo, él se empeña en plantarse con trece. Es el juego ya citado de La escoba: Viote el Príncipe primero, / y amor diciendo: «Aquí encaja / bien el juego», una baraja /plantó, como garitero / […] Diote a ti un quince preciso / que es el punto que reviste; / tú, que con quince te viste, / le envidaste y él te quiso. / Tenía, según parece, / trece el Príncipe, y no osó / pedir más, con que perdió, / pero se quedó en sus trece

                Zalabardo me dice que le parece muy instructiva la explicación que le doy, pero que, sin olvidar el tema del que hablamos, quedarse en trece sin ir más allá, no atreverse a llamar genocidio a lo que no merece otro nombre, es tener miedo a llamar las cosas por su nombre o ponerse al lado del genocida.

sábado, septiembre 13, 2025

¿DE QUÉ PRESUNCIÓN HABLAMOS?

Llega septiembre, el verano va haciendo las maletas y me reencuentro con Zalabardo. El tiempo de separación nos ha venido bien a los dos. Un refrán dice que hasta de comer jamón se harta uno, y los dos, mi amigo y yo, necesitábamos un poco de distanciamiento. Así, como el principito y el zorro en el cuento de Saint-Exupéry, al irse acercando el reencuentro, sentíamos la felicidad que supone hallarse de nuevo con el amigo.

            Yo regresaba deseoso de contarle a mi amigo cómo se ha desarrollado mi verano, la tranquilidad de una temporada en el monte, en la Alpujarra granadina, alejado del bullicio ciudadano. Cerca de Pampaneira y Capileira, pero lo suficientemente separado como para no tener que sufrir los rigores del turismo masificado. Si a esto se añade una sorpresa con la que no contaba, el Al-Taha Festival, pues miel sobre hojuelas.

            El Al-Taha Festival es un evento que se celebra en La Taha de Pitres, un municipio formado por siete pequeños pueblos muy próximos ―Pitres, Capilerilla, Atalbéitar, Mecina, Ferreirola, Fondales y Mecinilla― que, en total, no llegan a los 700 habitantes. El mayor, Pitres, tiene unos 400; el menor, Mecinilla, apenas 17. Durante una semana, cada día un espectáculo en cada pueblo: música clásica, música relajante para la meditación, flamenco, talleres sobre folclore alpujarreño…

            Las vacaciones, también las he aprovechado para leer: dos novelas ―El verano de Cervantes, de Antonio Muñoz Molina y Ese imbécil va a escribir una novela, de Juan José Millás― y la Autobiografía de Charles Darwin. Aún me quedó tiempo para terminar de corregir una novela que me tenía ocupado desde 2019. La he enviado a un concurso, porque cada día desconfío más de la autoedición, sistema que puede colmar la vanidad de quien escribe, pero no garantiza de ningún modo la calidad de su obra. Para publicar, pienso sinceramente, se necesita de alguien que, con toda independencia, certifique que tu obra tiene el mínimo de calidad exigible.

 


           Pero, si echamos mano del refranero, nos encontramos con que también se dice que no hay cielo sin nubes o que no hay miel sin hiel. O sea, que la alegría dura en el momento que gozamos de ella y no debemos descuidarnos, porque puede desaparecer cuando menos lo esperemos. Lo digo porque el panorama hallado a la vuelta no ha sido muy alentador. El megalómano Putin sigue su ansia expansionista en Ucrania e, incluso, en los últimos días dispara drones ―sin querer― contra Polonia. El genocida Netanyahu continúa en su afán de exterminar a los palestinos de Gaza; y Trump, no sé si el más torpe de este trío de locos, tiene la osadía de pedir para él el Nobel de la Paz, mientras Putin le toma el pelo y Netanyahu se  frota las manos viendo las armas que le proporciona.

            En el interior, las cosas no van mucho mejor. Zalabardo y yo compartimos la misma sensación de que parece que no nos hubiésemos ido en ningún momento, pues todo permanece como antes. Nadie reflexiona ni dialoga y continuamos inmersos en esa ciénaga de insultos y crispación lenguaraz. Si antes del verano la tragedia valenciana no sirvió para buscar soluciones cogidos de la mano, sino que fue ocasión para ahondar en la zafiedad de los insultos y en las denuncias de presuntos culpables, agosto nos ha traído otra catástrofe, la de los incendios forestales, que tampoco ha servido para mediar en que hay que trabajar codo con codo contra la calamidad antes que perder el tiempo denunciando a presuntos culpables mientras el bosque ardía.

            Y mientras impera esa zafiedad de los insultos, sigue faltando un argumentario político. Al parecer, resulta más rentable judicializar la vida del país para atraer votos. ¿Que las denuncias se basan en falsas acusaciones? ¿Que exigimos con gesto vehemente y lenguaje soez que alguien demuestre su inocencia aun careciendo de pruebas de aquello de lo que lo acusamos? Nada de eso importa. Lo que importa es la chabacana máxima de denuncia, que algo queda.

            «Pero vamos a ver» ―me pregunta mi amigo, que, atento a tantas idas y venidas a los juzgados, ha decidido estudiar por libre algo de derecho― «¿es posible que nuestros políticos y nuestros medios de comunicación ignoren que presunto culpable es una entelequia, que no es ninguna clase de principio legal ni constitucional, pues lo que recogen los sistemas jurídicos de las sociedades democráticas es la presunción de inocencia como derecho fundamental que asiste a todos los ciudadanos?»

            Parece que eso aquí no cabe. Pero, ya que el patio está como está, le recuerdo a mi amigo unas palabras de don Quijote a su escudero cuando este se disponía a tomar posesión de la ínsula (segunda parte, cap. XLII): Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres las más de las veces serán sin remedio…

            Y Zalabardo me recuerda que ya Confucio consideraba que tener que solucionar un problema en los tribunales siempre es muestra de fracaso: Al escuchar un pleito, soy tan bueno o tan malo como cualquier otro hombre, pero si debo distinguirme, intentaría primero que no hubiese pleito.



            Por eso nos alegró ver en televisión una entrevista con el prestigioso cirujano Pedro Cavadas. Dijo creer en la necesidad de una completa regeneración política: La política española está enferma, muy enferma, sin hablar de ningún color. Pero si la política se entiende como juegos florales infantiles y tortura del lenguaje para intentar que una cosa parezca otra […] y que lo que hago yo es fenomenal, pero si lo haces tú es lo peor del mundo, eso no es política. También fue duro hablando de la Inteligencia Artificial. Opina él que la IA entrará un día en conflicto con nosotros. Decía: El ser humano hace mucho que dejó de evolucionar. En lugar de ser cada vez más listos, somos cada vez más tontos, porque estamos menos estimulados.

            Si las palabras del doctor Cavadas nos hacían pensar que en nuestro país aún hay mentes que tienen ideas claras, el chorreón nos lo dio una influencer ―¿me diría alguien qué conocimientos y capacidades convierten a una persona en influencer y qué es tal cosa?― que desdeña la lectura porque leer, decía, no hace mejor a nadie. Me apunta Zalabardo: «Hombre, podemos admitir la duda de que la lectura no nos haga mejores. Pero lo innegable es que no leer nos hace más ignorantes».

sábado, junio 28, 2025

VACACIONES

Aunque nos parezca lo más natural de mundo, las vacaciones tal como las entendemos ‘tiempo de descanso y libre de obligaciones’ es algo relativamente moderno pese a que ―esta es la paradoja― su origen se remonta a tiempos muy antiguos. Le digo a Zalabardo que hay que trasladarse a la Edad Media y al ámbito de la vida religiosa para tener una primera referencia, aunque aquel descanso fuese muy diferente al de hoy. En efecto, a los clérigos se les concedía cada cierto tiempo un periodo de vacatiovacaciones, así en plural, se emplearía bastante más tarde― que consistía en liberarlos de sus responsabilidades eclesiásticas para que se retirasen a descansar y aprovechasen esa dispensa para renovarse espiritualmente.

            Tendría que llegar el siglo XIX para que se impusiera la idea de que a los obreros habría que otorgarles el derecho a un tiempo de descanso, de liberación de la responsabilidad laboral, sin que ese descanso implicara merma en sus salarios. Lo que hoy conocemos como vacaciones retribuidas. Por supuesto, desde muchísimo antes, las familias adineradas podían permitirse el lujo de viajar, de tomarse temporadas de ocio por puro placer sin atenerse ni a un periodo determinado ni a una duración controlada. Al fin y al cabo, no había nada que se lo impidiese. No pocos vivían en vacaciones permanentes.

Pero sería el siglo XX el que conociera ya de forma generalizada lo que es tomarse un periodo de vacaciones en el sentido que hoy entendemos. En 1917, en la Rusia de la Revolución se comenzó a hablar del derecho al descanso de los trabajadores. Hacia 1920 se firmó el primer convenio colectivo, creo que en el Reino Unido, que ya contemplaba el derecho a vacaciones. En España, la cosa llegaría en 1931. Pero lo que hoy entendemos como proceso en que toda una familia hace los bártulos y emprende un viaje de descanso y ocio, irse de vacaciones, aparecerá en nuestro país durante los años sesenta, con el desarrollismo y la proliferación del Seat 600.

            El concepto ―sin embargo― ya le he dicho a mi amigo que es bastante antiguo. El indoeuropeo tenía una raíz eu- que dio origen a tres formas latinas: vacare, ‘estar vacío, estar desocupado’; vanus, ‘hueco’; y vastus, ‘desierto’. Nuestras vacaciones proceden de la primera forma. De hecho, entre los romanos, vacante designaba a quien no desempeñaba en ese momento ningún destino público. De vacare proceden vacío, vacar, vacante, vagar, vacuo, evacuar o vacación. E incluso alguna palabra que nos puede resultar extraña, como vahído, que es ‘situación en que queda la mente hueca, vacía, desmayo’.

            De vanus surgen nuestras formas vano, vanidad, desván, desvanecer y también una palabra que puede sorprender, hilván, ‘costura provisional’, que viene de la unión de hilo y vano, es decir, ‘puntada que se da en falso’. Y, por fin, de vastus proceden vastedad, vasto, devastar e incluso gastar, que en su origen es ‘quedar vacío de fondos’.

 


           Muchas veces le he comentado a Zalabardo, y en esta Agenda ha quedado también dicho, que el paso del tiempo no ha conseguido que me libere de algunas deformaciones profesionales. Por ejemplo, las relacionadas con el calendario. Y no puedo evitar que me alegre la llegada del fin de junio porque cogeré vacaciones. Igual que para la sociedad medieval el ritmo de vida lo imponían las estaciones y las labores agrícolas, para mí sigue rigiendo el calendario escolar. Estando más que jubilado, los periodos vacacionales de verdad siguen siendo para mí el verano, la semana santa y la navidad.

            Y en esas fechas, aunque ya todo mi tiempo está descargado de obligaciones laborales, siento que debo liberarme, cesar en cualquier tarea y buscarme un lugar en el que ir a descansar. Eso sí, cuanto más tranquilo y vacío de multitudes, mejor. Y, desde que llevamos adelante esta Agenda, la cerramos y guardamos en un cajón hasta que llegue el mes de septiembre.

            Felices vacaciones a todos y hasta la vuelta.

viernes, junio 20, 2025

IR AL GARETE

 

Provoca malestar y desencanto leer que España, un país entre los punteros de la Unión Europea, haya bajado en 2024 diez puestos en el Índice de Percepción de la Corrupción, publicado por Transparencia Internacional. Se nos coloca ahora en el lugar 46 de entre 180 países. Según ese informe, somos tan corruptos como Chipre o Chequia, y más que Portugal o Ruanda, por citar solo unos casos.

            El malestar se ahonda cuando nos enteramos de que en un Gobierno que se proclama de progreso y de preocupado por las mejoras sociales estalla la bomba de la corrupción con los vergonzantes casos de Ábalos y Cerdán ―que ocupaban altos puestos en el organigrama del PSOE y del propio Gobierno― y de ese Koldo ―con apariencia de chico de los recados― pero que ha resultado más pícaro y listillo que los otros dos. Y claro, nos decimos ante este panorama que al Gobierno y a su Presidente parece que todo se le va al garete.

            Dice María Moliner en su no suficientemente alabado Diccionario de uso del español ―magnífico corpus del español que compuso ella sola, sin ayudas ni subvenciones, a lo largo de quince años, en su casa, usando la mesa del salón como lugar de trabajo y fuera de su horario laboral como archivera―, que ir al garete probablemente provenga del la expresión francesa être égaré, ‘ir sin dirección’ y que, en lenguaje marítimo significa ‘ser llevada por el viento o por la corriente una embarcación que ha quedado sin gobierno’ o, más brevemente, ‘ir a la deriva’. Me dice Zalabardo que así está la política española, pues no dejamos de tropezar en la misma piedra y hemos de encarar problemas de corrupción graves que ya amargaron la vida de otros gobiernos de diferentes signos: el socialista de Felipe González, los populares de José María Aznar y Mariano Rajoy ―estos aún a la espera de resolución judicial― y, ahora, el socialista de Pedro Sánchez. O sea, que se nos sigue yendo todo al garete.

            Cree Zalabardo haber leído que la palabra mordida, con el sentido de ‘provecho o dinero obtenido de un particular por un empleado o funcionario, con abuso de las atribuciones de su cargo’ también se relaciona con el vocabulario marítimo y tiene sus orígenes posiblemente en México. Al menos ―me dice― eso ha leído en la revista mexicana CQ. Pero son dos las interpretaciones que hay. Una sostiene que se remonta a los siglos XVI y XVII y tiene que ver con el rescate de la mercancía de los buques naufragados. Los buzos que intervenían se enfrentaban a un peligroso trabajo y, por hacerlo, exigían una retribución, que consistía en la cantidad de monedas que pudieran alojar en sus bocas tras la última inmersión realizada. O sea, lo que pudiesen obtener en una mordida.



            Sin desmentir la anterior explicación hay otra que muy posiblemente se derive de la primera. En aquellos años, el comercio naval entre América y España ―y posteriormente Filipinas― era intenso. Este comercio se controlaba desde la Casa de Contratación de Indias, institución castellana que se fundó en Sevilla en 1503. Desde la Casa de Contratación se establecieron las rutas por las que los galeones llegaban desde lejanos puertos a Cádiz y Sevilla, especialmente. Para hacer posible un adecuado control, se estableció en los puertos de origen un monopolio que constituyó la llamada Carrera de Indias. Sus funcionarios eran los encargados de revisar y autorizar la salida de los buques que partían hacia la Península. Las navieras hacían cuanto podían por conseguir los permisos con la mayor rapidez posible y no dudaron en ofrecer sobornos a los funcionarios. A estos sobornos, en casi toda América, se les llamó mordidas, con lo que una palabra que se aplicaba al beneficio por un trabajo pasó a designar el beneficio por una mala praxis.

            Hemos consultado el CORDE ―Corpus Diacrónico del español― y no encuentro ejemplos del empleo de esta palabra en textos escritos más que en dos casos. Uno es en Juan Martín el Empecinado (1874), novena novela de la primera serie de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós. Allí se lee: «¿Si a mí me diera la gana de indultarle y mandar que le dieran cincuenta palos por la mordida…?» El aludido responde que, si lo indultan, no es por magnanimidad, sino porque tienen miedo a lo que pueda decir. El otro ejemplo es de Pablo Neruda. En el Canto general (1938-1949) hay unos versos que dicen: «…ellos pagaban la mordida o coima, / a unos y otros jefes. Otros / daban más.»

            O sea, que estamos ante un fenómeno que no es de ahora, lo que no aporta ningún consuelo, sino al contrario, pues es demostración de que la democracia aún debe avanzar bastante en esto de la honradez de los servidores públicos. El «Yo te concedo a ti tal obra, que te va a reportar millones, a cambio de que tú me ofrezcas a mí una pequeña parte de esas ganancias» parece ser el planteamiento con siglos de existencia.

            El malestar de Zalabardo ―y por supuesto el mío― no nace de que creamos imposible acabar con estas prácticas sucias de las mordidas. Desazona ver cómo quienes más se escandalizan ―en el momento presente― sean el PP ―que aún está metido y pendiente de resolución de veintitantos casos similares de corrupción― y VOX ―un partido formado por fanáticos integristas―.



            Que a Pedro Sánchez le cabe la culpa de ser responsable político de la situación ―pues no fue capaz de ver a quiénes metía en altos puestos― parece innegable. En tal situación, lo que cabe es presentar una moción de censura o una moción de confianza. Pero si Sánchez anda alelado por lo que se le ha venido encima y no reacciona, Feijóo está más alelado aún porque todavía no se ha repuesto por no haber salido Presidente tras las elecciones de 2023, asunto del que solo él es culpable por no conocer lo que la Constitución dice sobre las mayorías parlamentarias para acceder a la Presidencia.

            En esta tesitura, me dice Zalabardo, caso de ser él jefe de la oposición no dudaría un momento en presentar una moción de censura. Y, si la ganara, pensaría que los socialistas se han merecido perder el poder. En tal caso ―me sigue diciendo― lo que él nunca haría sería azuzar a los ciudadanos a la zafiedad de que lo llamasen hijo de puta, como él y los suyos consienten que se haga con Sánchez. Y es que, aparte de que siempre es bueno guardar las formas y la educación, Sánchez ―pese a Cerdán, Ábalos y Koldo― aún sigue siendo el Presidente de la nación. Claro que la derecha española acoge de buena gana como modelo de actuación a ese fantasmón maleducado que se ha convertido el presidente de los Estados Unidos.

sábado, junio 14, 2025

MÁS VIEJO QUE LA COTUMBLÁ

 


Ya en el siglo XVIII, Benito Jerónimo Feijoo ―no es la primera vez que hablo de él― se enfrentó a quienes criticaban la introducción de palabras extranjeras en nuestra lengua, echándoles en cara que lo que algunos llamaban pureza de la lengua no era sino pobreza. El criterio de Feijoo (Benito) se basaba en que se debía usar siempre la palabra que mejor conviniese a lo que se quería decir, con independencia de su origen. No muy apartado de este sentir se mostró ―dos siglos antes― Juan de Valdés, cuando afirmaba: «el estilo que tengo me es natural, y sin afectación ninguna escribo como hablo; solamente tengo cuidado de usar de vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolo cuanto más llanamente me es posible».

            Le estoy contando a Zalabardo una anécdota reciente. Hace unos días, un grupo de amigos de esos cuya amistad viene reforzada desde la niñez por un cemento inmune a cualquier aluminosis posible nos reunimos en Sevilla para comer. Entre los integrantes de esa reunión quiero destacar a Mari Pepa Márquez, una de las personas más vivarachas y vitalistas que uno pueda imaginar. Entre las virtudes de Pepa es preciso señalar que ella, como Valdés, usa al hablar un estilo natural, sin afectación, y se vale de vocablos que significan bien lo que quiere decir y lo hace con la mayor llaneza del mundo. Lo peculiar en ella es la espontaneidad con que sigue valiéndose de la lengua tradicional, que mezcla con la actual sin dejarse contaminar por modernismos. Pepa difícilmente hablará de leggins o de pullover y cosas así. Ella sabe que no necesita hablar de jersey porque en nuestro pueblo siempre nos pusimos saquitos o que, si hace fresco, sirve tanto una bobita como una chaquetilla. Dice velorio en lugar de velatorio, prefiere decir colorao antes que rojo, sardinel o rebate antes que escalón. ¿Inquieta ella? Ella es un bilorio. Y, si lo necesita, no pedirá una cuerda ni un cordón, sino un jical. Podría seguir poniéndole a mi amigo ejemplos del habla viva de Pepa.

            Escuchar a Pepa es un placer, porque es un ejemplo viviente del habla tradicional de nuestra zona frente a este mundo globalizado que nos ha tocado vivir, también en esto del léxico. Durante la comida a que me refiero, alguien hizo un comentario que no creo que sea recordado por ninguno de los presentes. Ni lo que se dijo ni quién lo dijo. Pero ninguno habrá olvidado la reacción de Pepa Márquez al comentario: «Eso es más viejo que la cotumblá». Por un instante, se hizo un total silencio hasta que varios, sorprendidos, preguntamos: «¿La cotumblá? ¿Qué es eso?». Aunque pueda parecer extraño, la persona más sorprendida en aquel instante fue la propia Pepa: «¿Pero ustedes no habéis escuchado nunca lo de ser más viejo que la cotumblá? Pues se ha dicho en el pueblo toda la vida». Cierto es que no supo decirnos qué o quién es la cotumblá, pero sabía perfectamente que la expresión se emplea para reforzar la antigüedad de algo, como cuando se dice ser más viejo que Matusalén o ser más antiguo que la Tana.

 


           Como siento curiosidad por estas rarezas del lenguaje, le relato a Zalabardo mis pesquisas. Lo primero que he encontrado ha sido una obrita de nuestro Rodríguez Marín, Varios juegos infantiles del siglo XVI, en que alude a una obra de Quevedo, Discurso de todos los diablos, donde se pregunta quién pudo inventar tantas palabras sin sentido que aparecen en los juegos de los muchachos. Entre ellas cita una, naqueracuza que a Rodríguez Marín le recuerda una cancioncilla de origen catalán que cantan los niños y que comienza Atusa cacaramusa.

            Carlos Ros, autor del siglo XVIII, describe en Romanç nou ese juego diciendo que un jugador, arrodillado, oculta la cabeza entre las piernas de otro ―llamado madre― y aguanta las palmadas y los pellizcos de sus compañeros, hasta que salen corriendo para esquivar las acometidas del que se levanta para perseguirlos. Este juego lo comenta también Ana Pelegrín Sandoval en Juegos y poesía popular en la literatura infantil y juvenil, 1750-1987, tesis doctoral que le dirigió Andrés Amorós en los años 1991-1992. En un capítulo titulado La campanada es el dar sin reír y sin hablar, recoge una cancioncilla, Amagar y no dar, que comienza:

Amagar y no dar.

Cantimplora cantimploramos,

Que buen juego tenemos.

Amagar y no dar…

            En una nota explica que de esa canción ―y por supuesto del juego― hay muchas versiones y cita entre ellas La cotumblá, de Rodríguez Marín. Vuelvo a nuestro paisano que dice conocer la siguiente canción murciana:

Tusa cascaramusa,

Jarrito de mear,

Alzar y no dar,

Dar sin reír,

Dar sin hablar,

Un repisquito en el culo

Y echarse a volar.

            Y nos remite a la que él recogió en nuestra tierra y que aparece en su magistral Cantos populares españoles:

A la cotumblá,

A la cotumblemo.

¡Qué lindo juego tenemos!

Que no sabemos jugá.

Amagá y no dá.

Dá sin reí.

Dá sin hablá.

Un peyisquito’n er culo

y echarse a volá.



            O sea ―le digo a Zalabardo―, que cuando Pepa Márquez hablaba de que lo que alguien dijo era más viejo que la cotumblá no hacía sino recuperar ―aunque fuese de manera inconsciente― una canción y un juego que los niños de nuestro pueblo jugarían en tiempos muy lejanos y que otro autor sevillano del siglo XVII, Rodrigo Caro, había descrito en Días geniales o lúdricos como Adivina quién te dio. El juego, con este nombre, se conservaba en nuestra época, aunque la canción cayó en el olvido. Pero se ve que no del todo, porque sirvió de base para una locución ―ser más viejo que la cotumblá― con la que se hacía referencia a la antigüedad de algo.