sábado, junio 07, 2025

HABLAR EN CRISTIANO

 

Dice el Diccionario de la Lengua Española que hablar en cristiano es «hablar en términos llanos y fácilmente comprensibles, o en la lengua que todos entienden». Como segunda acepción, dice que es «hablar en castellano». Le digo a Zalabardo que quizá sea una de esas expresiones que, por sus connotaciones despectivas ―como vestir como un gitano, engañar como a un chino, trabajar como un negro…― debiéramos evitar. Hay quien propone para sustituir hablar en cristiano usar hablar en plata o hablar de manera sencilla.

            El catedrático de la Universidad de Salamanca José Luis Herrero, en un estudio sobre el origen de la locución, señala que tal vez haya que remontarse al periodo comprendido entre los siglos VIII al X, cuando en la Península Ibérica coexistían las lenguas árabes, hebrea y latina. Pero en esta época, le digo a mi amigo, esa coexistencia era más pacífica de lo que se pueda pensar. Carlos Alvar y Jenaro Talens, en Locus amoenus, recogen una interesante antología de la poesía lírica que, a partir del siglo XII, ya fragmentado el latín en las diferentes lenguas romances, circulaba por la Península: el Cancionero de Ripoll, en latín goliárdico; las jarchas, en mozárabe ―aunque escritas en caracteres hebreos o árabes―; las cantigas gallegas; la poesía trovadoresca del  amor cortés, en catalano-provenzal y los cancioneros castellanos.



            No cabe mayor prueba de la multiculturalidad asumida de forma natural por todos los habitantes de lo que un día acabaría llamándose España. Habiendo alcanzado el castellano una situación de predominio, el rey Alfonso X (1221-1284) no tiene reparo en promover en Toledo la llamada Escuela de Traductores, para la que reunió lo más selecto de cada lengua con el fin de que los textos escritos en latín, árabe o hebreo fuesen trasladados a la lengua castellana. Sin embargo, a la hora de escribir poesía, no tuvo reparos en valerse de la lengua gallega.

            En los siglos XIV y XV comienzan a agudizarse los roces entre las diferentes culturas y, de modo especial, entre los cristianos y los judíos. Quizá fuese el momento en que se fue imponiendo eso de hablar en cristiano. José Luis García Remiro, también catedrático, pero de instituto, en un extenso trabajo de 2007 titulado De cómo la vida monástica impregnó el lenguaje del pueblo con formas de hablar y expresiones que todavía perduran en nuestro idioma, razona: «nuestra cultura popular discurrió durante siglos por los cauces de la comedia y el sermón. Desde el púlpito y desde el teatro llegaban al pueblo, junto con las ideas, muchas de las expresiones que luego circulaban por el idioma».

            Y desde el púlpito surgió hablar en cristiano. Se le unió, a la vez, una actitud etnocentrista: un grupo, los cristianos castellanos que van ocupando el territorio, piensa que la sociedad en su conjunto ha de interpretar la realidad de acuerdo con los propios parámetros culturales del grupo dominante. Entre esos parámetros está la idea de que su lengua ―el hablar en cristiano― era la forma de hablar más natural, la que todo el mundo debería usar. Cualquier otra ―hablar en algarabía, que era la lengua de los moriscos― debía ser rechazada.



            La historia de las lenguas no es algo tan simple como se cree. Pero prefiero para mi amigo una explicación menos compleja. Hacia los siglos XVI-XVII, una razón de prestigio hizo que muchos autores escogieran el castellano como lengua vehicular en detrimento de la lengua materna. Vemos bien esto que digo en el Diálogo de la lengua, de Juan de Valdés. En el siglo XIX hay un esfuerzo por recuperar y fortalecer las lenguas vernáculas no castellanas. Y en el XX, tras la guerra civil, la dictadura franquista recupera la vieja creencia etnocentrista de que solo una lengua es admisible y prohíbe el uso del resto de las lenguas españolas fuera del ámbito familiar. Incluso se reparten octavillas cuyo texto se resume en una idea parecida a esta consigna: «Sé patriota. Habla español». O sea, quien no hablaba castellano, que pasó a denominarse solamente español, no era patriota. Lo demás era pura algarabía, parloteo ininteligible.

            La Constitución de 1978 deshace en parte este entuerto y en su artículo 3 recoge que, aunque el castellano sea la lengua oficial del Estado, las demás lenguas españolas ―catalán, gallego, euskera y valenciano― serán también cooficiales en sus respectivos territorios y que la riqueza de este patrimonio lingüístico será objeto de especial respeto y protección. Un paso más se da en 2023. El 21 de septiembre se vota que todas las lenguas españolas puedan ser libremente utilizadas en el Congreso ―como ya se utilizaban en el Senado― y se habilite un sistema de traducción simultánea. Votan en contra PP, VOX y UPN. El 25 de septiembre de 2023 aparece recogido en el BOE el decreto.

            Muchos diputados ―que curiosamente destacan por condenar los nacionalismos― se aferran a un nacionalismo españolista y acogen la ley de muy mala gana. Es llamativo que, entre ellos, se cuenten muchos que tienen como lengua materna el catalán, el gallego, el euskera o el valenciano, aunque renieguen de ella. Pero la ley es la ley, por más que haya quien la desprecie.

            Le pido a Zalabardo que recuerde la Apología, de Antonio de Nebrija, autor de la primera Gramática de la lengua castellana. A principios del siglo XVI, Nebrija fue requerido por la Inquisición a causa de sus traducciones de textos bíblicos, que se juzgaban contrarias a la ortodoxia. En su defensa escribió un alegato que tituló Apología. Allí dice: «Quienes ignoran pueden alegar como causa de su desconocimiento la propia ignorancia de la que ellos mismos no han sido responsables». ¿Se puede eximir de responsabilidad a los diputados españoles que dan muestras de ignorar que todas las lenguas habladas en España son igualmente españolas y nadie puede limitar el derecho a que sean usadas? Claro que no. A sus señorías, por zoquetes que sean, hay que exigirles que conozcan bien la Constitución y las leyes que han sido discutidas y aprobadas en el propio Congreso.



            «¿Entonces ―me dice Zalabardo―, lo de Ayuso…?» Vaya por Dios. Quiero evitar dar nombres y me es imposible. Hoy viernes, mientras escribo esto, tiene lugar una Conferencia de Presidentes de Comunidades Autónomas. Pues bien, la señora Isabel Díaz Ayuso, Presidenta de la Comunidad de Madrid, cumple la amenaza que hizo ayer de que, si alguien emplea en sus intervenciones una lengua que no sea el español ―dice español y no castellano―, abandonará la reunión. Y ha abandonado la reunión cuando los Presidentes de Euskadi y de Cataluña han hablado en sus lenguas. Ella exige que se le hable en cristiano, porque todo lo demás es palabrería sin sentido y porque, en España no debe hablarse más que la lengua española. Y yo me pregunto: ¿acaso las otras lenguas no son españolas? A ella ―y a quienes como ella actúan―, no se les puede aplicar lo que decía Nebrija sobre ignorancias no responsables. Lo suyo no es ignorancia. Es irresponsabilidad, fanatismo, falta de educación y de respeto hacia quienes ostentan un cargo semejante al de ella. Si el presidente de su propio partido, gallego, empleara su lengua materna, ¿también reaccionaría de forma tan maleducada?

sábado, mayo 31, 2025

AMÉRICA PRIMERO O EL MITO DE LA LIMPIEZA DE SANGRE

 

Tratamos Zalabardo y yo de encontrar al menos una pizca de lógica en el comportamiento de ese megalómano llamado Donald Trump, elegido presidente de forma inexplicable por los estadounidenses ―a quienes no quiero llamar americanos, pues este término engloba a un número más amplio de personas, ni norteamericanos, porque estaría incluyendo a mejicanos y canadienses―. Nos cuesta aceptar la fogosidad y apasionamiento con que este hombre lanza sus descabelladas decisiones amparado bajo el lema America First, América primero, lema que por cierto no es invención suya, pues se comenzó a usar por lo menos hace un siglo y con objetivos más dignos.

            «¿Hasta qué punto ―digo en un momento― este tipo puede presumir de ser modelo de americanidad? Zalabardo no acaba de ver por dónde voy y le aclaro que es una pregunta retórica, ya que en su planteamiento lleva implícita la afirmación de que a Trump no lo podamos considerar más americano que aquellos a quienes rechaza y desea expulsar del país.

            Apoyo mi creencia en un leve repaso de la historia, la nuestra y la de los Estados Unidos. Empiezo con la nuestra. En la Edad Media, desde el final de la Reconquista, los cristianos deseaban que no se dudara de la prevalencia de su linaje y sus creencias sobre cualesquiera otros. La relación con los vencidos ―en especial con los judíos― fue bastante conflictiva. La intolerancia de los vencedores exigía la conversión al cristianismo bajo amenaza de expulsión o de muerte y para cuidar que esto se llevara a cabo se creó la Inquisición. El proceso no era tan simple, dado que muchos de los vencidos, sobre todo los judíos, optaban la conversión solo para para proteger sus intereses.



            Pero no contentos con imponer por la fuerza una fe, los cristianos desconfiaban de la sinceridad de los conversos al abrazar su nueva condición. Fueron estas suspicacias el punto de partida para que se impusieran unas condiciones a quienes pretendían ocupar ciertos cargos. Así surgieron los conceptos de cristiano viejo y limpieza de sangre, que, de tener en origen una base religiosa, no tardarían en poseer una relevancia social, puesto que lo que se buscaba era una manera de mostrar que el linaje no había sufrido menoscabo. Era cristiano viejo y gozaba del estatuto de limpieza de sangre quien mostraba que en su linaje no había el menor rastro de judío o de moro, término que se utilizaba de modo despectivo.

            En una sociedad de carácter multicultural y multirracial como la española es aquellos años ―igual que en todo el mundo en el momento actual― esa limpieza de sangre era difícil de demostrar. Y como pasa en todo tiempo y en todo lugar ―le digo a mi amigo― comenzó a funcionar el refrán que afirma que quien hace la ley hace la trampa. ¿Cómo? Añadiendo excepciones a la norma. Así, se consideró que podía acogerse al estatuto de limpieza de sangre quien mostrase que en su linaje no había conversos en las tres o cuatro generaciones previas.

            Le indico a mi amigo que, igual que ese refrán sobre ley y trampa, puede considerarse principio de validez universal que el converso a una nueva religión o ideología suele ser por lo común más fanático en el cumplimiento de la ortodoxia que el que la ha mantenido de siempre. Bástenos un solo ejemplo: Tomás de Torquemada (1420-1498), dominico, confesor de Isabel la Católica y primer Gran Inquisidor General, era descendiente de conversos. No obstante, ha pasado a la historia como el máximo defensor de los decretos de expulsión y del empleo de tortura para obtener confesiones de los que se creían falsos conversos. Su nombre pasó a la posteridad como sinónimo de intolerancia, fanatismo y crueldad.



            Zalabardo se me queda mirando y me dice: «¿Hay que irse tan lejos para lo que estamos hablando?» Le contesto que lamentablemente sí porque algunas historias se repiten tozudamente. ¿Podía considerarse a Torquemada cristiano viejo y a su linaje reflejo de la limpieza de sangre? Zalabardo piensa un poco y acaba diciendo: «Hombre, visto así, absolutamente no». Aprovecho para retomar el tema inicial el recuerdo de lo que escribió Jorge Manrique: «Dexemos a los troyanos /que sus males no los vimos /ni sus glorias […] Vengamos a lo de ayer, / que también es olvidado / como aquello». Porque sucede que muchos tenemos poca memoria para algunas cosas y preferimos hacernos los olvidadizos.

            América primero, grita Trump mientras culpa a los migrantes, a los estudiantes extranjeros, a los países europeos y a China, a todo el mundo, de estar aprovechándose de América ―de "su" América―. ¿Pero quién es este tipo que tanto ignora ―o finge ignorar― la historia? Alguien que incluso oculta su propia historia personal. No estaría mal que pensara un poco quiénes son los verdaderos americanos; luego, los norteamericanos; y, por fin, los estadounidenses. Si atendemos solo a estos, ¿a quiénes hay que aplicarles con mayor derecho la limpieza de sangre americana: a los indios de las praderas que terminaron confinados en reservas; a los puritanos británicos del Mayflower que llegaron en 1620; o a quienes declararon la independencia el 4 de julio de 1776?

            Curiosamente, el presidente Donald Trump no cabe en ninguno de esos grupos. Es, pues, un advenedizo, un migrante, un converso. Su abuelo Friedrich Drumpf, el primero en emigrar al continente americano 1885, era alemán y no ofrece una biografía muy edificante. Entre otras cosas, comenzó a engrosar su fortuna dedicándose a regentar locales de restauración y burdeles durante la llamada fiebre del oro. Y decidió cambiar su apellido por el de Trump, que suena menos germano.

            Uno de sus hijos, Fred, padre del presidente, sería quien, con la herencia recibida, algo de suerte y manejo oscuro de los negocios, pondría la base del actual imperio. O sea, que por las venas de Donald Trump no fluye una sangre muy americana; nada tiene que ver su linaje con los indios de las praderas, ni con los colonos del Mayflower, ni con los creadores de ese país que acabó llamándose Estados Unidos de América.

            Es por tanto un representante perfecto de lo que le decía a Zalabardo sobre el fanatismo y la intolerancia de los conversos. Como a Torquemada, no le importa destruir a quienes no piensan como él. En tiempos del inquisidor dominico a los judíos conversos los llamaban despectivamente marranos. La limpieza de sangre de Trump es una falacia, un mito, por lo que, teniendo en cuenta sus raíces, quizá le convenga también ese apelativo.

            Y es que ―acabo diciéndole a mi amigo― esgrimir hoy esa noción de limpieza de sangre o de cristiano viejo es algo ridículo. Como ridículo es que el presidente de un partido político español defienda que para aceptar a un migrante «se le exijan los requisitos y valores que se exigen a cualquier español». ¿Sería capaz de enumerarme cuáles son esos requisitos y valores? Como ridículo es otro presidente de partido que defiende que «es español quien comparte una identidad cultural y nacional española». ¿Me negará alguien que España es una sociedad multicultural y multinacional? ¿Negamos la condición de españoles, pues se criaron en una cultura muy diferente, a Cristóbal Colón, Felipe V, Najwa Nimri, Niko Williams, Lamine Yamal, Najat El Hachmi…?

domingo, mayo 25, 2025

MITO, LEYENDA E HISTORIA

 


Tras unos días separados, le cuento a Zalabardo que he tenido ocasión de conocer varias leyendas tradicionales. Mi amigo sabe mi afición por este tipo de relatos, tanta como por los refranes. Pero cuando se habla de leyendas, a no pocas personas le surgen dudas acerca de si están más cerca de la historia o del mito. En realidad, son tres tipos de relatos diferentes con características propias cada uno de ellos.

            Deberemos comenzar por el mito, aunque solo sea por el simple hecho de que es el más antiguo. El mito, su contenido, hay que situarlo en un periodo ahistórico, fuera de la historia, porque nace precisamente por la ausencia de la historia y la necesidad de explicarnos muchas cosas que no entendemos. Por ejemplo, el origen del mundo, de los dioses o de muchos fenómenos naturales ―la lluvia, el fuego, la aparición del hombre…―

            Llama la atención la estrecha relación del mito con actitudes religiosas o sagradas. Por ejemplo, nada más comenzar la Biblia, en el primer capítulo del Génesis, se habla de la creación. Se dice que «la tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo». Aunque algunos ―o muchos― creyentes se pudieran sentir escandalizados, hay que aceptar que esta idea se repite en culturas de muy variadas regiones, muchas de las cuales son anteriores al relato bíblico. La idea de que antes de nada lo que existía era el Caos y luego fueron surgiendo las divinidades, y luego los seres humanos, se encuentra en relatos mitológicos japoneses, egipcios, sumerios, celtas… Y no debe extrañar que unas hayan ido repitiendo el relato metafórico que antes defendían otras.

            Porque el mito es la narración que explica todo aquello que nos intriga y para lo que no tenemos ninguna explicación suficiente. En el mito hay mucho de metáfora, pues es una forma bella de explicar algo que no acabamos de comprender y que no podríamos explicar de otra manera. Como sucede también con la leyenda, el mito no tiene dueño, sino que diferentes culturas lo compartan, aunque lo cuenten de otra manera.  Cuando aparece la ciencia, cuando surge la historia, el mito pierde su valor, aunque lo conservemos en forma de bella historia.

            El componente fantástico que reconocemos en el mito se encuentra también en la leyenda, aunque no en iguales dosis. La leyenda es un relato popular y tradicional, que se basa en hechos pretendidamente reales, pero que se enriquece con elementos fantásticos o sobrenaturales. No es historia, pero se encuentra limitando con ella y trata de apoderarse de sus vestiduras. Además, la leyenda tiene una función de entrenamiento y didáctica.

Le digo a Zalabardo que el episodio de la creación es un mito, pero que el episodio de Hércules posando sus pies sobre una roca y abriendo con su fuerza el estrecho de Gibraltar es una leyenda.

            De los tres conceptos que estamos manejando, la historia es el más frío y menos atractivo, porque en él no tiene cabida la imaginación ni se construye mediante metáforas. La historia nos cuenta hechos que son comprobables y ―esto es quizá lo principal― están documentados.

 


           Podría servir de ejemplo el caso de la leyenda de la mora encantada del castillo de Monfragüe. Unos sitúan el episodio como acaecido en el siglo VIII, otros lo sitúan en el XII y, por fin, otros en el XIII. Respecto a los protagonistas, unos dicen que acaeció en tiempos de Alfonso VIII mientras otros mantienen que fue durante el reinado de Fernando III. Por fin, la mora de la leyenda es llamada por unos Sara, al tiempo que otros la llaman Noeima.

            Por supuesto, de este relato de amor entre un cristiano y una musulmana que, sin querer, acaba mostrando el único lugar por el que la fortaleza podría ser conquistada, no existe el menor documento. Como no hay documento válido, sino tradiciones piadosas que se repiten hasta la saciedad de cuando ―iniciada la corriente de adoración de la Madre de Cristo en la Edad Media― comienzan a aparecer relatos de tallas de la Virgen que halla un pastor mientras buscaba una cabra perdida, o escondida en el tronco de un árbol, o en una cueva o en cualquier otro lugar semejante. Son relatos piadosos que repiten en mil poblaciones de mil países con la única intención de favorecer la adoración de la Madre de Dios.

 


           Las leyendas ―más incluso que los mitos― son propiedad común y nadie debe declararse su dueño exclusivo. Ese rasgo es el que explica que encontremos tantas parecidas, aunque con algún detalle modificado por necesidad del lugar en que se va a situar. De la Virgen de Guadalupe se cuenta que ―habiendo estado anteriormente en Roma― al ser paseada en procesión durante una epidemia, los enfermos de las calles por donde pasaba sanaban de inmediato, historia que se cuenta ―idéndica― de la Virgen del Rosario en Cártama. Como se cuenta de la Virgen de le Escarihuela ―de Montejaque― y de la de Porticate ―de Yunquera―, que al ir a ser trasladadas de su ermita, llegados a un determinado lugar, a los portadores les resultaba imposible seguir andando, por lo que habían de regresar al templo.

            Y en Cáceres he oído contar dos leyendas de las que se afirma haber sucedido en esa ciudad, aunque su procedencia sea otra. Por ejemplo, la de la bella Inés es una leyenda, El Cristo de la calavera, que escribió Gustavo Adolfo Bécquer y situó en Toledo, precisamente en la calle de ese nombre, muy cerca del Alcázar. Y la de La princesa encantada no es otra que la que se cuenta de Monfragüe.

sábado, mayo 17, 2025

LA AGONÍA DE «USTED»


La evolución de una sociedad se observa en los cambios de la lengua a través de los años. Trato de explicarle a Zalabardo que tal afirmación es una verdad incontestable. Ahora estamos de viaje, sentados en la terraza de un bar donde quizá nunca hayamos estado antes. Un camarero se nos ha acercado y, sonriente, nos ha saludado: «¡Hola, chicos!, ¿qué deseáis tomar?» Zalabardo se levantó y, de forma algo exagerada, recorrió con la vista todo nuestro entorno. El camarero quiso colaborar: «¿Se te ha caído algo?» Y Zalabardo, con la cachaza que a veces simula, respondió: «No, nada. Es que busco a los chicos». El camarero, un joven con pelo engominado y un bigote que es casi un reguero de hormigas, pareció no darse cuenta de la ironía que reflejaba el comportamiento de mi amigo, aunque puso cara de extrañeza.

            Casi sin esperarlo y antes de que nos pongan la cerveza que pedimos, nos encontramos con un tema de conversación: la generalización del tuteo. Nuestra lengua heredó del latín medieval dos formas de pronombre, y vos, que se usaban según la situación: la forma latina tu era propia de un trato de familiaridad entre las personas, explica nuestro ; vos ―que en principio era el plural de tu― llegaría a adoptar en castellano la función de expresión de respeto o cortesía. Proceso idéntico sirve para explicar en francés las formas tu y vous.

            Pero, en el siglo XVI ―en nuestro país― se comenzó a expandir la forma vos para toda clase de usos, en perjuicio de . Manuel Alvar ―de quien siempre me he honrado en ser discípulo― dice en Morfología histórica del español que «el avulgaramiento de vos produjo vuestra merced». Y explica que la cuestión no quedó ahí, sino que continuó evolucionando con formas voacé, vuaced, vuarced…, hasta acabar en usted que ―nos dice― se documenta por primera vez en 1620 en un texto de Tirso de Molina.



            Según eso ―me interrumpe Zalabardo―, usted provocó la muerte de vos en nuestra lengua. Le respondo que sí, aunque el voseo familiar siga siendo práctica común en muchos países de la América de habla hispana; pero hablar de ello daría para otra conversación. Ahora ―le digo a mi amigo―, lo que nos ocupa es cómo vivimos un periodo en que está afirmándose ―si no lo ha conseguido ya desde hace tiempo― como forma provocadora de la agonía usted, que pierde terreno a marchas forzadas.

            En efecto, no es difícil observar cómo se extiende el tuteo. ¿Es malo o censurable? No tiene por qué serlo. La naturaleza de la lengua es cambiar con los años y las mentalidades. En el enfrentamiento tú/usted intervienen muchas circunstancias. Quizá interesaría indagar sobre dónde está el origen del cambio que observamos. Hay dos teorías ―le explico a Zalabardo―, aunque sinceramente no me atrevo a tomar partido por ninguna de ellas. Unos dicen que todo radica en que el inglés carece de formas de tratamiento y no cuenta más que con you. Familiaridad y cortesía se manifiestan de otra manera: el empleo de simplemente you mostraría cercanía, familiaridad; en cambio, si se pretende ser respetuoso o cortés, se usa el apellido de la persona antecedido de mr. o mrs. La otra teoría sostiene que todo se inició hacia los años 40 y 50 del siglo pasado cuando, tanto el fascismo como el comunismo impusieron el empleo de la palabra compañero como signo de igualdad y ausencia de jerarquías sociales.

            Lo que parece también innegable es que la extensión del tuteo obedece a la búsqueda de una situación menos formal, a una aspiración de cambio en las convenciones sociales. Pero la cuestión no es tan fácil. Habría que pensar en lo que decía Calderón en El alcalde de Zalamea, que poco importa errar en lo de menos si se acierta en lo principal. Y en lenguaje jurídico existe un aforismo que dice «utile per inutile non vitiatur», o sea, que lo útil no se vicia por lo inútil.

            Lo útil en este caso, el calderoniano acertar lo principal, es tener una idea clara de cuándo procede y cuándo no el tuteo. Tres factores deberían tenerse en cuenta para utilizarlo. Es la edad el primero; si nos dirigimos a una persona mayor, a la que no conocemos, es preferible utilizar usted. El segundo factor es el contexto; en una entrevista de trabajo, o cuando llegamos a un notario para cualquier asunto, resulta recomendable emplear usted. Y el tercero de los factores es el grado de confianza; en la caja de un supermercado, si nos atiende cada día la misma persona, podemos muy bien emplear , aunque si nos encontramos por primera vez con otra persona debamos emplear usted. Dado esto, no debe olvidarse que la persona a la que nos dirigimos nos pida que la tuteemos para crear un clima de confianza. Pero estos factores tienen siempre una segunda parte. Ocurre, por ejemplo, con el camarero que nos sirve diariamente el desayuno o con el empleado de banco que nos atiende con frecuencia.



            Lo que no me parece de recibo ―digo a mi amigo― es esa especie de colegueo que se ha impuesto, que no se limita a optar entre o usted, sino que traspasa unos límites que podrían incluso irritar. Por ejemplo, la forma de hablar del camarero a que me refería al comienzo y que provocó la irónica respuesta de Zalabardo.

            Se ha generalizado el mal uso ―que aunque se observe con mayor claridad en hostelería se da también en otros medios― de dirigirse a un grupo que se sienta en un restaurante o que entra en unos grandes almacenes «¿Qué tal, familia?», «¡Hola, chicos!» o expresiones semejantes, nacidas a partir de la expansión indiscriminada del tuteo. No creo en la fórmula ―que muchos aconsejan― de emplear el mismo tratamiento con que se dirijan a nosotros. No sé si será la edad o la costumbre, pero Zalabardo y yo preferimos seguir utilizando la forma de cortesía usted salvo que haya un nivel de confianza suficiente para emplear el tuteo. Por lo mismo, no nos gusta ver en un supermercado el anuncio «Coge aquí tu carro», o en un banco «Tu banco de confianza» o en cualquier anuncio publicitario «Tú eliges». Por supuesto que yo elijo, pero mi elección es continuar siendo cortés y respetuoso sin poner trabas en el camino a la confianza y familiaridad en el trato.

domingo, mayo 11, 2025

CONOCER A VICENT VAN GOGH

 

Llevo unos días ―le comento a Zalabardo― algo preocupado porque no dejan de entrarme peticiones ―de estas menos― y sugerencias ―de estas muchas más― de amistad en Facebook. Le digo a mi amigo que cada día me siento menos receptivo hacia las redes sociales. Hay quien basa su ilusión en tener cantidades ingentes de amigos virtuales ―miles, a ser posible―. No entiendo este interés porque no sé qué es en realidad un amigo virtual ni que valor puede tener.

            Pero el dichoso algoritmo ―o los algoritmos, pues no entiendo bien el sistema― que dirige las redes y el mundo de internet, se empeña en hacerme llegar publicaciones que el susodicho algoritmo considera que deberían interesarme, aunque me importen un pimiento. Del mismo modo, no se cansa de enviarme sugerencias de amistad de personas de las que ―hasta ahora― desconocía incluso su existencia.

            Un ejemplo: me suena el móvil y es un mensaje de Facebook que me sugiere que Rigoberto Mandioca Pezúñez podría ser mi amigo. O que un usuario de la red ―aquí prefiero no dar nombres― me pide que seamos amigos. ¿Qué sé yo de Rigoberto o qué saben de mí otras personas para que yo solicite o acepte esa amistad? Le digo a Zalabardo que, en ocasiones leo textos interesantes de personas con las que no me une ninguna afinidad. Ese seguimiento no me crea la necesidad de pedirles que sean mis amigos. ¿Qué impide que sigamos interesándonos en unas publicaciones sin perder por ello el estatus de seres libres y desconocidos? Me gustan las novelas de Sara Mesa ―le pongo a Zalabardo este ejemplo―, pero no pierdo ni un segundo en pedirle su amistad virtual.

            Porque hablamos de amistad virtual. ¿Qué es virtual? El Diccionario de Manuel Seco lo define como ‘que no es efectivo o real’; y en el mundo de la informática, ‘que parece o funciona como real, sin serlo’. O sea, que, como dice el refrán ―pido perdón a los granadinos―, quien tiene un tío en Graná, ni tiene tío ni tiene ná. Un amigo virtual vale de poco, porque ―y esto es lo esencial― ni es amigo ni es nada.

            El poeta latino Ovidio ―en momentos desagradables de su vida, pues padeció destierro― compuso obras como las Tristias en las que no se limitaba a quejarse, sino que hablaba de literatura y de amistad. Y al hablar de esto último, decía sentirse parte del grupo de los poetas y no escatimaba su afecto hacia quienes compartían esa actividad. Es decir, que los apreciaba porque había algo que los unía, la literatura.

 


           También fray Luis de León manifestaba un afecto parecido. En la Oda a Salinas no se limita a elogiar la obra del gran maestro de música, sino que ―hacia el final del poema― cita a sus amigos escritores y dice: «amigos (a quien amo / sobre todo tesoro)». La amistad es, pues, algo sumamente valioso porque establece un vínculo entre personas unidas por determinadas afinidades.

            Cuando Antonio Machado se dirige a José María Palacio y le dice «Palacio, buen amigo / ¿está la primavera / vistiendo ya las ramas de los chopos?», o más adelante le pide confirmación de un hecho: «Por esos campanarios / ya habrán ido llegando las cigüeñas», no se está dirigiendo a ningún ente virtual. Este Palacio ―por quien tan pocas veces nos preguntamos quién pudiera ser― fue casi uña y carne de Machado durante su etapa soriana. Casado con una prima de Leonor, este periodista estuvo muy unido con el poeta, publicó bastantes de sus poemas e incluso fundaron juntos algún periódico.

            Ovidio, fray Luis y Machado hablaban de personas muy afines que no tenían nada de virtuales, que no necesitaban decirse «sé mi amigo» porque un lazo muy real los ataba.

            Y a todo esto ―me interrumpe Zalabardo― ¿a qué viene lo de conocer a van Gogh? Entonces le cuento que ―a veces― en la vida tiene uno encuentros casuales que difícilmente se olvidan. Como el que tuve yo el otro día en la cacereña Guadalupe. Me encontraba sentado en un banco del Mirador del Parque de la Constitución, admirando la bella estampa del pueblo, cuando se nos acercó un señor que salía del Centro de Salud. Hacía sol y la temperatura era agradable, aunque las previsiones hablaban de lo contrario. Comenzamos a hablar del tiempo ―tema siempre socorrido para iniciar una conversación― y el buen señor echó mano de las predicciones meteorológicas populares: Cuando el Picobu tiene copa, Guadalupe hecha una sopa, dijo señalando un cerro que teníamos frente cuya cima cubrían unas nubes.

 


           El refranero popular suele contradecirse con frecuencia en temas meteorológicos, pues si uno anuncia que en abril, aguas mil, se le une otro que sostiene que las aguas de abril caben todas en un barril. Me explicó que el Picobu era el nombre que allí dan a aquel pequeño cerro y añadió otros que ―naturalmente― se sentía obligado a glosar: Nieblas altas, aguas bajas; A finales de marzo y primeros de abril, si el cuclillo no canta, o ha muerto o le viene la fin. «¿Sabe usted lo que es un cuco?» ―me interrogó, para, de inmediato, continuar―: «¿Sabe usted por qué se llama así? Porque es muy cuco, y en lugar de trabajar, aprovecha el nido que otros hacen para dejar allí sus huevos».

            Hablamos de que también a mí me gustan los refranes, de mi paisano Rodríguez Marín, de los frailes jerónimos que fundaron el monasterio, de los marqueses de Riscal y de la Romana, que fueron dueños de aquellas tierras. Pero yo no conseguía que me dijera su nombre: «Yo tengo sangre alemana, portuguesa y española». De ahí no pasaba, porque enlazaba otro refrán: ¡Quién fuera caballo en mayo, perro por san Miguel, gato por la matanza y, en viernes, mujer! Y me retaba a que adivinara el sentido: «En mayo, la hierba es más tierna; los higos por san Miguel son más dulces; los gatos tienen mucha comida cuando hay matanza; y, en día laborable, ser mujer, porque ella no trabaja». No le digo nada y atribuyo su machismo a su edad ―me confesó tener noventa y un años―.

            Zalabardo vuelve a la carga: «Pero, ¿qué pasa con van Gogh?» Así que debo ir al grano. Tras mucho andar y desandar ―refrán para arriba, refrán para abajo―, yo le insistía en querer saber su nombre: «Es que quiero contar nuestro encuentro en internet, porque los dos somos aficionados a los refranes». Por fin, me dijo: «Yo me llamo José Vicent van Gogh». Quedé asombrado, sin dar crédito a lo que oía: «¿Vincent van Gogh?». «No, Vicent, como Vicente, pero sin la e final». Insistí: «Pero, ¿van Gogh?». Y él, imperturbable, respondió: «Sí, sí, como el pintor. A veces he pensado si, de alguna manera, seremos parientes, aunque eso es muy difícil de demostrar».

            Suenan las campanas de la cercana parroquia de la Trinidad, y la conversación se corta: «Es que a esta hora regreso a mi casa para comer». José Vicent van Gogh no solicitó ser mi amigo; ni yo le hice a él petición de serlo suyo. Es casi seguro que el tiempo no nos dará oportunidad de volver a encontrarnos. Pero la media hora que pasamos hablando nos convirtió en amigos reales.

sábado, mayo 03, 2025

LA LLAVE, EL CÓNCLAVE Y SINODALIDAD

 


Hay palabras ―le digo a Zalabardo― que, por su misma sencillez, disimulan toda su carga simbólica. Es lo que pasa con llave. Todos estamos acostumbrados a ese instrumento metálico ―en tiempos, enorme y pesado, hoy diminuto y fácil de llevar― que, introducido en una cerradura, activa su funcionamiento. No importa que la llave clásica haya sido sustituida en nuestro tiempo por microchips insertados en una plaquita de plástico (los chips de identificación por radiofrecuencia); su función no ha variado.

            Antigua o moderna, la llave posee un valor simbólico en el que no solemos pensar. La llave es independencia, confianza, éxito y seguridad. Por eso llamamos llave a cualquier recurso que elimina el obstáculo que nos impide alcanzar un objetivo; a la acción ―en un deporte de lucha― con la que se inmoviliza al contrario; al dispositivo que permite o impide el paso de agua por un conducto; a la asignatura cuyo aprobado es necesario para pasar al nivel superior; a la dovela superior, en un arco, que traslada fortaleza de las demás; a la actuación que nos permite salir airosos en cualquier trance…

            La raíz indoeuropea kleu-, ‘gancho, clavija’, es el origen del verbo latino claudo, ‘cerrar’ (porque se cerraba mediante un gancho). De ahí proceden claustro, cláusula, concluir, clavícula, recluir, excluir… Pero también es origen de clavis, llave. El castellano, que en algunas cuestiones parece querer llamar la atención entre las lenguas románicas, usa llave porque palatalizó en ll todo grupo inicia cl latino (clamare, ‘llamar’), pues, en nuestro entorno, el catalán dispone de clau, el francés, de clé, el italiano de chiave, o el portugués de chave.

            La charla anterior nos lleva a Zalabardo y a mí hasta cónclave, término muy utilizado en estos días tras la muerte del papa Francisco. Aunque el origen de la palabra está en la unión de cum y clavis, ya en el latín clásico existía conclave, -is, ‘habitación cerrada con llave’ e, incluso, ‘calabozo’, voz atestiguada en Terencio y en Cicerón. Sin embargo, esta palabra, con el tiempo, se ha ido especializando en significar el ‘proceso en que los cardenales se reúnen para elegir nuevo papa’.



            Desde los primeros tiempos del cristianismo, era normal la reunión de los prelados para decidir sobre el sucesor del pontífice difunto. Pero lo que hoy nos parece tan natural nos debe hacer pensar en un suceso peculiar acaecido en el siglo XIII. A la muerte del papa Clemente IV ―en 1268―, los cardenales reunidos en la ciudad italiana de Viterbo no lograban ponerse de acuerdo. La causa eran las rencillas entre los franceses y los italianos. Tras tres años de votaciones fallidas, en 1271, las autoridades civiles de la ciudad de Viterbo tomaron una decisión drástica: los cardenales permanecerían literalmente encerrados con llave ―en cónclave― en un local que ni siquiera disponía de techo, por lo que estaban expuestos a los elementos. También se les racionó la comida. De allí no saldrían hasta haber elegido un nuevo papa.

            La medida tuvo rápido efecto. Fue elegido Teobaldo Visconti ―Zalabardo me pregunta si este Visconti tendrá relación con el director de cine Luchino Visconti, pregunta que no le puedo responder―. Teobaldo, que en aquellos momentos era obispo de Lieja, no estaba presente en el cónclave. Se encontraba en Tierra Santa, encabezando las tropas de Eduardo I de Inglaterra en la conocida como Novena Cruzada, por lo que, en el invierno de aquel año, abandonaría la campaña tras conocer su designación.

            Accedió al papado con el nombre de Gregorio X y, poco después ―en 1274―, convocaría el Concilio de Lyon, en el que se regularon todas las medidas a las que se tendría que ajustar en adelante el proceso de elección papal. Una de ellas era la que imponía que el elegido fuese un cardenal. Él mismo no lo era en el momento en que fue elegido y hubo que llevar con prisas su acceso al purpurado.

            También estamos acostumbrados a ver que el cónclave se celebre en la Capilla Sixtina, lo que no siempre ha sido así. No existió sede prefijada hasta 1492 en que se decidió que la reunión tendría lugar en el Vaticano. Pero solo en 1878 se determinó que la capilla decorada por Miguel Ángel fuese el lugar de celebración del cónclave. Y así sigue la cosa por el momento.

            Ya que estamos con este tema, le sugiero a Zalabardo que también podríamos referirnos a otra palabra, sínodo, que, sin estar directamente relacionada con llave, tiene gran resonancia en nuestros días gracias a un derivado suyo, sinodalidad. Si miramos en un diccionario, encontraremos que sínodo se recoge como término propio del lenguaje eclesiástico. El Diccionario de Manuel Seco solo dice que es ‘asamblea de eclesiásticos, especialmente de obispos’. Y aunque el de la RAE presenta como cuarta acepción que, en astronomía, es ‘conjunción de planetas’, ni en el Glosario de la Sociedad Española de Astronomía ni en el del Planetario de Buenos Aires aparece recogido tal término.

            Sínodo es término griego formado por συν, ‘encuentro, reunión, asamblea’ y ὀδος, ‘camino, viaje, ruta’. En la antigua Grecia, se llamó sínodo a la reunión que celebraba en Delos la Liga Marítima. En términos generales, un sínodo era una reunión para caminar juntos en la resolución de un asunto. Pero muy pronto la Iglesia acogió el término para designar las reuniones de la jerarquía eclesiástica, bien con carácter universal o bien local.



            Sinodalidad
, por su parte, es un neologismo que comenzó a emplearse en el Concilio Vaticano II, pero que ha sido relanzado por el difunto papa Francisco y que ha levantado ampollas en algunos círculos eclesiásticos que creen mermado su poder. Las conversaciones que Javier Cercas mantiene con personas muy allegadas al pontífice y que podemos leer en El loco de Dios en el fin del mundo, libro que le encargaron escribir sobre el viaje del papa a Mongolia en 2023 y cuya lectura recomiendo, deja muy claro qué sea la sinodalidad. Ya no es solo la reunión de obispos durante un tiempo determinado, sino un proceso de varios años en el que interviene todo el pueblo cristiano. Todos están invitados y nadie debe ser excluido.

            Me pregunta Zalabardo si eso significa imponer una democracia en el funcionamiento de la Iglesia. Esa misma pregunta planteó Cercas a varios entrevistados. Todos le decían que no es exactamente eso, pues la Iglesia no puede entenderse como una sociedad política, pero sí algo parecido: terminar con el clericalismo, creencia de que la jerarquía religiosa es quien decide en todo, e imponer un sentido de participación efectiva de todos los fieles, e incluso de quienes no lo son. Una de las tareas que aguardan a quien salga elegido papa en este cónclave es la de hacer realidad tal concepto.

sábado, abril 26, 2025

AL TORO, QUE ES UNA MONA

 

No pasan los espectáculos taurinos por buen momento. Muchas son las voces que gritan contra ellos y solicitan su desaparición. El argumento en que se apoyan los detractores ―el de la crueldad contra un animal― tal vez sea el de mayor peso, pero es el único. Zalabardo y yo nos consideramos amantes de los animales y no somos especiales admiradores de los espectáculos taurinos. Sin embargo, y sentado lo anterior, creemos que hay algo que no cuadra del en esta actitud prohibicionista.

            Tenemos la sensación ―que es casi certeza― de que en nuestra sociedad reina una fuerte tendencia ―que no sé cómo calificar― a organizar y difundir en las redes campañas contra todo aquello que no nos gusta, con el único objetivo de alcanzar su prohibición. Pedimos que se prohíban ―porque no se ajustan a nuestro modo de pensar― películas, espectáculos teatrales, conciertos, libros… Lo peor de todo en esta fiebre prohibicionista es la falta de coherencia, porque dejamos de ser conscientes de que aquello cuya desaparición solicitamos no difiere mucho de otras cosas que ―al mismo tiempo― defendemos con tenacidad.

            Muchos antitaurinos no consideran maltrato animal los toros de fuego ni los correbous, así como son muchos los animalistas que no se oponen a la tenencia de mascotas exóticas, animales silvestres, a los que se saca de su hábitat natural ―serpientes, aves, tortugas…― cuyo maltrato se multiplica no solo por esto sino cuando, pasado el capricho de tenerlas, se nos vuelven incómodas y las abandonamos lejos del lugar que les correspondería. Lo que crea, además, un peligro para las especies autóctonas. Me recuerda Zalabardo una canción de Cuco Sánchez que oíamos de pequeños en la voz de Miguel Aceves Mejía, Grítenme piedras del campo, en la que se decía: «Soy como pájaro en jaula […]. Aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión». Por esa y más razones, ni Zalabardo ni yo somos partidarios de tener animales en casa, porque les robamos su libertad.


            Pero le digo a Zalabardo que nos estamos separando de la cuestión, pues lo que pretendo en este apunte no es una defensa de la tauromaquia ni hablar del maltrato animal. A fin de cuentas, el asunto de la prohibición de corridas de toros no es algo de ahora ni cosa de unos cuantos. El Concilio de Trento, las Cortes de Valladolid de 1555, las Cortes de Madrid de 1567, el papa Pío V en 1567, Felipe V en 1740, Fernando VI en 1754, Carlos III en 1790… ―se podría seguir― se pronunciaron a favor de la prohibición. Y en este juego alternante entre de abolición y permisividad, los espectáculos taurinos han seguido adelante.

            Porque lo que aquí me interesa ahora ―aviso a mi amigo― no es el espectáculo en sí, sino la fuerza con que el lenguaje taurino ha venido calando en todas las facetas de la vida cotidiana. Nuestra lengua se halla plagada de términos y expresiones que proceden del léxico taurino y utilizamos con naturalidad. Por ejemplo, la que da título a este apunte: Al toro, que es una mona. Con esta frase se anima a una persona a enfrentar una tarea de la que se supone que ha de salir fácilmente triunfador. ¿Y cuál es su origen? Hubo un tiempo en que a los toros que carecían del trapío suficiente y no parecían peligrosos se les llamaba despectivamente monas. Y los apoderados y subalternos del torero lo animaban a que aprovechara la coyuntura y se empleara a fondo, porque poco era el riesgo que correrían.

            Pero hay muchos más ejemplos. Cuando alguien critica la actuación de otra persona desde una posición de privilegio y sin que sobre él recaiga ninguna responsabilidad ni redunde ningún daño, se le responde que es fácil ver los toros desde la barrera. Prestar ayuda a alguien para sacarlo del apuro en que se encuentra decimos que es echarle un capote. Si fracasamos en el momento de enfrentarnos con alguien en un debate o no conseguimos convencerlo con nuestros argumentos, hemos pinchado en hueso. Tras una actividad fatigosa en la que hemos perdido muchas energías, quedamos para el arrastre. Y cuando nos dejamos envolver en un debate que no nos interesa llevados por mañas de un oponente, decimos que hemos entrado al trapo.

            ¿Y cuál es la razón de que frente a una situación que nos resulta excesivamente enojosa y grave digamos que la cosa pasa de castaño oscuro? Hay afirmaciones ―sabido es― que aunque se acepten de manera generalizada como válidas no siempre pueden darse por ciertas. Así, nadie sostiene como verdadero el refrán que dice que tiempo pasado, siempre loado. Pues eso sucede con lo de castaño. Es creencia que los toros de este pelo son especialmente bravos y peligrosos, por lo que hay que andarse con cuidado frente a ellos. Y cuanto más castaños sean ―es decir, pasen de castaño oscuro―, mayor será su peligrosidad.

            Pero de cuantas expresiones voy mencionando, a Zalabardo le atrae una de manera especial: Coger el toro por los cuernos. Cualquier diccionario nos indica que con ella se alude a la acción de enfrentarse resueltamente con una dificultad. El significado le queda claro, pero ya no tanto cuál sea la relación que la locución tiene con el espectáculo taurino. Le tengo que explicar que yo conocí su origen leyendo la Tauromaquia o arte de torear de José Delgado Guerra, Pepe-Hillo. Junto con Costillares y Pedro Romero, Pepe-Hillo (1754-1801) pasa por ser uno de los toreros que contribuyó a fijar las reglas y estilo con que discurre una corrida de toros.


            En el libro citado, Pepe-Hillo habla de una suerte ―cada uno de los lances que se practican en una corrida― llamada suerte de mancornar. Este lance ―que dejó de practicarse hace muchos años― según el Vocabulario taurómaco, publicado en 1880 por Leopoldo Vázquez Rodríguez, es la «suerte que se ejecuta colocándose frente al animal, citándole, y al llegar se le hace un cuarteo, se coloca el diestro de costado, y al mismo tiempo de hacer un empuje sobre el brazuelo, se agarra el cuerno derecho con la mano derecha y el izquierdo con la mano izquierda, apretando de fuera adentro, hasta poder derribar la res».

            Lo que no he logrado saber ―aunque esto tenga poco que ver con la mona del principio― es por qué se llama así, mona, a la protección metálica articulada que lleva el picador en su pierna derecha. Pepe-Hillo, en el libro citado, dice de tal protección ―que en su origen era mucho más pequeña que la actual― que el primero en utilizarla fue don Gregorio Gallo, razón por la que recibió el nombre de gregoriana. Sin embargo, más tarde perdería este nombre para pasar a llamarse mona, como se conoce en la actualidad.

sábado, abril 19, 2025

QUIZÁ LOS DOS NOS EQUIVOQUEMOS


Me pregunta Zalabardo si me he percatado de lo difícil que resulta escuchar a alguien reconocer que ha errado al opinar sobre alguien o al sostener una conducta improcedente. Da igual su nivel social o la función que desempeñe. Y hablando de esa manera de proceder, sacamos a relucir dos historias que reflejan la diferencia de talante que en sus protagonistas se encuentra.

            La primera es una anécdota acaba con la frase Quizá los dos nos equivoquemos, que unos aplican a un enfrentamiento entre Jacinto Benavente y Valle-Inclán y otros al de Voltaire y el fisiólogo suizo Albrecht von Haller. Sucediesen o no ―aunque eso importe poco para lo que hablamos mi amigo y yo― la verdad es que su origen hay que buscarlo en un cuentecito de Juan de Timoneda (siglo XVI) recogido en Sobremesa y alivio de caminantes. Se habla en él de un tejedor y un sastre que, habiendo sido amigos, acabaron por enemistarse. Pero mientras el tejedor seguía hablando bien del sastre, este no hacía sino maldecir del tejedor. Una señora conocedora de la situación preguntó al tejedor cómo, si el otro solo decía maldades de él, le respondía de una manera totalmente contraria, a lo que el tejedor contestó: «Quizá mintamos los dos».

        La otra historia la sacamos de Las mocedades del Cid, drama de un casi contemporáneo suyo, Guillén de Castro. Tras haber ofendido el conde Lozano ―padre de Jimena― a Diego Laínez ―padre del Cid―, en una conversación que mantiene con Per Ansures, el conde dice que siempre hay que mantener una opinión que sea honrada, pero que, si por acaso fuese errada, lo que procede es «defendella y no enmendalla».

            En el primer caso ―le digo a Zalabardo―, el tejedor admite que los dos pueden estar errados en su proceder y ninguno acierte en lo que dice, pues tal vez su contrincante no sea merecedor de las palabras que le dedica ni él de las que recibe. La respuesta, si meditamos sobre ella, está cargada de ironía, pero ―y esto es importante― parte del principio de que todos podemos equivocarnos.

            En el segundo caso, en el conde Lozano se advierte una gran dosis de soberbia. Si bien parte de una verdad incontestable, que debemos procurar que nuestra opinión sea honrada para, con ella, acertar en lo principal, la conclusión no puede ser más cínica, pues sostiene que, si por el contrario uno ha errado, hay que sostener el error hasta sus últimas consecuencias.

            Le surge la duda a Zalabardo sobre si ese defendella y no enmendalla puede ser equiparable a otras expresiones como no dar el brazo a torcer o mantenerse en sus trece. Le doy a mi amigo una respuesta «a la gallega», pues sin dar por buena la similitud, tampoco se la niego. Naturalmente, eso me exige tener que explicarme, ya que la realidad es que tanto una como otra expresión tienen más de una interpretación.



            Dar el brazo a torcer
parece ―según todos los indicios― ser expresión muy antigua, nacida de un tipo de competición o entretenimiento, pulsear o echar un pulso, que consiste en probar dos contrincantes su fuerza, cogiéndose de la mano y apoyando el codo sobre una superficie firme, hasta conseguir que uno de ellos abata ―haga torcer― el brazo del otro. De aquí surgió que dar el brazo a torcer es «rendirse o desistir de un dictamen o propósito». Y la forma negativa, no dar el brazo a torcer, significó en los inicios, «resistir, no rendirse ante la fuerza de otro», para, más tarde, pasar a significar, «mantenerse obstinadamente en una opinión, sin desdecirse de ella». En este segundo caso, coincidiría con defendella y no enmendalla, pero no en el primero.

            Mantenerse en sus trece, sin embargo, ofrece mayores dificultades de interpretación, puesto que se le señalan tres orígenes diferentes. Una de las tesis que se mantienen es que mantenerse en sus trece tiene su origen en el momento en que ―en España― se exige la conversión de los judíos. Esto suponía abjurar de los trece principios básicos del judaísmo que ya había expuesto Maimónides. Quien no renegaba de su fe, es decir, se mantenía en sus trece, se exponía a la expulsión e incluso a la muerte. Por ello, mantenerse en sus trece es «persistir en algo, mantener a todo trance una opinión». Bien mirado, era una actitud equiparable a la de los antiguos cristianos que se mantenían firmes cuando se le pedía renunciar a su fe. Otra tesis defiende que el dicho procede de un juego de naipes, la escoba o el quince, en el que había que ir reuniendo cartas hasta aproximarse lo más posible a los quince puntos, pero sin pasarse. Como el juego actual de las siete y media. Quien se mantenía en sus trece renunciaba a coger más cartas por considerar suficiente trece puntos y por miedo a pasarse. Según esto, la expresión podría ser señal de «cautela, miedo o prudencia ante la posibilidad de perder lo que se tiene».



            Y, por fin, hay una tercera opinión. A la muerte del papa Gregorio XI, en 1378, los cardenales estaban profundamente divididos en tres facciones ―los lemosinos, los galicanos y los romanos―. Convocado el cónclave, surgió el temor de que pudiese salir elegido un papa no italiano. Para evitar tal supuesto, no esperaron la llegada de los cardenales que estaban en la corte de Aviñón y eligieron a Urbano VI, lo que precipitaría el Cisma de Occidente. Como reacción, los cardenales menospreciados eligieron al español Pedro Martínez de Luna ―el papa Luna― que asumió el papado como Benedicto XIII. Hubo un largo proceso en el que la Iglesia buscó la reunificación. Las opciones de solución contemplaban que Luna renunciase, de lo que en algunos momentos se mostró partidario. Pero, al final, siempre se negaba y se obstinaba en mantenerse en el puesto. Incluso condenado y declarado antipapa, terminó por refugiarse en Peñíscola, donde vivió hasta su muerte sin renunciar jamás al papado. Por su nombre, Benedicto XIII, se dice que surgió la expresión mantenerse en sus trece para significar «persistir de forma obstinada en un error u opinión». Esta tercera es la que más se parece a la actitud del conde Lozano.

            Me pregunta Zalabardo cuál de esas tesis tiene mayor verosimilitud y le contesto que no lo sé, aunque le sugiero que él se acoja a la que mejor le parezca. Me pregunta, luego, si creo que hoy hay mucha gente a la que le cuadre este persistir tozudamente en el error manteniéndose en sus trece. Le hago otra sugerencia: que mire detenidamente a su alrededor, porque podrá encontrar ejemplos entre empresarios, políticos, jueces, comunicadores… Quizá más de lo que sería deseable.