Algunas veces me ha preguntado Zalabardo qué razón puede justificar el miedo casi enfermizo de algunos a utilizar determinadas palabras o a aceptar lo que con ellas se quiere decir. Hablamos sobre si la destrucción que está llevando a cabo Israel (ojo, no caigamos en el error de pensar que nos referimos al pueblo judío cuando hablamos del Estado de Israel) en la franja de Gaza se puede considerar o no genocidio. ¿Tan difícil es ver la tragedia que sufren los palestinos para que nos enredemos con palabras en lugar de afrontar el problema? ¿Tan dura es la palabra genocidio, que algunos carecen de valor para pronunciarla?
Fue precisamente Raphael Lemkin,
judío de nacionalidad polaca quien ―en 1944― acuñó el término genocidio
para explicar el exterminio de judíos por parte de la Alemania nazi. Lo definía
él como «un plan coordinado de diferentes acciones dirigidas a la destrucción
de los elementos esenciales de la vida de un grupo nacional, con el objetivo de
aniquilarlo». El genocidio es lo peor a que se puede llegar en
una situación bélica, la destrucción de poblaciones civiles indefensas. Naciones
Unidas reconoció el término en 1948. Incluso se han delimitado los factores
que permiten hablar de genocidio: matar indiscriminadamente a una
comunidad, provocar lesiones graves físicas o mentales, someter de manera
intencionada hasta la destrucción física total o parcial, impedir nacimientos,
trasladar de forma forzosa a niños mediante amenazas e intimidaciones.
Aunque poseamos una escasa capacidad
mental, ¿no vemos que es eso lo que está haciendo el Estado de Israel con el
pueblo palestino? ¿Por qué ese miedo, entonces, a hablar claramente de genocidio?
Pues hay quien habla de que deben cesar las matanzas, pero niegan que haya genocidio.
Todo, por el maldito prurito de no coincidir en nada con el adversario
político. ¿Cabe mayor hipocresía y desvergüenza? Da igual lo que se diga. Lo
que importa es mantenerse en sus trece. Aunque con ello se olvide
que lo que hoy sucede a los palestinos ya les sucedió antes a los propios
judíos; como también sucedió en Camboya, en Irak, en Bosnia, en Sudán…
En este momento, Zalabardo me pregunta qué es eso de mantenerse en sus trece. Le digo a mi amigo que sobre esa expresión que significa mantenerse de forma pertinaz en una opinión sin renunciar a ella circula una historia que relaciona su origen con un conflicto histórico en la Iglesia Católica, el Cisma de Occidente, acaecido entre 1378 y 1417. A la muerte de Gregorio XI, y tras la renuncia de Urbano VI ante el enfrentamiento entre los obispos por cuál debiera ser la sede del papado y la nacionalidad del pontífice, se desembocó en la paradoja de tener tres papas electos ―Juan XXIII, Gregorio XII y Benedicto XIII, el español Pedro Martínez de Luna, conocido como Papa Luna―. En los esfuerzos por reconducir la situación, se alcanzó un clima de consenso en el que se eligió a Martín V, aunque el español nunca renunciaría a su condición de papa por considerar que era el único con el rango de cardenal antes de iniciado el cónclave. Y por esta razón ―dicen algunos― surgió lo de mantenerse en sus trece, que era el número cardinal que seguía a su nombre.
Es una historia bonita para explicar
que alguien no da su brazo a torcer, pero a la vista de las pruebas parece más
acertada una tesis más profana, la que defiende que proviene de un juego de
naipes que debería ser semejante al actual español de las Siete y media
o al más internacional del Blackjack o Veintiuno. Este
al que hago referencia pudiera ser el muy antiguo que nos ha llegado hasta hoy
como La escoba, que se llamó también El
quince. En cualquier caso, el significado sigue siendo el mismo.
Al comienzo de La Celestina, tras el rechazo de Calisto por Melibea, Sempronio, observando el estado de su señor, dice: ¡En sus trece está este necio! En la segunda parte del Quijote, encontramos la locución dos veces, en los capítulos 39 (Como la infanta estaba siempre en sus trece…) y 64 (…como el señor don Quijote está en sus trece y vuesa merced, el de la Blanca Luna, en sus catorce…). Mi paisano, el insigne Rodríguez Marín, dice: «Cuando la terquedad era de dos o más que pretendían o sustentaban diferentes cosas, se oponía el número catorce al trece». Creo que en, este caso, mi paisano no acierta a exponer la razón porque ―le digo a mi amigo― pienso que Cervantes, voluntariamente o no, hacía un juego con el sentido primitivo de la locución. Como quizá también lo hacía Quevedo en un romance: Una niña de lo caro / que en pedir está en sus trece / y en vivir en sus catorce… Sin embargo, en otro, el mismo autor escribe: Dícenme que están los dos / entre celos y respeto / ella en sus trece de edad / y él en sus trece de necio… Buscando ejemplos, hallo que Gonzalo de Correas, para explicar el refrán estar erre que erre, porfiar afirmando o negando, dice que se aplica al que está duro en sus trece.
Pero tal vez la aclaración de cualquier duda acerca de la
procedencia de estar en sus trece nos la ofrezca Agustín
Moreto en su comedia Antíoco y Seleuco. Aunque lo que el autor está describiendo
es un lance amoroso, al usar los términos de un juego de naipes ―un personaje,
aun sabiendo que el otro le lleva ventaja, no se arriesga a seguir en el juego
y pierde―, explica el origen de la expresión, pues sabiendo que su contrincante
tiene quince puntos, el máximo, él se empeña en plantarse con trece.
Es el juego ya citado de La escoba: Viote el Príncipe primero, / y
amor diciendo: «Aquí encaja / bien el juego», una baraja /plantó, como garitero
/ […] Diote a ti un quince preciso / que es el punto que reviste; / tú,
que con quince te viste, / le envidaste y él te quiso. / Tenía, según
parece, / trece el Príncipe, y no osó / pedir más, con que perdió, /
pero se quedó en sus trece…
Zalabardo me dice que le parece muy instructiva la
explicación que le doy, pero que, sin olvidar el tema del que hablamos, quedarse
en trece sin ir más allá, no atreverse a llamar genocidio
a lo que no merece otro nombre, es tener miedo a llamar las cosas por su nombre
o ponerse al lado del genocida.
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