¿Caminamos hacia el mundo sin libros que Jorge
Luis Borges era incapaz de imaginar? Plinio el Joven, en el primer
siglo de nuestra era, atribuyó a su tío, Plinio el Viejo, la siguiente
máxima: «No hay libro tan malo que no se pueda sacar de él algo de provecho». La
máxima se convirtió en tópico durante el Renacimiento. Cervantes la
utilizó dos veces en el Quijote y también Mateo Alemán en
su Guzmán de Alfarache. Habrían de pasar muchos años para que Borges,
el 9 de junio de 1985, publicara en El País un elogioso artículo
sobre los libros que comenzaba: «Hay quienes no pueden imaginar un mundo
sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí
se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros».
Sin embargo, son también muchos los que sueñan con un mundo
sin libros. Nunca han faltado los ataques contra ellos. Tanto el poder político
como el religioso se han ensañado prohibiéndolos y mutilándolos, cuando no
haciéndolos desaparecer en la hoguera. El papel arde con facilidad. Y cuando el
escritor argentino dice: «cualquier papel que encierra una palabra es el mejor
mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu» ―le digo a Zalabardo― quizá
estemos ante la razón que lleva a los poderosos a perseguir el libro. Esa razón
es que el libro no solo nos aporta conocimiento, o simple entretenimiento, sino
que fomenta el pensamiento crítico y nos hace más libres y menos manipulables.
En el expurgo de la biblioteca de don Quijote, ese pobre hidalgo cuya locura es devolver al mundo el bienestar perdido, la sobrina dice: «no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojarlos por la ventana del patio y hacer un rimero de ellos y pegarles fuego». En Fahrenheit 451, la distópica novela de Bradbury que retrata una sociedad en que los libros se queman porque preservan la libertad intelectual, el capitán Beatty dice: «Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que lee mucho?» Esa aversión al libro la vemos también en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, cuando fray Guillermo de Baskerville pregunta por qué, si escondía tantos libros, solo por uno llegaba a matar, fray Jorge de Burgos, el fanático e intolerante bibliotecario, responde: «Porque era del Filósofo [Aristóteles]. Cada libro escrito por ese hombre ha destruido una parte del saber que la cristiandad había acumulado a lo largo de los siglos. Los padres habían dicho lo que había que saber sobre el poder del Verbo».
No solo la ficción literaria muestra casos del ansia de
eliminación de los libros porque incitan a pensar de manera autónoma. El
emperador Diocleciano mandó quemar todos los libros sobre alquimia; Almanzor,
en el 979, destruyó la Gran Biblioteca de Córdoba; Savonarola, en el
siglo XV, libros y obras de arte que consideraba inmorales; tras la conquista
de Granada, se hicieron desaparecer todos los manuscritos que se conservaban de
los árabes; en 1933, en la Alemania nazi se quemaron públicamente más de 25000
libros acusados de «no alemanes»; en nuestra Guerra Civil, en muchas plazas
públicas se hacían hogueras con libros «contrarios a la nueva España»; en
Argentina, en 1976… La lista es larga.
Le pido a mi amigo que leamos juntos el artículo que Borges escribió hace cuarenta años ya. Siendo breve, está repleto de frases sugerentes y sigue teniendo utilidad. A Zalabardo le llama poderosamente la atención una: «Ahora, como siempre, el inestable y precioso mundo puede perderse. Sólo pueden salvarlo los libros, que son la mejor memoria de nuestra especie». No cabe duda de que vivimos años peligrosos e inestables, años en que se nos quiere imponer la rapidez y la inmediatez de los medios eliminando el placer de la serenidad individual que pide la lectura de un libro. Sigue habiendo muchas sociedades liberticidas que consideran peligroso el libro, porque una persona culta es menos influenciable por quienes solo persiguen el poder omnímodo.
En estos ultimísimos días, ¿qué leerá el megalómano
presidente Trump, que retira subvenciones a las Universidades que no responden
a sus caprichosos dictámenes y se querella contra televisiones, presentadores y
cómicos que lo critican? ¿Qué leerá el cruel y vengativo Netanyahu, que
somete a los palestinos a un dolor aún peor que el que sufrieron los judíos?
¿Qué leerá Ayuso, la presidenta madrileña, que impide que en los centros
escolares se conozca la verdad de la España franquista? Y, para colmo, nos sale
una boba creadora de tendencias (a quienes se dedican a eso les gusta
que los llamen influencers) presumiendo de no leer con el argumento de
que la lectura no hace mejores a las personas. Leer, eso es cierto, no
garantiza que se sea mejor persona. Pero no leer nos priva de adquirir espíritu
crítico, nos hace más ignorantes y nos arroja a las garras de quienes prefieren
ciudadanos sumisos y mentes fácilmente moldeables.
Hubo un tiempo en que era normal, en los transportes públicos, ver cómo los viajeros ocupaban el tiempo de sus desplazamientos leyendo la prensa o un libro. Hoy, lo normal es verlos absortos en las pantallas de sus móviles. El mal no radica en esos móviles, sino en quienes ponen todo su esfuerzo para transformarlos en artilugios alienadores.