sábado, septiembre 27, 2025

EL MUNDO SIN LIBROS QUE NO IMAGINABA BORGES

 

¿Caminamos hacia el mundo sin libros que Jorge Luis Borges era incapaz de imaginar? Plinio el Joven, en el primer siglo de nuestra era, atribuyó a su tío, Plinio el Viejo, la siguiente máxima: «No hay libro tan malo que no se pueda sacar de él algo de provecho». La máxima se convirtió en tópico durante el Renacimiento. Cervantes la utilizó dos veces en el Quijote y también Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache. Habrían de pasar muchos años para que Borges, el 9 de junio de 1985, publicara en El País un elogioso artículo sobre los libros que comenzaba: «Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros».

            Sin embargo, son también muchos los que sueñan con un mundo sin libros. Nunca han faltado los ataques contra ellos. Tanto el poder político como el religioso se han ensañado prohibiéndolos y mutilándolos, cuando no haciéndolos desaparecer en la hoguera. El papel arde con facilidad. Y cuando el escritor argentino dice: «cualquier papel que encierra una palabra es el mejor mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu» ―le digo a Zalabardo― quizá estemos ante la razón que lleva a los poderosos a perseguir el libro. Esa razón es que el libro no solo nos aporta conocimiento, o simple entretenimiento, sino que fomenta el pensamiento crítico y nos hace más libres y menos manipulables.


            En el expurgo de la biblioteca de don Quijote, ese pobre hidalgo cuya locura es devolver al mundo el bienestar perdido, la sobrina dice: «no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojarlos por la ventana del patio y hacer un rimero de ellos y pegarles fuego». En Fahrenheit 451, la distópica novela de Bradbury que retrata una sociedad en que los libros se queman porque preservan la libertad intelectual, el capitán Beatty dice: «Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que lee mucho?» Esa aversión al libro la vemos también en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, cuando fray Guillermo de Baskerville pregunta por qué, si escondía tantos libros, solo por uno llegaba a matar, fray Jorge de Burgos, el fanático e intolerante bibliotecario, responde: «Porque era del Filósofo [Aristóteles]. Cada libro escrito por ese hombre ha destruido una parte del saber que la cristiandad había acumulado a lo largo de los siglos. Los padres habían dicho lo que había que saber sobre el poder del Verbo».

            No solo la ficción literaria muestra casos del ansia de eliminación de los libros porque incitan a pensar de manera autónoma. El emperador Diocleciano mandó quemar todos los libros sobre alquimia; Almanzor, en el 979, destruyó la Gran Biblioteca de Córdoba; Savonarola, en el siglo XV, libros y obras de arte que consideraba inmorales; tras la conquista de Granada, se hicieron desaparecer todos los manuscritos que se conservaban de los árabes; en 1933, en la Alemania nazi se quemaron públicamente más de 25000 libros acusados de «no alemanes»; en nuestra Guerra Civil, en muchas plazas públicas se hacían hogueras con libros «contrarios a la nueva España»; en Argentina, en 1976… La lista es larga.


            Le pido a mi amigo que leamos juntos el artículo que Borges escribió hace cuarenta años ya. Siendo breve, está repleto de frases sugerentes y sigue teniendo utilidad. A Zalabardo le llama poderosamente la atención una: «Ahora, como siempre, el inestable y precioso mundo puede perderse. Sólo pueden salvarlo los libros, que son la mejor memoria de nuestra especie». No cabe duda de que vivimos años peligrosos e inestables, años en que se nos quiere imponer la rapidez y la inmediatez de los medios eliminando el placer de la serenidad individual que pide la lectura de un libro. Sigue habiendo muchas sociedades liberticidas que consideran peligroso el libro, porque una persona culta es menos influenciable por quienes solo persiguen el poder omnímodo.

            En estos ultimísimos días, ¿qué leerá el megalómano presidente Trump, que retira subvenciones a las Universidades que no responden a sus caprichosos dictámenes y se querella contra televisiones, presentadores y cómicos que lo critican? ¿Qué leerá el cruel y vengativo Netanyahu, que somete a los palestinos a un dolor aún peor que el que sufrieron los judíos? ¿Qué leerá Ayuso, la presidenta madrileña, que impide que en los centros escolares se conozca la verdad de la España franquista? Y, para colmo, nos sale una boba creadora de tendencias (a quienes se dedican a eso les gusta que los llamen influencers) presumiendo de no leer con el argumento de que la lectura no hace mejores a las personas. Leer, eso es cierto, no garantiza que se sea mejor persona. Pero no leer nos priva de adquirir espíritu crítico, nos hace más ignorantes y nos arroja a las garras de quienes prefieren ciudadanos sumisos y mentes fácilmente moldeables.


            Hubo un tiempo en que era normal, en los transportes públicos, ver cómo los viajeros ocupaban el tiempo de sus desplazamientos leyendo la prensa o un libro. Hoy, lo normal es verlos absortos en las pantallas de sus móviles. El mal no radica en esos móviles, sino en qui
enes ponen todo su esfuerzo para transformarlos en artilugios alienadores.

sábado, septiembre 20, 2025

MIEDO A LAS PALABRAS (O MANTENERSE EN SUS TRECE)

 

Algunas veces me ha preguntado Zalabardo qué razón puede justificar el miedo casi enfermizo de algunos a utilizar determinadas palabras o a aceptar lo que con ellas se quiere decir. Hablamos sobre si la destrucción que está llevando a cabo Israel (ojo, no caigamos en el error de pensar que nos referimos al pueblo judío cuando hablamos del Estado de Israel) en la franja de Gaza se puede considerar o no genocidio. ¿Tan difícil es ver la tragedia que sufren los palestinos para que nos enredemos con palabras en lugar de afrontar el problema? ¿Tan dura es la palabra genocidio, que algunos carecen de valor para pronunciarla?

            Fue precisamente Raphael Lemkin, judío de nacionalidad polaca quien ―en 1944― acuñó el término genocidio para explicar el exterminio de judíos por parte de la Alemania nazi. Lo definía él como «un plan coordinado de diferentes acciones dirigidas a la destrucción de los elementos esenciales de la vida de un grupo nacional, con el objetivo de aniquilarlo». El genocidio es lo peor a que se puede llegar en una situación bélica, la destrucción de poblaciones civiles indefensas. Naciones Unidas reconoció el término en 1948. Incluso se han delimitado los factores que permiten hablar de genocidio: matar indiscriminadamente a una comunidad, provocar lesiones graves físicas o mentales, someter de manera intencionada hasta la destrucción física total o parcial, impedir nacimientos, trasladar de forma forzosa a niños mediante amenazas e intimidaciones.

            Aunque poseamos una escasa capacidad mental, ¿no vemos que es eso lo que está haciendo el Estado de Israel con el pueblo palestino? ¿Por qué ese miedo, entonces, a hablar claramente de genocidio? Pues hay quien habla de que deben cesar las matanzas, pero niegan que haya genocidio. Todo, por el maldito prurito de no coincidir en nada con el adversario político. ¿Cabe mayor hipocresía y desvergüenza? Da igual lo que se diga. Lo que importa es mantenerse en sus trece. Aunque con ello se olvide que lo que hoy sucede a los palestinos ya les sucedió antes a los propios judíos; como también sucedió en Camboya, en Irak, en Bosnia, en Sudán…


            En este momento, Zalabardo me pregunta qué es eso de mantenerse en sus trece. Le digo a mi amigo que sobre esa expresión que significa mantenerse de forma pertinaz en una opinión sin renunciar a ella circula una historia que relaciona su origen con un conflicto histórico en la Iglesia Católica, el Cisma de Occidente, acaecido entre 1378 y 1417. A la muerte de Gregorio XI, y tras la renuncia de Urbano VI ante el enfrentamiento entre los obispos por cuál debiera ser la sede del papado y la nacionalidad del pontífice, se desembocó en la paradoja de tener tres papas electos ―Juan XXIII, Gregorio XII y Benedicto XIII, el español Pedro Martínez de Luna, conocido como Papa Luna―. En los esfuerzos por reconducir la situación, se alcanzó un clima de consenso en el que se eligió a Martín V, aunque el español nunca renunciaría a su condición de papa por considerar que era el único con el rango de cardenal antes de iniciado el cónclave. Y por esta razón ―dicen algunos― surgió lo de mantenerse en sus trece, que era el número cardinal que seguía a su nombre.

            Es una historia bonita para explicar que alguien no da su brazo a torcer, pero a la vista de las pruebas parece más acertada una tesis más profana, la que defiende que proviene de un juego de naipes que debería ser semejante al actual español de las Siete y media o al más internacional del Blackjack o Veintiuno. Este al que hago referencia pudiera ser el muy antiguo que nos ha llegado hasta hoy como La escoba, que se llamó también El quince. En cualquier caso, el significado sigue siendo el mismo.


            Al comienzo de La Celestina, tras el rechazo de Calisto por Melibea, Sempronio, observando el estado de su señor, dice: ¡En sus trece está este necio! En la segunda parte del Quijote, encontramos la locución dos veces, en los capítulos 39 (Como la infanta estaba siempre en sus trece…) y 64 (…como el señor don Quijote está en sus trece y vuesa merced, el de la Blanca Luna, en sus catorce). Mi paisano, el insigne Rodríguez Marín, dice: «Cuando la terquedad era de dos o más que pretendían o sustentaban diferentes cosas, se oponía el número catorce al trece». Creo que en, este caso, mi paisano no acierta a exponer la razón porque ―le digo a mi amigo― pienso que Cervantes, voluntariamente o no, hacía un juego con el sentido primitivo de la locución. Como quizá también lo hacía Quevedo en un romance: Una niña de lo caro / que en pedir está en sus trece / y en vivir en sus catorce… Sin embargo, en otro, el mismo autor escribe: Dícenme que están los dos / entre celos y respeto / ella en sus trece de edad / y él en sus trece de necio… Buscando ejemplos, hallo que Gonzalo de Correas, para explicar el refrán estar erre que erre, porfiar afirmando o negando, dice que se aplica al que está duro en sus trece.

                Pero tal vez la aclaración de cualquier duda acerca de la procedencia de estar en sus trece nos la ofrezca Agustín Moreto en su comedia Antíoco y Seleuco. Aunque lo que el autor está describiendo es un lance amoroso, al usar los términos de un juego de naipes ―un personaje, aun sabiendo que el otro le lleva ventaja, no se arriesga a seguir en el juego y pierde―, explica el origen de la expresión, pues sabiendo que su contrincante tiene quince puntos, el máximo, él se empeña en plantarse con trece. Es el juego ya citado de La escoba: Viote el Príncipe primero, / y amor diciendo: «Aquí encaja / bien el juego», una baraja /plantó, como garitero / […] Diote a ti un quince preciso / que es el punto que reviste; / tú, que con quince te viste, / le envidaste y él te quiso. / Tenía, según parece, / trece el Príncipe, y no osó / pedir más, con que perdió, / pero se quedó en sus trece

                Zalabardo me dice que le parece muy instructiva la explicación que le doy, pero que, sin olvidar el tema del que hablamos, quedarse en trece sin ir más allá, no atreverse a llamar genocidio a lo que no merece otro nombre, es tener miedo a llamar las cosas por su nombre o ponerse al lado del genocida.

sábado, septiembre 13, 2025

¿DE QUÉ PRESUNCIÓN HABLAMOS?

Llega septiembre, el verano va haciendo las maletas y me reencuentro con Zalabardo. El tiempo de separación nos ha venido bien a los dos. Un refrán dice que hasta de comer jamón se harta uno, y los dos, mi amigo y yo, necesitábamos un poco de distanciamiento. Así, como el principito y el zorro en el cuento de Saint-Exupéry, al irse acercando el reencuentro, sentíamos la felicidad que supone hallarse de nuevo con el amigo.

            Yo regresaba deseoso de contarle a mi amigo cómo se ha desarrollado mi verano, la tranquilidad de una temporada en el monte, en la Alpujarra granadina, alejado del bullicio ciudadano. Cerca de Pampaneira y Capileira, pero lo suficientemente separado como para no tener que sufrir los rigores del turismo masificado. Si a esto se añade una sorpresa con la que no contaba, el Al-Taha Festival, pues miel sobre hojuelas.

            El Al-Taha Festival es un evento que se celebra en La Taha de Pitres, un municipio formado por siete pequeños pueblos muy próximos ―Pitres, Capilerilla, Atalbéitar, Mecina, Ferreirola, Fondales y Mecinilla― que, en total, no llegan a los 700 habitantes. El mayor, Pitres, tiene unos 400; el menor, Mecinilla, apenas 17. Durante una semana, cada día un espectáculo en cada pueblo: música clásica, música relajante para la meditación, flamenco, talleres sobre folclore alpujarreño…

            Las vacaciones, también las he aprovechado para leer: dos novelas ―El verano de Cervantes, de Antonio Muñoz Molina y Ese imbécil va a escribir una novela, de Juan José Millás― y la Autobiografía de Charles Darwin. Aún me quedó tiempo para terminar de corregir una novela que me tenía ocupado desde 2019. La he enviado a un concurso, porque cada día desconfío más de la autoedición, sistema que puede colmar la vanidad de quien escribe, pero no garantiza de ningún modo la calidad de su obra. Para publicar, pienso sinceramente, se necesita de alguien que, con toda independencia, certifique que tu obra tiene el mínimo de calidad exigible.

 


           Pero, si echamos mano del refranero, nos encontramos con que también se dice que no hay cielo sin nubes o que no hay miel sin hiel. O sea, que la alegría dura en el momento que gozamos de ella y no debemos descuidarnos, porque puede desaparecer cuando menos lo esperemos. Lo digo porque el panorama hallado a la vuelta no ha sido muy alentador. El megalómano Putin sigue su ansia expansionista en Ucrania e, incluso, en los últimos días dispara drones ―sin querer― contra Polonia. El genocida Netanyahu continúa en su afán de exterminar a los palestinos de Gaza; y Trump, no sé si el más torpe de este trío de locos, tiene la osadía de pedir para él el Nobel de la Paz, mientras Putin le toma el pelo y Netanyahu se  frota las manos viendo las armas que le proporciona.

            En el interior, las cosas no van mucho mejor. Zalabardo y yo compartimos la misma sensación de que parece que no nos hubiésemos ido en ningún momento, pues todo permanece como antes. Nadie reflexiona ni dialoga y continuamos inmersos en esa ciénaga de insultos y crispación lenguaraz. Si antes del verano la tragedia valenciana no sirvió para buscar soluciones cogidos de la mano, sino que fue ocasión para ahondar en la zafiedad de los insultos y en las denuncias de presuntos culpables, agosto nos ha traído otra catástrofe, la de los incendios forestales, que tampoco ha servido para mediar en que hay que trabajar codo con codo contra la calamidad antes que perder el tiempo denunciando a presuntos culpables mientras el bosque ardía.

            Y mientras impera esa zafiedad de los insultos, sigue faltando un argumentario político. Al parecer, resulta más rentable judicializar la vida del país para atraer votos. ¿Que las denuncias se basan en falsas acusaciones? ¿Que exigimos con gesto vehemente y lenguaje soez que alguien demuestre su inocencia aun careciendo de pruebas de aquello de lo que lo acusamos? Nada de eso importa. Lo que importa es la chabacana máxima de denuncia, que algo queda.

            «Pero vamos a ver» ―me pregunta mi amigo, que, atento a tantas idas y venidas a los juzgados, ha decidido estudiar por libre algo de derecho― «¿es posible que nuestros políticos y nuestros medios de comunicación ignoren que presunto culpable es una entelequia, que no es ninguna clase de principio legal ni constitucional, pues lo que recogen los sistemas jurídicos de las sociedades democráticas es la presunción de inocencia como derecho fundamental que asiste a todos los ciudadanos?»

            Parece que eso aquí no cabe. Pero, ya que el patio está como está, le recuerdo a mi amigo unas palabras de don Quijote a su escudero cuando este se disponía a tomar posesión de la ínsula (segunda parte, cap. XLII): Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres las más de las veces serán sin remedio…

            Y Zalabardo me recuerda que ya Confucio consideraba que tener que solucionar un problema en los tribunales siempre es muestra de fracaso: Al escuchar un pleito, soy tan bueno o tan malo como cualquier otro hombre, pero si debo distinguirme, intentaría primero que no hubiese pleito.



            Por eso nos alegró ver en televisión una entrevista con el prestigioso cirujano Pedro Cavadas. Dijo creer en la necesidad de una completa regeneración política: La política española está enferma, muy enferma, sin hablar de ningún color. Pero si la política se entiende como juegos florales infantiles y tortura del lenguaje para intentar que una cosa parezca otra […] y que lo que hago yo es fenomenal, pero si lo haces tú es lo peor del mundo, eso no es política. También fue duro hablando de la Inteligencia Artificial. Opina él que la IA entrará un día en conflicto con nosotros. Decía: El ser humano hace mucho que dejó de evolucionar. En lugar de ser cada vez más listos, somos cada vez más tontos, porque estamos menos estimulados.

            Si las palabras del doctor Cavadas nos hacían pensar que en nuestro país aún hay mentes que tienen ideas claras, el chorreón nos lo dio una influencer ―¿me diría alguien qué conocimientos y capacidades convierten a una persona en influencer y qué es tal cosa?― que desdeña la lectura porque leer, decía, no hace mejor a nadie. Me apunta Zalabardo: «Hombre, podemos admitir la duda de que la lectura no nos haga mejores. Pero lo innegable es que no leer nos hace más ignorantes».