sábado, mayo 31, 2025

AMÉRICA PRIMERO O EL MITO DE LA LIMPIEZA DE SANGRE

 

Tratamos Zalabardo y yo de encontrar al menos una pizca de lógica en el comportamiento de ese megalómano llamado Donald Trump, elegido presidente de forma inexplicable por los estadounidenses ―a quienes no quiero llamar americanos, pues este término engloba a un número más amplio de personas, ni norteamericanos, porque estaría incluyendo a mejicanos y canadienses―. Nos cuesta aceptar la fogosidad y apasionamiento con que este hombre lanza sus descabelladas decisiones amparado bajo el lema America First, América primero, lema que por cierto no es invención suya, pues se comenzó a usar por lo menos hace un siglo y con objetivos más dignos.

            «¿Hasta qué punto ―digo en un momento― este tipo puede presumir de ser modelo de americanidad? Zalabardo no acaba de ver por dónde voy y le aclaro que es una pregunta retórica, ya que en su planteamiento lleva implícita la afirmación de que a Trump no lo podamos considerar más americano que aquellos a quienes rechaza y desea expulsar del país.

            Apoyo mi creencia en un leve repaso de la historia, la nuestra y la de los Estados Unidos. Empiezo con la nuestra. En la Edad Media, desde el final de la Reconquista, los cristianos deseaban que no se dudara de la prevalencia de su linaje y sus creencias sobre cualesquiera otros. La relación con los vencidos ―en especial con los judíos― fue bastante conflictiva. La intolerancia de los vencedores exigía la conversión al cristianismo bajo amenaza de expulsión o de muerte y para cuidar que esto se llevara a cabo se creó la Inquisición. El proceso no era tan simple, dado que muchos de los vencidos, sobre todo los judíos, optaban la conversión solo para para proteger sus intereses.



            Pero no contentos con imponer por la fuerza una fe, los cristianos desconfiaban de la sinceridad de los conversos al abrazar su nueva condición. Fueron estas suspicacias el punto de partida para que se impusieran unas condiciones a quienes pretendían ocupar ciertos cargos. Así surgieron los conceptos de cristiano viejo y limpieza de sangre, que, de tener en origen una base religiosa, no tardarían en poseer una relevancia social, puesto que lo que se buscaba era una manera de mostrar que el linaje no había sufrido menoscabo. Era cristiano viejo y gozaba del estatuto de limpieza de sangre quien mostraba que en su linaje no había el menor rastro de judío o de moro, término que se utilizaba de modo despectivo.

            En una sociedad de carácter multicultural y multirracial como la española es aquellos años ―igual que en todo el mundo en el momento actual― esa limpieza de sangre era difícil de demostrar. Y como pasa en todo tiempo y en todo lugar ―le digo a mi amigo― comenzó a funcionar el refrán que afirma que quien hace la ley hace la trampa. ¿Cómo? Añadiendo excepciones a la norma. Así, se consideró que podía acogerse al estatuto de limpieza de sangre quien mostrase que en su linaje no había conversos en las tres o cuatro generaciones previas.

            Le indico a mi amigo que, igual que ese refrán sobre ley y trampa, puede considerarse principio de validez universal que el converso a una nueva religión o ideología suele ser por lo común más fanático en el cumplimiento de la ortodoxia que el que la ha mantenido de siempre. Bástenos un solo ejemplo: Tomás de Torquemada (1420-1498), dominico, confesor de Isabel la Católica y primer Gran Inquisidor General, era descendiente de conversos. No obstante, ha pasado a la historia como el máximo defensor de los decretos de expulsión y del empleo de tortura para obtener confesiones de los que se creían falsos conversos. Su nombre pasó a la posteridad como sinónimo de intolerancia, fanatismo y crueldad.



            Zalabardo se me queda mirando y me dice: «¿Hay que irse tan lejos para lo que estamos hablando?» Le contesto que lamentablemente sí porque algunas historias se repiten tozudamente. ¿Podía considerarse a Torquemada cristiano viejo y a su linaje reflejo de la limpieza de sangre? Zalabardo piensa un poco y acaba diciendo: «Hombre, visto así, absolutamente no». Aprovecho para retomar el tema inicial el recuerdo de lo que escribió Jorge Manrique: «Dexemos a los troyanos /que sus males no los vimos /ni sus glorias […] Vengamos a lo de ayer, / que también es olvidado / como aquello». Porque sucede que muchos tenemos poca memoria para algunas cosas y preferimos hacernos los olvidadizos.

            América primero, grita Trump mientras culpa a los migrantes, a los estudiantes extranjeros, a los países europeos y a China, a todo el mundo, de estar aprovechándose de América ―de "su" América―. ¿Pero quién es este tipo que tanto ignora ―o finge ignorar― la historia? Alguien que incluso oculta su propia historia personal. No estaría mal que pensara un poco quiénes son los verdaderos americanos; luego, los norteamericanos; y, por fin, los estadounidenses. Si atendemos solo a estos, ¿a quiénes hay que aplicarles con mayor derecho la limpieza de sangre americana: a los indios de las praderas que terminaron confinados en reservas; a los puritanos británicos del Mayflower que llegaron en 1620; o a quienes declararon la independencia el 4 de julio de 1776?

            Curiosamente, el presidente Donald Trump no cabe en ninguno de esos grupos. Es, pues, un advenedizo, un migrante, un converso. Su abuelo Friedrich Drumpf, el primero en emigrar al continente americano 1885, era alemán y no ofrece una biografía muy edificante. Entre otras cosas, comenzó a engrosar su fortuna dedicándose a regentar locales de restauración y burdeles durante la llamada fiebre del oro. Y decidió cambiar su apellido por el de Trump, que suena menos germano.

            Uno de sus hijos, Fred, padre del presidente, sería quien, con la herencia recibida, algo de suerte y manejo oscuro de los negocios, pondría la base del actual imperio. O sea, que por las venas de Donald Trump no fluye una sangre muy americana; nada tiene que ver su linaje con los indios de las praderas, ni con los colonos del Mayflower, ni con los creadores de ese país que acabó llamándose Estados Unidos de América.

            Es por tanto un representante perfecto de lo que le decía a Zalabardo sobre el fanatismo y la intolerancia de los conversos. Como a Torquemada, no le importa destruir a quienes no piensan como él. En tiempos del inquisidor dominico a los judíos conversos los llamaban despectivamente marranos. La limpieza de sangre de Trump es una falacia, un mito, por lo que, teniendo en cuenta sus raíces, quizá le convenga también ese apelativo.

            Y es que ―acabo diciéndole a mi amigo― esgrimir hoy esa noción de limpieza de sangre o de cristiano viejo es algo ridículo. Como ridículo es que el presidente de un partido político español defienda que para aceptar a un migrante «se le exijan los requisitos y valores que se exigen a cualquier español». ¿Sería capaz de enumerarme cuáles son esos requisitos y valores? Como ridículo es otro presidente de partido que defiende que «es español quien comparte una identidad cultural y nacional española». ¿Me negará alguien que España es una sociedad multicultural y multinacional? ¿Negamos la condición de españoles, pues se criaron en una cultura muy diferente, a Cristóbal Colón, Felipe V, Najwa Nimri, Niko Williams, Lamine Yamal, Najat El Hachmi…?

domingo, mayo 25, 2025

MITO, LEYENDA E HISTORIA

 


Tras unos días separados, le cuento a Zalabardo que he tenido ocasión de conocer varias leyendas tradicionales. Mi amigo sabe mi afición por este tipo de relatos, tanta como por los refranes. Pero cuando se habla de leyendas, a no pocas personas le surgen dudas acerca de si están más cerca de la historia o del mito. En realidad, son tres tipos de relatos diferentes con características propias cada uno de ellos.

            Deberemos comenzar por el mito, aunque solo sea por el simple hecho de que es el más antiguo. El mito, su contenido, hay que situarlo en un periodo ahistórico, fuera de la historia, porque nace precisamente por la ausencia de la historia y la necesidad de explicarnos muchas cosas que no entendemos. Por ejemplo, el origen del mundo, de los dioses o de muchos fenómenos naturales ―la lluvia, el fuego, la aparición del hombre…―

            Llama la atención la estrecha relación del mito con actitudes religiosas o sagradas. Por ejemplo, nada más comenzar la Biblia, en el primer capítulo del Génesis, se habla de la creación. Se dice que «la tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo». Aunque algunos ―o muchos― creyentes se pudieran sentir escandalizados, hay que aceptar que esta idea se repite en culturas de muy variadas regiones, muchas de las cuales son anteriores al relato bíblico. La idea de que antes de nada lo que existía era el Caos y luego fueron surgiendo las divinidades, y luego los seres humanos, se encuentra en relatos mitológicos japoneses, egipcios, sumerios, celtas… Y no debe extrañar que unas hayan ido repitiendo el relato metafórico que antes defendían otras.

            Porque el mito es la narración que explica todo aquello que nos intriga y para lo que no tenemos ninguna explicación suficiente. En el mito hay mucho de metáfora, pues es una forma bella de explicar algo que no acabamos de comprender y que no podríamos explicar de otra manera. Como sucede también con la leyenda, el mito no tiene dueño, sino que diferentes culturas lo compartan, aunque lo cuenten de otra manera.  Cuando aparece la ciencia, cuando surge la historia, el mito pierde su valor, aunque lo conservemos en forma de bella historia.

            El componente fantástico que reconocemos en el mito se encuentra también en la leyenda, aunque no en iguales dosis. La leyenda es un relato popular y tradicional, que se basa en hechos pretendidamente reales, pero que se enriquece con elementos fantásticos o sobrenaturales. No es historia, pero se encuentra limitando con ella y trata de apoderarse de sus vestiduras. Además, la leyenda tiene una función de entrenamiento y didáctica.

Le digo a Zalabardo que el episodio de la creación es un mito, pero que el episodio de Hércules posando sus pies sobre una roca y abriendo con su fuerza el estrecho de Gibraltar es una leyenda.

            De los tres conceptos que estamos manejando, la historia es el más frío y menos atractivo, porque en él no tiene cabida la imaginación ni se construye mediante metáforas. La historia nos cuenta hechos que son comprobables y ―esto es quizá lo principal― están documentados.

 


           Podría servir de ejemplo el caso de la leyenda de la mora encantada del castillo de Monfragüe. Unos sitúan el episodio como acaecido en el siglo VIII, otros lo sitúan en el XII y, por fin, otros en el XIII. Respecto a los protagonistas, unos dicen que acaeció en tiempos de Alfonso VIII mientras otros mantienen que fue durante el reinado de Fernando III. Por fin, la mora de la leyenda es llamada por unos Sara, al tiempo que otros la llaman Noeima.

            Por supuesto, de este relato de amor entre un cristiano y una musulmana que, sin querer, acaba mostrando el único lugar por el que la fortaleza podría ser conquistada, no existe el menor documento. Como no hay documento válido, sino tradiciones piadosas que se repiten hasta la saciedad de cuando ―iniciada la corriente de adoración de la Madre de Cristo en la Edad Media― comienzan a aparecer relatos de tallas de la Virgen que halla un pastor mientras buscaba una cabra perdida, o escondida en el tronco de un árbol, o en una cueva o en cualquier otro lugar semejante. Son relatos piadosos que repiten en mil poblaciones de mil países con la única intención de favorecer la adoración de la Madre de Dios.

 


           Las leyendas ―más incluso que los mitos― son propiedad común y nadie debe declararse su dueño exclusivo. Ese rasgo es el que explica que encontremos tantas parecidas, aunque con algún detalle modificado por necesidad del lugar en que se va a situar. De la Virgen de Guadalupe se cuenta que ―habiendo estado anteriormente en Roma― al ser paseada en procesión durante una epidemia, los enfermos de las calles por donde pasaba sanaban de inmediato, historia que se cuenta ―idéndica― de la Virgen del Rosario en Cártama. Como se cuenta de la Virgen de le Escarihuela ―de Montejaque― y de la de Porticate ―de Yunquera―, que al ir a ser trasladadas de su ermita, llegados a un determinado lugar, a los portadores les resultaba imposible seguir andando, por lo que habían de regresar al templo.

            Y en Cáceres he oído contar dos leyendas de las que se afirma haber sucedido en esa ciudad, aunque su procedencia sea otra. Por ejemplo, la de la bella Inés es una leyenda, El Cristo de la calavera, que escribió Gustavo Adolfo Bécquer y situó en Toledo, precisamente en la calle de ese nombre, muy cerca del Alcázar. Y la de La princesa encantada no es otra que la que se cuenta de Monfragüe.

sábado, mayo 17, 2025

LA AGONÍA DE «USTED»


La evolución de una sociedad se observa en los cambios de la lengua a través de los años. Trato de explicarle a Zalabardo que tal afirmación es una verdad incontestable. Ahora estamos de viaje, sentados en la terraza de un bar donde quizá nunca hayamos estado antes. Un camarero se nos ha acercado y, sonriente, nos ha saludado: «¡Hola, chicos!, ¿qué deseáis tomar?» Zalabardo se levantó y, de forma algo exagerada, recorrió con la vista todo nuestro entorno. El camarero quiso colaborar: «¿Se te ha caído algo?» Y Zalabardo, con la cachaza que a veces simula, respondió: «No, nada. Es que busco a los chicos». El camarero, un joven con pelo engominado y un bigote que es casi un reguero de hormigas, pareció no darse cuenta de la ironía que reflejaba el comportamiento de mi amigo, aunque puso cara de extrañeza.

            Casi sin esperarlo y antes de que nos pongan la cerveza que pedimos, nos encontramos con un tema de conversación: la generalización del tuteo. Nuestra lengua heredó del latín medieval dos formas de pronombre, y vos, que se usaban según la situación: la forma latina tu era propia de un trato de familiaridad entre las personas, explica nuestro ; vos ―que en principio era el plural de tu― llegaría a adoptar en castellano la función de expresión de respeto o cortesía. Proceso idéntico sirve para explicar en francés las formas tu y vous.

            Pero, en el siglo XVI ―en nuestro país― se comenzó a expandir la forma vos para toda clase de usos, en perjuicio de . Manuel Alvar ―de quien siempre me he honrado en ser discípulo― dice en Morfología histórica del español que «el avulgaramiento de vos produjo vuestra merced». Y explica que la cuestión no quedó ahí, sino que continuó evolucionando con formas voacé, vuaced, vuarced…, hasta acabar en usted que ―nos dice― se documenta por primera vez en 1620 en un texto de Tirso de Molina.



            Según eso ―me interrumpe Zalabardo―, usted provocó la muerte de vos en nuestra lengua. Le respondo que sí, aunque el voseo familiar siga siendo práctica común en muchos países de la América de habla hispana; pero hablar de ello daría para otra conversación. Ahora ―le digo a mi amigo―, lo que nos ocupa es cómo vivimos un periodo en que está afirmándose ―si no lo ha conseguido ya desde hace tiempo― como forma provocadora de la agonía usted, que pierde terreno a marchas forzadas.

            En efecto, no es difícil observar cómo se extiende el tuteo. ¿Es malo o censurable? No tiene por qué serlo. La naturaleza de la lengua es cambiar con los años y las mentalidades. En el enfrentamiento tú/usted intervienen muchas circunstancias. Quizá interesaría indagar sobre dónde está el origen del cambio que observamos. Hay dos teorías ―le explico a Zalabardo―, aunque sinceramente no me atrevo a tomar partido por ninguna de ellas. Unos dicen que todo radica en que el inglés carece de formas de tratamiento y no cuenta más que con you. Familiaridad y cortesía se manifiestan de otra manera: el empleo de simplemente you mostraría cercanía, familiaridad; en cambio, si se pretende ser respetuoso o cortés, se usa el apellido de la persona antecedido de mr. o mrs. La otra teoría sostiene que todo se inició hacia los años 40 y 50 del siglo pasado cuando, tanto el fascismo como el comunismo impusieron el empleo de la palabra compañero como signo de igualdad y ausencia de jerarquías sociales.

            Lo que parece también innegable es que la extensión del tuteo obedece a la búsqueda de una situación menos formal, a una aspiración de cambio en las convenciones sociales. Pero la cuestión no es tan fácil. Habría que pensar en lo que decía Calderón en El alcalde de Zalamea, que poco importa errar en lo de menos si se acierta en lo principal. Y en lenguaje jurídico existe un aforismo que dice «utile per inutile non vitiatur», o sea, que lo útil no se vicia por lo inútil.

            Lo útil en este caso, el calderoniano acertar lo principal, es tener una idea clara de cuándo procede y cuándo no el tuteo. Tres factores deberían tenerse en cuenta para utilizarlo. Es la edad el primero; si nos dirigimos a una persona mayor, a la que no conocemos, es preferible utilizar usted. El segundo factor es el contexto; en una entrevista de trabajo, o cuando llegamos a un notario para cualquier asunto, resulta recomendable emplear usted. Y el tercero de los factores es el grado de confianza; en la caja de un supermercado, si nos atiende cada día la misma persona, podemos muy bien emplear , aunque si nos encontramos por primera vez con otra persona debamos emplear usted. Dado esto, no debe olvidarse que la persona a la que nos dirigimos nos pida que la tuteemos para crear un clima de confianza. Pero estos factores tienen siempre una segunda parte. Ocurre, por ejemplo, con el camarero que nos sirve diariamente el desayuno o con el empleado de banco que nos atiende con frecuencia.



            Lo que no me parece de recibo ―digo a mi amigo― es esa especie de colegueo que se ha impuesto, que no se limita a optar entre o usted, sino que traspasa unos límites que podrían incluso irritar. Por ejemplo, la forma de hablar del camarero a que me refería al comienzo y que provocó la irónica respuesta de Zalabardo.

            Se ha generalizado el mal uso ―que aunque se observe con mayor claridad en hostelería se da también en otros medios― de dirigirse a un grupo que se sienta en un restaurante o que entra en unos grandes almacenes «¿Qué tal, familia?», «¡Hola, chicos!» o expresiones semejantes, nacidas a partir de la expansión indiscriminada del tuteo. No creo en la fórmula ―que muchos aconsejan― de emplear el mismo tratamiento con que se dirijan a nosotros. No sé si será la edad o la costumbre, pero Zalabardo y yo preferimos seguir utilizando la forma de cortesía usted salvo que haya un nivel de confianza suficiente para emplear el tuteo. Por lo mismo, no nos gusta ver en un supermercado el anuncio «Coge aquí tu carro», o en un banco «Tu banco de confianza» o en cualquier anuncio publicitario «Tú eliges». Por supuesto que yo elijo, pero mi elección es continuar siendo cortés y respetuoso sin poner trabas en el camino a la confianza y familiaridad en el trato.

domingo, mayo 11, 2025

CONOCER A VICENT VAN GOGH

 

Llevo unos días ―le comento a Zalabardo― algo preocupado porque no dejan de entrarme peticiones ―de estas menos― y sugerencias ―de estas muchas más― de amistad en Facebook. Le digo a mi amigo que cada día me siento menos receptivo hacia las redes sociales. Hay quien basa su ilusión en tener cantidades ingentes de amigos virtuales ―miles, a ser posible―. No entiendo este interés porque no sé qué es en realidad un amigo virtual ni que valor puede tener.

            Pero el dichoso algoritmo ―o los algoritmos, pues no entiendo bien el sistema― que dirige las redes y el mundo de internet, se empeña en hacerme llegar publicaciones que el susodicho algoritmo considera que deberían interesarme, aunque me importen un pimiento. Del mismo modo, no se cansa de enviarme sugerencias de amistad de personas de las que ―hasta ahora― desconocía incluso su existencia.

            Un ejemplo: me suena el móvil y es un mensaje de Facebook que me sugiere que Rigoberto Mandioca Pezúñez podría ser mi amigo. O que un usuario de la red ―aquí prefiero no dar nombres― me pide que seamos amigos. ¿Qué sé yo de Rigoberto o qué saben de mí otras personas para que yo solicite o acepte esa amistad? Le digo a Zalabardo que, en ocasiones leo textos interesantes de personas con las que no me une ninguna afinidad. Ese seguimiento no me crea la necesidad de pedirles que sean mis amigos. ¿Qué impide que sigamos interesándonos en unas publicaciones sin perder por ello el estatus de seres libres y desconocidos? Me gustan las novelas de Sara Mesa ―le pongo a Zalabardo este ejemplo―, pero no pierdo ni un segundo en pedirle su amistad virtual.

            Porque hablamos de amistad virtual. ¿Qué es virtual? El Diccionario de Manuel Seco lo define como ‘que no es efectivo o real’; y en el mundo de la informática, ‘que parece o funciona como real, sin serlo’. O sea, que, como dice el refrán ―pido perdón a los granadinos―, quien tiene un tío en Graná, ni tiene tío ni tiene ná. Un amigo virtual vale de poco, porque ―y esto es lo esencial― ni es amigo ni es nada.

            El poeta latino Ovidio ―en momentos desagradables de su vida, pues padeció destierro― compuso obras como las Tristias en las que no se limitaba a quejarse, sino que hablaba de literatura y de amistad. Y al hablar de esto último, decía sentirse parte del grupo de los poetas y no escatimaba su afecto hacia quienes compartían esa actividad. Es decir, que los apreciaba porque había algo que los unía, la literatura.

 


           También fray Luis de León manifestaba un afecto parecido. En la Oda a Salinas no se limita a elogiar la obra del gran maestro de música, sino que ―hacia el final del poema― cita a sus amigos escritores y dice: «amigos (a quien amo / sobre todo tesoro)». La amistad es, pues, algo sumamente valioso porque establece un vínculo entre personas unidas por determinadas afinidades.

            Cuando Antonio Machado se dirige a José María Palacio y le dice «Palacio, buen amigo / ¿está la primavera / vistiendo ya las ramas de los chopos?», o más adelante le pide confirmación de un hecho: «Por esos campanarios / ya habrán ido llegando las cigüeñas», no se está dirigiendo a ningún ente virtual. Este Palacio ―por quien tan pocas veces nos preguntamos quién pudiera ser― fue casi uña y carne de Machado durante su etapa soriana. Casado con una prima de Leonor, este periodista estuvo muy unido con el poeta, publicó bastantes de sus poemas e incluso fundaron juntos algún periódico.

            Ovidio, fray Luis y Machado hablaban de personas muy afines que no tenían nada de virtuales, que no necesitaban decirse «sé mi amigo» porque un lazo muy real los ataba.

            Y a todo esto ―me interrumpe Zalabardo― ¿a qué viene lo de conocer a van Gogh? Entonces le cuento que ―a veces― en la vida tiene uno encuentros casuales que difícilmente se olvidan. Como el que tuve yo el otro día en la cacereña Guadalupe. Me encontraba sentado en un banco del Mirador del Parque de la Constitución, admirando la bella estampa del pueblo, cuando se nos acercó un señor que salía del Centro de Salud. Hacía sol y la temperatura era agradable, aunque las previsiones hablaban de lo contrario. Comenzamos a hablar del tiempo ―tema siempre socorrido para iniciar una conversación― y el buen señor echó mano de las predicciones meteorológicas populares: Cuando el Picobu tiene copa, Guadalupe hecha una sopa, dijo señalando un cerro que teníamos frente cuya cima cubrían unas nubes.

 


           El refranero popular suele contradecirse con frecuencia en temas meteorológicos, pues si uno anuncia que en abril, aguas mil, se le une otro que sostiene que las aguas de abril caben todas en un barril. Me explicó que el Picobu era el nombre que allí dan a aquel pequeño cerro y añadió otros que ―naturalmente― se sentía obligado a glosar: Nieblas altas, aguas bajas; A finales de marzo y primeros de abril, si el cuclillo no canta, o ha muerto o le viene la fin. «¿Sabe usted lo que es un cuco?» ―me interrogó, para, de inmediato, continuar―: «¿Sabe usted por qué se llama así? Porque es muy cuco, y en lugar de trabajar, aprovecha el nido que otros hacen para dejar allí sus huevos».

            Hablamos de que también a mí me gustan los refranes, de mi paisano Rodríguez Marín, de los frailes jerónimos que fundaron el monasterio, de los marqueses de Riscal y de la Romana, que fueron dueños de aquellas tierras. Pero yo no conseguía que me dijera su nombre: «Yo tengo sangre alemana, portuguesa y española». De ahí no pasaba, porque enlazaba otro refrán: ¡Quién fuera caballo en mayo, perro por san Miguel, gato por la matanza y, en viernes, mujer! Y me retaba a que adivinara el sentido: «En mayo, la hierba es más tierna; los higos por san Miguel son más dulces; los gatos tienen mucha comida cuando hay matanza; y, en día laborable, ser mujer, porque ella no trabaja». No le digo nada y atribuyo su machismo a su edad ―me confesó tener noventa y un años―.

            Zalabardo vuelve a la carga: «Pero, ¿qué pasa con van Gogh?» Así que debo ir al grano. Tras mucho andar y desandar ―refrán para arriba, refrán para abajo―, yo le insistía en querer saber su nombre: «Es que quiero contar nuestro encuentro en internet, porque los dos somos aficionados a los refranes». Por fin, me dijo: «Yo me llamo José Vicent van Gogh». Quedé asombrado, sin dar crédito a lo que oía: «¿Vincent van Gogh?». «No, Vicent, como Vicente, pero sin la e final». Insistí: «Pero, ¿van Gogh?». Y él, imperturbable, respondió: «Sí, sí, como el pintor. A veces he pensado si, de alguna manera, seremos parientes, aunque eso es muy difícil de demostrar».

            Suenan las campanas de la cercana parroquia de la Trinidad, y la conversación se corta: «Es que a esta hora regreso a mi casa para comer». José Vicent van Gogh no solicitó ser mi amigo; ni yo le hice a él petición de serlo suyo. Es casi seguro que el tiempo no nos dará oportunidad de volver a encontrarnos. Pero la media hora que pasamos hablando nos convirtió en amigos reales.

sábado, mayo 03, 2025

LA LLAVE, EL CÓNCLAVE Y SINODALIDAD

 


Hay palabras ―le digo a Zalabardo― que, por su misma sencillez, disimulan toda su carga simbólica. Es lo que pasa con llave. Todos estamos acostumbrados a ese instrumento metálico ―en tiempos, enorme y pesado, hoy diminuto y fácil de llevar― que, introducido en una cerradura, activa su funcionamiento. No importa que la llave clásica haya sido sustituida en nuestro tiempo por microchips insertados en una plaquita de plástico (los chips de identificación por radiofrecuencia); su función no ha variado.

            Antigua o moderna, la llave posee un valor simbólico en el que no solemos pensar. La llave es independencia, confianza, éxito y seguridad. Por eso llamamos llave a cualquier recurso que elimina el obstáculo que nos impide alcanzar un objetivo; a la acción ―en un deporte de lucha― con la que se inmoviliza al contrario; al dispositivo que permite o impide el paso de agua por un conducto; a la asignatura cuyo aprobado es necesario para pasar al nivel superior; a la dovela superior, en un arco, que traslada fortaleza de las demás; a la actuación que nos permite salir airosos en cualquier trance…

            La raíz indoeuropea kleu-, ‘gancho, clavija’, es el origen del verbo latino claudo, ‘cerrar’ (porque se cerraba mediante un gancho). De ahí proceden claustro, cláusula, concluir, clavícula, recluir, excluir… Pero también es origen de clavis, llave. El castellano, que en algunas cuestiones parece querer llamar la atención entre las lenguas románicas, usa llave porque palatalizó en ll todo grupo inicia cl latino (clamare, ‘llamar’), pues, en nuestro entorno, el catalán dispone de clau, el francés, de clé, el italiano de chiave, o el portugués de chave.

            La charla anterior nos lleva a Zalabardo y a mí hasta cónclave, término muy utilizado en estos días tras la muerte del papa Francisco. Aunque el origen de la palabra está en la unión de cum y clavis, ya en el latín clásico existía conclave, -is, ‘habitación cerrada con llave’ e, incluso, ‘calabozo’, voz atestiguada en Terencio y en Cicerón. Sin embargo, esta palabra, con el tiempo, se ha ido especializando en significar el ‘proceso en que los cardenales se reúnen para elegir nuevo papa’.



            Desde los primeros tiempos del cristianismo, era normal la reunión de los prelados para decidir sobre el sucesor del pontífice difunto. Pero lo que hoy nos parece tan natural nos debe hacer pensar en un suceso peculiar acaecido en el siglo XIII. A la muerte del papa Clemente IV ―en 1268―, los cardenales reunidos en la ciudad italiana de Viterbo no lograban ponerse de acuerdo. La causa eran las rencillas entre los franceses y los italianos. Tras tres años de votaciones fallidas, en 1271, las autoridades civiles de la ciudad de Viterbo tomaron una decisión drástica: los cardenales permanecerían literalmente encerrados con llave ―en cónclave― en un local que ni siquiera disponía de techo, por lo que estaban expuestos a los elementos. También se les racionó la comida. De allí no saldrían hasta haber elegido un nuevo papa.

            La medida tuvo rápido efecto. Fue elegido Teobaldo Visconti ―Zalabardo me pregunta si este Visconti tendrá relación con el director de cine Luchino Visconti, pregunta que no le puedo responder―. Teobaldo, que en aquellos momentos era obispo de Lieja, no estaba presente en el cónclave. Se encontraba en Tierra Santa, encabezando las tropas de Eduardo I de Inglaterra en la conocida como Novena Cruzada, por lo que, en el invierno de aquel año, abandonaría la campaña tras conocer su designación.

            Accedió al papado con el nombre de Gregorio X y, poco después ―en 1274―, convocaría el Concilio de Lyon, en el que se regularon todas las medidas a las que se tendría que ajustar en adelante el proceso de elección papal. Una de ellas era la que imponía que el elegido fuese un cardenal. Él mismo no lo era en el momento en que fue elegido y hubo que llevar con prisas su acceso al purpurado.

            También estamos acostumbrados a ver que el cónclave se celebre en la Capilla Sixtina, lo que no siempre ha sido así. No existió sede prefijada hasta 1492 en que se decidió que la reunión tendría lugar en el Vaticano. Pero solo en 1878 se determinó que la capilla decorada por Miguel Ángel fuese el lugar de celebración del cónclave. Y así sigue la cosa por el momento.

            Ya que estamos con este tema, le sugiero a Zalabardo que también podríamos referirnos a otra palabra, sínodo, que, sin estar directamente relacionada con llave, tiene gran resonancia en nuestros días gracias a un derivado suyo, sinodalidad. Si miramos en un diccionario, encontraremos que sínodo se recoge como término propio del lenguaje eclesiástico. El Diccionario de Manuel Seco solo dice que es ‘asamblea de eclesiásticos, especialmente de obispos’. Y aunque el de la RAE presenta como cuarta acepción que, en astronomía, es ‘conjunción de planetas’, ni en el Glosario de la Sociedad Española de Astronomía ni en el del Planetario de Buenos Aires aparece recogido tal término.

            Sínodo es término griego formado por συν, ‘encuentro, reunión, asamblea’ y ὀδος, ‘camino, viaje, ruta’. En la antigua Grecia, se llamó sínodo a la reunión que celebraba en Delos la Liga Marítima. En términos generales, un sínodo era una reunión para caminar juntos en la resolución de un asunto. Pero muy pronto la Iglesia acogió el término para designar las reuniones de la jerarquía eclesiástica, bien con carácter universal o bien local.



            Sinodalidad
, por su parte, es un neologismo que comenzó a emplearse en el Concilio Vaticano II, pero que ha sido relanzado por el difunto papa Francisco y que ha levantado ampollas en algunos círculos eclesiásticos que creen mermado su poder. Las conversaciones que Javier Cercas mantiene con personas muy allegadas al pontífice y que podemos leer en El loco de Dios en el fin del mundo, libro que le encargaron escribir sobre el viaje del papa a Mongolia en 2023 y cuya lectura recomiendo, deja muy claro qué sea la sinodalidad. Ya no es solo la reunión de obispos durante un tiempo determinado, sino un proceso de varios años en el que interviene todo el pueblo cristiano. Todos están invitados y nadie debe ser excluido.

            Me pregunta Zalabardo si eso significa imponer una democracia en el funcionamiento de la Iglesia. Esa misma pregunta planteó Cercas a varios entrevistados. Todos le decían que no es exactamente eso, pues la Iglesia no puede entenderse como una sociedad política, pero sí algo parecido: terminar con el clericalismo, creencia de que la jerarquía religiosa es quien decide en todo, e imponer un sentido de participación efectiva de todos los fieles, e incluso de quienes no lo son. Una de las tareas que aguardan a quien salga elegido papa en este cónclave es la de hacer realidad tal concepto.