Tratamos Zalabardo y yo de encontrar al menos una pizca de lógica en el comportamiento de ese megalómano llamado Donald Trump, elegido presidente de forma inexplicable por los estadounidenses ―a quienes no quiero llamar americanos, pues este término engloba a un número más amplio de personas, ni norteamericanos, porque estaría incluyendo a mejicanos y canadienses―. Nos cuesta aceptar la fogosidad y apasionamiento con que este hombre lanza sus descabelladas decisiones amparado bajo el lema America First, América primero, lema que por cierto no es invención suya, pues se comenzó a usar por lo menos hace un siglo y con objetivos más dignos.
«¿Hasta qué punto ―digo en un
momento― este tipo puede presumir de ser modelo de americanidad?
Zalabardo no acaba de ver por dónde voy y le aclaro que es una pregunta
retórica, ya que en su planteamiento lleva implícita la afirmación de que a Trump
no lo podamos considerar más americano que aquellos a quienes
rechaza y desea expulsar del país.
Apoyo mi creencia en un leve repaso
de la historia, la nuestra y la de los Estados Unidos. Empiezo con la nuestra.
En la Edad Media, desde el final de la Reconquista, los cristianos deseaban que
no se dudara de la prevalencia de su linaje y sus creencias sobre cualesquiera
otros. La relación con los vencidos ―en especial con los judíos― fue bastante
conflictiva. La intolerancia de los vencedores exigía la conversión al
cristianismo bajo amenaza de expulsión o de muerte y para cuidar que esto se
llevara a cabo se creó la Inquisición. El proceso no era tan simple,
dado que muchos de los vencidos, sobre todo los judíos, optaban la conversión
solo para para proteger sus intereses.
Pero no contentos con imponer por la fuerza una fe, los cristianos desconfiaban de la sinceridad de los conversos al abrazar su nueva condición. Fueron estas suspicacias el punto de partida para que se impusieran unas condiciones a quienes pretendían ocupar ciertos cargos. Así surgieron los conceptos de cristiano viejo y limpieza de sangre, que, de tener en origen una base religiosa, no tardarían en poseer una relevancia social, puesto que lo que se buscaba era una manera de mostrar que el linaje no había sufrido menoscabo. Era cristiano viejo y gozaba del estatuto de limpieza de sangre quien mostraba que en su linaje no había el menor rastro de judío o de moro, término que se utilizaba de modo despectivo.
En una sociedad de carácter
multicultural y multirracial como la española es aquellos años ―igual que en
todo el mundo en el momento actual― esa limpieza de sangre era
difícil de demostrar. Y como pasa en todo tiempo y en todo lugar ―le digo a mi
amigo― comenzó a funcionar el refrán que afirma que quien hace la ley
hace la trampa. ¿Cómo? Añadiendo excepciones a la norma. Así, se
consideró que podía acogerse al estatuto de limpieza de sangre quien
mostrase que en su linaje no había conversos en las tres o cuatro generaciones
previas.
Le indico a mi amigo que, igual que ese refrán
sobre ley y trampa, puede considerarse principio de validez universal que el
converso a una nueva religión o ideología suele ser por lo común más fanático
en el cumplimiento de la ortodoxia que el que la ha mantenido de siempre. Bástenos
un solo ejemplo: Tomás de Torquemada (1420-1498), dominico, confesor de Isabel
la Católica y primer Gran Inquisidor General, era
descendiente de conversos. No obstante, ha pasado a la historia como el máximo
defensor de los decretos de expulsión y del empleo de tortura para obtener
confesiones de los que se creían falsos conversos. Su nombre pasó a la
posteridad como sinónimo de intolerancia, fanatismo y crueldad.
Zalabardo se me queda mirando y me dice: «¿Hay que irse tan lejos para lo que estamos hablando?» Le contesto que lamentablemente sí porque algunas historias se repiten tozudamente. ¿Podía considerarse a Torquemada cristiano viejo y a su linaje reflejo de la limpieza de sangre? Zalabardo piensa un poco y acaba diciendo: «Hombre, visto así, absolutamente no». Aprovecho para retomar el tema inicial el recuerdo de lo que escribió Jorge Manrique: «Dexemos a los troyanos /que sus males no los vimos /ni sus glorias […] Vengamos a lo de ayer, / que también es olvidado / como aquello». Porque sucede que muchos tenemos poca memoria para algunas cosas y preferimos hacernos los olvidadizos.
América primero, grita
Trump mientras culpa a los migrantes, a los estudiantes extranjeros, a
los países europeos y a China, a todo el mundo, de estar aprovechándose de
América ―de "su" América―. ¿Pero quién es este tipo que tanto
ignora ―o finge ignorar― la historia? Alguien que incluso oculta su propia historia
personal. No estaría mal que pensara un poco quiénes son los verdaderos americanos;
luego, los norteamericanos; y, por fin, los estadounidenses.
Si atendemos solo a estos, ¿a quiénes hay que aplicarles con mayor derecho la
limpieza de sangre americana: a los indios de las praderas que terminaron
confinados en reservas; a los puritanos británicos del Mayflower
que llegaron en 1620; o a quienes declararon la independencia el 4 de julio de
1776?
Curiosamente, el presidente Donald
Trump no cabe en ninguno de esos grupos. Es, pues, un advenedizo, un
migrante, un converso. Su abuelo Friedrich Drumpf, el primero en emigrar
al continente americano 1885, era alemán y no ofrece una biografía muy
edificante. Entre otras cosas, comenzó a engrosar su fortuna dedicándose a regentar
locales de restauración y burdeles durante la llamada fiebre del oro. Y decidió
cambiar su apellido por el de Trump, que suena menos germano.
Uno de sus hijos, Fred, padre del
presidente, sería quien, con la herencia recibida, algo de suerte y manejo
oscuro de los negocios, pondría la base del actual imperio. O sea, que por las
venas de Donald Trump no fluye una sangre muy americana; nada tiene que ver su
linaje con los indios de las praderas, ni con los colonos del Mayflower,
ni con los creadores de ese país que acabó llamándose Estados Unidos de
América.
Es por tanto un representante perfecto de lo
que le decía a Zalabardo sobre el fanatismo y la intolerancia de los conversos.
Como a Torquemada, no le importa destruir a quienes no piensan como él. En
tiempos del inquisidor dominico a los judíos conversos los llamaban
despectivamente marranos. La limpieza de sangre de Trump
es una falacia, un mito, por lo que, teniendo en cuenta sus raíces, quizá le
convenga también ese apelativo.
Y es que ―acabo diciéndole a mi amigo― esgrimir
hoy esa noción de limpieza de sangre o de cristiano viejo
es algo ridículo. Como ridículo es que el presidente de un partido político
español defienda que para aceptar a un migrante «se le exijan los requisitos y
valores que se exigen a cualquier español». ¿Sería capaz de enumerarme cuáles
son esos requisitos y valores? Como ridículo es otro presidente de partido que defiende
que «es español quien comparte una identidad cultural y nacional española». ¿Me
negará alguien que España es una sociedad multicultural y multinacional? ¿Negamos
la condición de españoles, pues se criaron en una cultura muy diferente, a Cristóbal
Colón, Felipe V, Najwa Nimri, Niko Williams, Lamine
Yamal, Najat El Hachmi…?