sábado, mayo 31, 2025

AMÉRICA PRIMERO O EL MITO DE LA LIMPIEZA DE SANGRE

 

Tratamos Zalabardo y yo de encontrar al menos una pizca de lógica en el comportamiento de ese megalómano llamado Donald Trump, elegido presidente de forma inexplicable por los estadounidenses ―a quienes no quiero llamar americanos, pues este término engloba a un número más amplio de personas, ni norteamericanos, porque estaría incluyendo a mejicanos y canadienses―. Nos cuesta aceptar la fogosidad y apasionamiento con que este hombre lanza sus descabelladas decisiones amparado bajo el lema America First, América primero, lema que por cierto no es invención suya, pues se comenzó a usar por lo menos hace un siglo y con objetivos más dignos.

            «¿Hasta qué punto ―digo en un momento― este tipo puede presumir de ser modelo de americanidad? Zalabardo no acaba de ver por dónde voy y le aclaro que es una pregunta retórica, ya que en su planteamiento lleva implícita la afirmación de que a Trump no lo podamos considerar más americano que aquellos a quienes rechaza y desea expulsar del país.

            Apoyo mi creencia en un leve repaso de la historia, la nuestra y la de los Estados Unidos. Empiezo con la nuestra. En la Edad Media, desde el final de la Reconquista, los cristianos deseaban que no se dudara de la prevalencia de su linaje y sus creencias sobre cualesquiera otros. La relación con los vencidos ―en especial con los judíos― fue bastante conflictiva. La intolerancia de los vencedores exigía la conversión al cristianismo bajo amenaza de expulsión o de muerte y para cuidar que esto se llevara a cabo se creó la Inquisición. El proceso no era tan simple, dado que muchos de los vencidos, sobre todo los judíos, optaban la conversión solo para para proteger sus intereses.



            Pero no contentos con imponer por la fuerza una fe, los cristianos desconfiaban de la sinceridad de los conversos al abrazar su nueva condición. Fueron estas suspicacias el punto de partida para que se impusieran unas condiciones a quienes pretendían ocupar ciertos cargos. Así surgieron los conceptos de cristiano viejo y limpieza de sangre, que, de tener en origen una base religiosa, no tardarían en poseer una relevancia social, puesto que lo que se buscaba era una manera de mostrar que el linaje no había sufrido menoscabo. Era cristiano viejo y gozaba del estatuto de limpieza de sangre quien mostraba que en su linaje no había el menor rastro de judío o de moro, término que se utilizaba de modo despectivo.

            En una sociedad de carácter multicultural y multirracial como la española es aquellos años ―igual que en todo el mundo en el momento actual― esa limpieza de sangre era difícil de demostrar. Y como pasa en todo tiempo y en todo lugar ―le digo a mi amigo― comenzó a funcionar el refrán que afirma que quien hace la ley hace la trampa. ¿Cómo? Añadiendo excepciones a la norma. Así, se consideró que podía acogerse al estatuto de limpieza de sangre quien mostrase que en su linaje no había conversos en las tres o cuatro generaciones previas.

            Le indico a mi amigo que, igual que ese refrán sobre ley y trampa, puede considerarse principio de validez universal que el converso a una nueva religión o ideología suele ser por lo común más fanático en el cumplimiento de la ortodoxia que el que la ha mantenido de siempre. Bástenos un solo ejemplo: Tomás de Torquemada (1420-1498), dominico, confesor de Isabel la Católica y primer Gran Inquisidor General, era descendiente de conversos. No obstante, ha pasado a la historia como el máximo defensor de los decretos de expulsión y del empleo de tortura para obtener confesiones de los que se creían falsos conversos. Su nombre pasó a la posteridad como sinónimo de intolerancia, fanatismo y crueldad.



            Zalabardo se me queda mirando y me dice: «¿Hay que irse tan lejos para lo que estamos hablando?» Le contesto que lamentablemente sí porque algunas historias se repiten tozudamente. ¿Podía considerarse a Torquemada cristiano viejo y a su linaje reflejo de la limpieza de sangre? Zalabardo piensa un poco y acaba diciendo: «Hombre, visto así, absolutamente no». Aprovecho para retomar el tema inicial el recuerdo de lo que escribió Jorge Manrique: «Dexemos a los troyanos /que sus males no los vimos /ni sus glorias […] Vengamos a lo de ayer, / que también es olvidado / como aquello». Porque sucede que muchos tenemos poca memoria para algunas cosas y preferimos hacernos los olvidadizos.

            América primero, grita Trump mientras culpa a los migrantes, a los estudiantes extranjeros, a los países europeos y a China, a todo el mundo, de estar aprovechándose de América ―de "su" América―. ¿Pero quién es este tipo que tanto ignora ―o finge ignorar― la historia? Alguien que incluso oculta su propia historia personal. No estaría mal que pensara un poco quiénes son los verdaderos americanos; luego, los norteamericanos; y, por fin, los estadounidenses. Si atendemos solo a estos, ¿a quiénes hay que aplicarles con mayor derecho la limpieza de sangre americana: a los indios de las praderas que terminaron confinados en reservas; a los puritanos británicos del Mayflower que llegaron en 1620; o a quienes declararon la independencia el 4 de julio de 1776?

            Curiosamente, el presidente Donald Trump no cabe en ninguno de esos grupos. Es, pues, un advenedizo, un migrante, un converso. Su abuelo Friedrich Drumpf, el primero en emigrar al continente americano 1885, era alemán y no ofrece una biografía muy edificante. Entre otras cosas, comenzó a engrosar su fortuna dedicándose a regentar locales de restauración y burdeles durante la llamada fiebre del oro. Y decidió cambiar su apellido por el de Trump, que suena menos germano.

            Uno de sus hijos, Fred, padre del presidente, sería quien, con la herencia recibida, algo de suerte y manejo oscuro de los negocios, pondría la base del actual imperio. O sea, que por las venas de Donald Trump no fluye una sangre muy americana; nada tiene que ver su linaje con los indios de las praderas, ni con los colonos del Mayflower, ni con los creadores de ese país que acabó llamándose Estados Unidos de América.

            Es por tanto un representante perfecto de lo que le decía a Zalabardo sobre el fanatismo y la intolerancia de los conversos. Como a Torquemada, no le importa destruir a quienes no piensan como él. En tiempos del inquisidor dominico a los judíos conversos los llamaban despectivamente marranos. La limpieza de sangre de Trump es una falacia, un mito, por lo que, teniendo en cuenta sus raíces, quizá le convenga también ese apelativo.

            Y es que ―acabo diciéndole a mi amigo― esgrimir hoy esa noción de limpieza de sangre o de cristiano viejo es algo ridículo. Como ridículo es que el presidente de un partido político español defienda que para aceptar a un migrante «se le exijan los requisitos y valores que se exigen a cualquier español». ¿Sería capaz de enumerarme cuáles son esos requisitos y valores? Como ridículo es otro presidente de partido que defiende que «es español quien comparte una identidad cultural y nacional española». ¿Me negará alguien que España es una sociedad multicultural y multinacional? ¿Negamos la condición de españoles, pues se criaron en una cultura muy diferente, a Cristóbal Colón, Felipe V, Najwa Nimri, Niko Williams, Lamine Yamal, Najat El Hachmi…?

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