sábado, febrero 01, 2025

LAS MUJERES TONTAS Y EL FRUTERO DESAPRENSIVO

 

Zalabardo conoce ―como también la mayoría de mis amigos y allegados― que no me gusta enviar ni recibir determinado tipo de mensajes. Y, sin embargo, abundan quienes, por despiste (quiero usar una palabra suave), me siguen haciendo envíos de una naturaleza tal que, si yo les correspondiese de la misma manera, se ofenderían. El quid de la cuestión estriba no ya en que a una persona así se la pueda acusar de falta de prudencia; es que ―eso es más grave― peca de debilidad de criterio por no saber analizar el contenido de lo que envía ni saber por qué lo hace. Es un error que todos podemos cometer ―hay más personas que actúan de este modo― y que pudiera achacarse al modo en que sobre nosotros actúan las redes o quienes ―en la sombra― las manejan.

            Esa es la razón de mi desencanto ante lo que ―pudiendo ser positivo en esencia― termina por crearnos más conflictos que beneficios―. El misterioso algoritmo que rige las redes, que nos fuerza a comportarnos de una forma irreflexiva y crea en nosotros una dependencia no deseada es la causa de que, de manera pausada ―pues pienso que nada hay que hacer llevados por la urgencia de un calentón― me vaya separando de grupos de wasap, de listas de difusión y de redes varias. Sabe mi amigo que nunca he usado más que Facebook, donde me limito a comentar con mis amigos lo que publico, la experiencia de mis viajes, la impresión que me ha dejado un libro o una película y poco más. Bueno sí, también para ver las fotos de José Ramón San José y de Paco Martín Cobos, los maravillosos dibujos de Carlos Rodríguez, el diario saludo poético de Pepe Infante, las divulgaciones botánicas de José Luis Rodríguez y pocas cosas más. Es decir, las redes son un elemento que nos acerca.

            Debería quedar claro con lo dicho que no soy enemigo de las redes. Todo lo que suponga un avance es positivo y cualquier tiempo pasado, aparte de ser más antiguo, no tiene por qué ser mejor. Le pido a Zalabardo que recuerde cuando ―hacia 1980― se extendió el sistema operativo MS-DOS. Fue el compañero y amigo Carlos Rodríguez quien, en el instituto, nos impartió un cursillo sobre su funcionamiento. Creyendo en las posibilidades que aquello proporcionaba, comencé a utilizar el editor de textos que traía incorporado. Cuando no mucho después apareció Windows, asistí a un curso en el Centro de Profesores, porque aquel sistema de ventanas era una auténtica revolución. Poco antes del 2000 apareció Blogger y, en 2006 me integré entre los blogueros y, como sentía cierto reparo hacia la palabra blog, llamé a este en el que ahora escribo La Agenda de Zalabardo. Por fin, sobre 2005 apareció también Facebook y, en el 2015, me abrí mi cuenta, muro o como se le quiera llamar.


            No soy, pues, enemigo de las nuevas tecnologías y ―aunque por la edad siempre vaya atrasado― me honro de haber estado al lado de quienes comenzaron a utilizarlas en las aulas. Me serví de ellas cuando impartía una asignatura optativa llamada Medios de Comunicación. Y me esforzaba en inculcar en mis alumnos un sentido crítico frente a la comunicación, porque intuía cómo podían afectar aquellas técnicas a la información. Les pedía que pusiesen cuidado para diferenciar qué hay de verdad en cuanto nos llega por los diferentes medios y qué hay que desechar. Entonces no se hablaba todavía de fakes, pero ya existían. Quizá donde más ―en aquellos años― en la guerra comercial entre empresas para ganar clientes o privar de ellos a otras. Les repetía ―los alumnos me llamaban pesado por mi insistencia― que nunca tener más cantidad de información supone saber más.

            De aquellos tiempos a hoy las cosas han cambiado una barbaridad. Y no siempre para bien. Las nuevas técnicas avanzan con mayor rapidez que la formación de los usuarios para moverse entre ellas con garantías. Los medios nos apabullan. Estamos bastante indefensos frente a ellos. No digamos nada si tenemos en cuenta la IA. Aconsejo leer el último libro, Nexus, de Yuval Noah Harari que, con abundante y fiable documentación, nos muestra que, en nuestra época, quien domina la comunicación es dueño del poder. ¿Hace falta hablar de Zuckerberg o de Musk y cómo consiguen que el mundo se mueva a su capricho? Por lo pronto, las compañías de ambos se niegan a establecer filtros de control que impidan la circulación de informaciones falsas o tendenciosas. Y ambos lo hacen con un argumento que, en este caso, vale poco, el de la libertad de expresión, porque con sus redes, lo que en verdad hacen es desposeer a los usuarios de su capacidad de análisis y proporcionarles una información adictiva y malévola a la vez. Ahí tenemos el ejemplo de las últimas elecciones presidenciales en los Estados Unidos.



            Zalabardo me llama la atención en el sentido de que yo parecía haber comenzado hablando de un caso concreto y me he elevado hasta consideraciones más universales. Le pido paciencia ―la edad a veces me hace entrar en digresiones que podrían sobrar― y voy a lo que me pide, que es lo que le interesa. Hace unos días, una persona ―conocida y querida por mí― me envió un vídeo que, en mi opinión, aguanta poco ante un análisis serio. Para atacar al presidente del país ―Zalabardo sabe que, aunque me declaro progresista, el presidente Sánchez no goza de todas mis simpatías― un joven ―algo madurito ya y con vestimenta al más puro estilo cayetano― explica la razón del no al reciente decreto que le han tumbado al Gobierno. El mensaje que más o menos subliminalmente transmite este joven es que su madre, como la mayor parte de las madres y los jubilados, no entienden qué es eso del Congreso y de las leyes. Él es listo y su madre, como el resto de las mujeres, algo lenta de entendederas y necesita que se le den las cosas bien masticadas. Los jubilados ya son torpes por el simple hecho de ser mayores. Para él, su madre ―y el resto de las mujeres― necesitan parábolas cercanas a lo que sí entienden, ir al mercado, por ejemplo. Cuando su madre va a comprar naranjas, el frutero ―de quien sobra decir que es un sinvergüenza timador― le da primero dos o tres naranjas buenas para meterle después, «de extranjis» y con la cháchara, varias naranjas «chuchurrías» ―según calificación del cayetano― que ella jamás aceptaría. Significado de la parábola: el frutero timador es el presidente del Gobierno y su madre, el resto de las mujeres y los jubilados pobres desamparados que están en Babia y no se enteran de nada. Afortunadamente, este cayetano y los suyos están para acudir en su auxilio.

            «¿Qué conclusión sacas tú?», me pregunta Zalabardo. Pues que este bien intencionado joven madurito ―o quien esté detrás― tiene muy poca confianza en la capacidad intelectual de su madre y, por ende, del conjunto de las mujeres; como tampoco la tiene en los jubilados, que mejor harían en morirse cuanto antes. Pero es que, aparte de las mentiras que dice, pues sus «argumentos» podrían rebatirse fácilmente, convierte a los fruteros, y por ende a cualquier vendedor, en un sinvergüenza dispuesto a engañar al primero que se le ponga por delante. Por eso no queda más solución que cargarse al presidente del Gobierno.

            Le digo a Zalabardo que todo tiene un límite. Y que he comenzado a borrarme de ciertos grupos, a visitar menos redes y a bloquear ciertos contactos que ―por su actitud, que no ideología, que siempre respetaré aunque no comparta― parecen más dispuestos a la gresca que al intercambio civilizado de pareceres. No es posible ni recomendable que todos pensemos lo mismo, pero cualquier debate debe plantearse desde la racionalidad, no desde el fanatismo.