sábado, mayo 18, 2024

POLARIZACIÓN

 

Le pregunto a Zalabardo si recuerda a Antonio Huertas y mi amigo se siente ofendido ante tal pregunta. «¿Crees que tengo motivos para olvidarlo?» ―me responde secamente―. Antonio Huertas, lamentablemente fallecido, fue compañero mío en el IES Pablo Picasso, de Málaga, y, lo que más valoro, fue amigo. Huertas y yo diferíamos en muchas cosas. Defendíamos en según qué cuestiones posiciones que podían juzgarse incluso antagónicas. Pero había otros asuntos, y no eran pocos, en los que sabíamos que teníamos que ir de la mano porque su interés anulaba cualquier clase de enfrentamiento personal. No faltaban quienes se escandalizaban por ello. Los que no comprendían que unidad no tiene por qué ser uniformidad.

                Huertas y yo, aunque la idea nació de él, pusimos en marcha un proyecto, la creación de un Departamento de Orientación, cuando en ningún centro educativo de España se sabía qué podía ser eso. La experiencia, dentro de la modestia de medios con que contábamos y de los palos de ciego que a veces dábamos porque nos movíamos en terreno inexplorado, tuvo resultado positivo. Varias Consejerías de Educación de otras Comunidades Autónomas nos pidieron información sobre nuestros esquemas de trabajo y sobre los resultados obtenidos. Desgraciadamente, fue un proyecto que no pudo tener continuación el curso siguiente. Las trabas nos las puso la Junta de Andalucía que, en aquella época estaba en manos del PSOE.

            Si cuento esta experiencia es a propósito de un ridículo episodio ―pero a la vez bastante revelador― que tuvo lugar hace unos días. El Pespunte, periódico digital de mi pueblo, Osuna, publicó un reportaje sobre las quejas del personal sanitario del Hospital Regional de la localidad. Tras leerlo, se me ocurrió comentar que, en mi opinión, las áreas de Sanidad y Educación deberían ser las más cuidadas por los gobiernos, cosa que, lamentablemente, no se cumple. Una señora, en tono ofendido, me respondió que, mientras critico a la Junta del PP, no digo nada de que el PSOE pretende suprimir los toros y la cacería. La pobre señora anda errada de punta a rabo, porque, primero, yo no distinguía entre gobiernos ―por eso relato la anécdota de la experiencia que vivimos Antonio Huertas y yo― y, segundo, porque no creo que nadie en España esté pensando en suprimir la caza y los toros, aunque estamos pendientes, esa es la verdad, de una normativa europea sobre tales actividades.


            Algunos tal vez consideren poco relevante mi ejemplo, pero a mí me sirve para entrar en el tema del día. FundéuFundación del Español Urgente― asociación promovida por Real Academia Española y la Agencia EFE consideraron que polarización era la palabra del año de 2023. Entre todas las propuestas, se eligió porque polarización «alude a situaciones en las que hay dos opiniones o actividades muy definidas y distanciadas (en referencia a los polos), en ocasiones con las ideas implícitas de crispación y confrontación»; o sea, que es palabra que define muy bien la sociedad en que vivimos. El más reciente ejemplo lo tenemos en el atentado de Eslovaquia. Un desequilibrado ―¿seguro?― intenta matar al primer ministro porque no le gusta su política. Imposible mayor polarización.

Aquí en España no hemos llegado aún a eso, pero asusta el grado de crispación alcanzado. La palabra en sí no es nada nueva. Polarización cuenta con bastantes años de antigüedad, aunque con ese matiz de duro enfrentamiento, la Academia no la acogió hasta 2001, creo. Su empleo, sin embargo, es anterior. En el CREA (Corpus de Referencia del Español Actual) encuentro, por citar solo dos, estos casos: «…excitar una polarización sindical donde no hay más que refriega política…» (ABC, 1986) y «…la polarización de la sociedad…» (El País, 1988). Hoy, la palabra y su significado dibujan bien nuestra situación.

            Contra lo que se dice, no siempre las palabras se las lleva el viento. Las palabras son síntomas que sirven para diagnosticar el talante con el que encaramos cualquier asunto. Y hoy, aunque no se diga con esa expresión, la verdad es que está muy extendida la actitud de «o estás conmigo o estás contra mí», lo que es gran y grave error, Yo puedo estar al lado de alguien y, sin embargo, afearle sus errores. O puedo ser su adversario sin tener que callar que en ocasiones hace buenas cosas. No todo es o blanco o negro; hay una escala muy amplia de matices entre los polos.

            Le digo a Zalabardo que experiencias de este tipo se observan incluso en ambientes en los que se supone que debería reinar la cordialidad. Como profesor, he trabajado en la enseñanza privada y en la pública y, aunque reconozca la libertad de cada familia para elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos, siempre me inclinaré en favor de la enseñanza pública. ¿Qué alguien defiende un sistema que le ofrece un centro privado ―que, se diga lo que se diga, es una empresa con fines lucrativos―? Está en su derecho y ninguna ley lo prohíbe como tampoco se puede decir que sea delito montar un centro de enseñanza de carácter privado. Pero si yo defiendo que un centro privado no debe ser sufragado por el Estado, porque eso supone detraer medios para la enseñanza pública, no se me puede contestar que ataco la libertad. Eso es llevar el debate al terreno de la polarización.

            Lo mismo podría decir de la sanidad. Tenemos que exigir al Estado una sanidad digna, en condiciones, con todos los medios necesarios y que llegue a toda la población. ¿Que yo quiero otra cosa? No hay problema, me pago la mejor compañía sanitaria privada que exista. Lo que habría que evitar es que el Estado privatice la sanidad, externalice la atención derivando dinero hacia centros privados.

 


           Lo grave de este asunto es que sean nuestros representantes públicos, los que han sido elegidos democráticamente, quienes alienten la polarización cuando, por sistema, el grupo A se opone a lo que dice el grupo B por el solo hecho de que es el otro quien lo dice. O viceversa. Polarización es negar la posibilidad de puntos de encuentro. Es polarización no querer ver que nadie tiene nunca toda la razón ni nadie es poseedor en todo momento de la verdad. Por encima de A y por encima de B, por encima de los capitostes de A y de B, está el ciudadano común y corriente. Y si A no respeta a B o B no respeta a A estaremos engañando y maltratando a los ciudadanos. Esa es la polarización que padecemos y en la que muchos se dejan enredar.

            Por eso le recuerdo a Zalabardo la figura de mi amigo Antonio Huertas. Éramos muy diferentes, teníamos muchas discrepancias. Pero nos respetábamos y reconocíamos cuándo la razón asistía al otro. No negábamos nuestros momentos de confrontación, pero sabíamos que había una puerta abierta al acuerdo y a la armonía y la utilizábamos.

sábado, mayo 11, 2024

¿A QUIÉNES CESAMOS HOY?

En el último apunte, comentaba con Zalabardo mi intención de hablar ―cosa que no hice― sobre la propiedad lingüística, «ajuste exacto entre la palabra empleada y lo que se desea significar con ella», que no es lo mismo que la corrección, «acomodación de la lengua a las exigencias gramaticales y expresivas del sistema». Pero hoy me veo precisado a hacerlo. A los hablantes comunes y corrientes no se los puede es liar con cuestiones académicas ni hay que exigirles el conocimiento que se exige a un especialista.

            Veíamos un concurso de televisión. En un momento, se pidió contestar qué era correcto: decir alrededor tuyo, alrededor de ti o si ambas formas son correctas. El concursante dijo recordar lo que había aprendido en la escuela, que cuando van unidos un adverbio y un posesivo ―así lo explicó él― no rige la concordancia y optó por alrededor de ti. Y perdió, porque le dijeron que, según la RAE, ambas respuestas son correctas.

        Desde época muy antiguas, los gramáticos han discutido sobre si en la lengua predomina la analogía o la anomalía, es decir, si hay más reglas que excepciones o al revés. A quien quiera participar en el debate le sugiero que repase los verbos irregulares y explique por qué usamos quepo y no cabo, si el verbo es caber. Los que hemos sido profesores tenemos la cosa más o menos clara ―aunque no mucho― y vamos saliendo del paso. Así, hemos tratado de inculcar en los cerebros de nuestros alumnos que el adverbio es una palabra invariable y que, por tal motivo, no admite concordancia. Por eso, les aconsejábamos que no dijesen nunca detrás mío ni delante tuya, sino detrás de mí y delante de ti. Porque los posesivos que acompañan a un adverbio no deben respetar ningún tipo de concordancia.

            ¿Cuál fue el error del concursante? El Diccionario Panhispánico de Dudas y otros manuales dicen que, al ser alrededor un adverbio formado por la contracción al más el sustantivo rededor, el hecho de que este último pueda funcionar como sustantivo independiente justifica que se pueda decir tuyo. Y le digo yo a Zalabardo: dando por buena esa explicación, ¿por qué no se aplica también a enfrente, compuesto de la preposición en más el sustantivo frente, que puede actuar, y actúa, como tal? Pero los manuales condenan enfrente tuyo como incorrección. Eso obliga a que al hablante haya que enseñarle lo que es la norma de uso, más las posibles excepciones, más cuáles de ellas no habrá que aplicar. Por este motivo, siempre enseñé ―o lo intenté― que, cuando el posesivo acompañe a un adverbio, nunca mostrará diferencia de género, por lo que lo correcto será cerca de nosotros, detrás de ti, delante de ellos, etc. De esta forma, el alumno atento dirá alrededor de vosotros sin que le asalte la duda de si será más correcto alrededor vuestro. Si alguna vez necesitara saberlo, ya lo aprenderá.


            Tras hablar de esta cuestión, y a la vista de cómo está ―en cuanto a nivel de conocimiento lingüístico― este patio de monipodio en que se quiere convertir el país ―España, para que ningún listillo me salga diciendo que evito decir el nombre―, le pregunto a Zalabardo qué ceses tendríamos que pedir desde este apunte. Porque, si atendemos a los medios, nos enteramos de que, cada día, según quiénes, se pide el cese del presidente del Gobierno, el de Ayuso, el del Fiscal General, el de los ministros Marlaska y Puente… Y se hace sin tener en cuenta que todos cesarán un día sin que nada lo evite, sin que medie ningún vergonzoso motivo y sin que nadie tenga que solicitarlo.

            Si lo dicho antes sobre los adverbios es cuestión de corrección, con esto entramos en lo de la propiedad lingüística, pues olvidamos con demasiada frecuencia la riqueza de nuestro vocabulario y nos acogemos a una monótona y aburrida serie de palabras, sin pensar que existen otras que, además, podrían significar mejor lo que pretendemos decir. Por ejemplo, cojamos el campo semántico que forman cesar, dimitir, destituir, despedir y deponer.

            ¿Cuáles son los valores más comunes de estos verbos? Dimitir significa «renunciar, abandonar, dejar voluntariamente el puesto que se ocupa y para el que alguien fue elegido o nombrado». Como verbo intransitivo que es, nadie puede dimitir a nadie, aunque se le pueda pedir que lo haga. No tiene que ver con la situación de una persona que rechaza un cargo que se lo ofrece, pues esta no dimite, sino que rehúsa el nombramiento. Destituir es, por su parte «separar a alguien, expulsarlo de su cargo, por decisión de la persona, que tiene autoridad para ello y que, por lo general, es quien lo puso en el cargo». Destituir es, por tanto, echar, despedir porque se ha mostrado ineficaz o porque, por cualquier otra razón, ha perdido la confianza de quien lo nombró. Es homologable a deponer, aunque este verbo, además, se emplea más para manifestar la voluntad de alguien en seguir manteniendo una actitud o una opinión. Yo puedo deponer mi actitud de enfrentamiento a una idea o un militar puede deponer las armas frente a un enemigo superior. Pero también deponer sirve como sinónimo de testificar o declarar.

            Llegamos, entonces, a cesar. Tan socorrido es su uso que, en 2014, la Academia lo acogió en la vigesimotercera edición de su Diccionario, como «destituir o deponer a alguien del cargo que ejerce». La lengua ―se lo he repetido muchas veces a Zalabardo― no es un organismo estable, inamovible. La hace la gente que la habla y, cuando un cambio se generaliza, se acoge dentro del sistema. Lo que no significa siempre enriquecimiento; a veces, es síntoma de pobreza.

 

           Breve historia de cesar. En el Diccionario de Autoridades de 1729 ni siquiera aparece la palabra. Sin embargo, en 1611, Covarrubias daba entrada en su Tesoro a cessar, «parar, dejar de continuar una cosa». El latín poseía el verbo cesso, «parar» y el sustantivo cessatio, «suspensión, interrupción, detención», de modo que cessatio pugnae, «detención de la lucha» equivalía a tregua. Habría que esperar a 1780 para que se diese entrada a cesar, «suspenderse o pararse una cosa». Con cesar se indicaba que se dejaba de hacer algo ―se cesaba, por ejemplo, la tarea--, o que paraba lo que estuviese sucediendo ―cesaba la lluvia, el viento, el frío…―.

            Cuando llegamos a 1925, hace casi un siglo, en el DLE apareció cesar, «dejar de desempeñar un empleo o cargo». Pero, ojo, cesar significa, propiamente, «dejar de desempeñar un cargo porque se extingue el tiempo para el que alguien fue elegido». En España, cumplidos los cuatro años de una legislatura, presidente, ministros, diputados, senadores…, que ocupan un puesto por haber sido elegidos, cesan. Si acaso, hasta que se produzcan nuevas elecciones, los cargos relevantes se conservan «en funciones».

            Pero ya decía antes lo de los cambios en la lengua. Ha sido tanto el desconocimiento entre lo que eran estas palabras, cesar y destituir, que, incluso la Academia ha tenido que rendirse y conceder a cesar un significado que nunca tuvo.

sábado, mayo 04, 2024

LEAMOS A UMBERTO ECO

Le pregunto a Zalabardo si ha leído la novela Número cero, de Umberto Eco, publicada en 2015. Como si se excusara, me responde negativamente. Lo consuelo diciéndole que no tiene que preocuparse, porque, como sucede a otras muchas personas, ha tenido que pasar lo que ha pasado para enterarse de que tal novela existe e, incluso de qué es eso de la máquina del fango. Le saco este tema porque me hallo un poco confundido. Hay semanas que me cuesta encontrar un tema para la Agenda que conjugue la actualidad con el estado de la lengua sin resultar demasiado tedioso. Había pensado dedicar este apunte a la necesidad de la propiedad lingüística para que los mensajes de los medios de comunicación lleguen a sus receptores en condiciones óptimas. La propiedad, según la definición ya clásica de Lázaro Carreter, consiste en el «ajuste exacto entre la palabra empleada y lo que se desea significar con ella». No debe confundirse, pues, con la corrección, que es la «acomodación de la lengua a las exigencias gramaticales y expresivas del sistema».

        Esa diferencia la entendemos muy bien leyendo el poema de Juan Ramón titulado Cielo, en el que define el cielo como «un vago existir de luz / visto ―sin nombre―» para acabar diciendo: «Hoy te he mirado lentamente, / y te has ido elevando hasta tu nombre». El poema adquiere todo su significado gracias a la diferencia entre ver y mirar, ya que el primer verbo señala la mera percepción de algo, mientras que el segundo supone el conocimiento que se alcanza fijándose detenidamente en lo que se ve.

        Pensaba hablar de los descuidos en que a veces incurren los profesionales, induciéndonos a nosotros a errar también, cuando emplean como sinónimos crimen y asesinato; cuando usan barajar sin atender a que este verbo pide necesariamente un complemento en plural; cuando confunden bimestral con bimensual; cuando mezclan oír con escuchar; cuando se descuidan y hablan de catástrofe humanitaria sin reparar en que este adjetivo es aplicable solo a aquello que se hace en favor de la humanidad… Emplear estas palabras adecuadamente, remitiendo a lo que exactamente significan, es la función de la propiedad.


        Pero ―le digo a Zalabardo― cuando me pongo a buscar ejemplos con los que ilustrar la teoría, me encuentro ―empleando el dicho coloquial― con que se me hace la picha un lío, o sea, me confundo, me lío, no consigo aclararme, porque compruebo que, de un tiempo a esta parte, en los medios de comunicación ―o en algunos, pues no debemos achacar a los justos las faltas de los pecadores―, son muchos los «comunicadores» que juegan voluntaria, y a veces malévolamente, a maltratar la propiedad y, aunque dicen lo que quieren decir, lo esconden tras un malintencionado empleo de las palabras. Creo que un solo ejemplo basta. Un periódico madrileño ―citando como fuentes a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado― informó de que Xavier Trías que fue alcalde de Barcelona y hoy milita en Junts, se había apropiado de dinero público y abierto cuentas en Suiza y Andorra. Todo fue un infundio y la querella quedó archivada. ¿Hubo rectificación por parte del periódico difusor de la información? No. Tan solo se limitó a decir que ellos «nunca afirmaron que tuviese cuentas en el extranjero, sino que se investigaban unas cuentas que podían estar a su nombre». Pasaban por alto que su manera de informar creaba una duda que se instalaba en la conciencia de los lectores. Casos parecidos han padecido Manuela Carmena, Irene Montero, Mónica Oltra...

        Sobre esta técnica de crear basura informativa que no pocas veces se esparce desde los medios de comunicación nos habla de manera diáfana Umberto Eco en su novela Número cero, que cuenta la historia de un grupo que crea un periódico con la única finalidad de editar solamente números cero, que no serán publicados, pero que usarán para chantajear a sus enemigos levantado la sospecha de lo que podrían decir de ellos. Eso es lo que se conoce como máquina del fango de la que tanto oímos hablar estos días. No me resisto a reproducir algunos fragmentos: «En lugar de pregonar datos que alguien podría cotejar, siempre es mejor limitarse a insinuar. Insinuar no significa decir algo preciso, sirve solo para arrojar una sombra de sospecha». «¿Los periódicos siguen las tendencias de la gente o crean las tendencias? La gente al principio no sabe qué tendencia tiene, luego nosotros se lo decimos y entonces la gente se da cuenta de que la tiene». «A nuestro editor le hará gracia ver cómo se puede arrojar una sombra de sospecha sobre un juez […] A lo mejor no es un pedófilo, no ha asesinado a su abuela, no se ha embolsado sobres, pero algo raro habrá hecho. O si no, si me permiten la expresión, nos “extrañamos” de lo que hace todos los días».


        En este uso del lenguaje para intentar influir en la gente común, tomando al cuerpo social, según la novela de Eco, como un conjunto de «buenos burgueses a los que se les hace la boca agua con los cotilleos», podríamos citar otro caso parecido. Otro novelista, José Antonio Garriga Vela, en su novela Horas muertas, incluye una conversación en la que un guionista de televisión dice a otro que: «No era aconsejable obligar al espectador a cavilar después de cada frase porque entonces la visión se obstruía y cambiaba de canal». Siempre habrá por ahí unas fuerzas más o menos ocultas empeñadas en que la gente común no piense y acepte el relato que se les da. Y siento no recordar el nombre de una sicóloga que, en un programa de radio, ratificaba lo que vengo diciendo al denunciar que hoy «no interesa a nadie el análisis, la reflexión sobre los hechos, porque lo que se busca es simplemente una información rápida de usar y tirar».

        Teniendo todo lo anterior presente, no es de extrañar que exista un seudosindicato formado por antiguos seguidores de Blas Piñar que presenta una querella contra la esposa del presidente del Gobierno sin tener pruebas y basándose solo en unos titulares periodísticos que, según admiten los propios querellantes, podrían ser falsos. Si podemos ver que no solo en estos momentos ni solo en España se ha implantado esta forma de comunicar de la que habla Eco con el solo objetivo de deslegitimar a los adversarios, me pregunto si vale la pena incluir en la Agenda de mi amigo un apunte en el que se pida a quienes trabajan en el mundo de la comunicación que usen con propiedad la lengua y no empleen desconvocar cuando debieran decir suspender; o que pongan cuidado para no confundir calificar y clasificar; o que reflexionen y comprendan que no es lo mismo contabilizar que contar, ni infligir que infringir

        En lugar de eso ―le digo― quizá sería más apropiado recomendar la lectura de la novela de Umberto Eco a ver si, leyéndola, quienes manejan la máquina del fango se sienten aludidos y se les cae la cara de vergüenza.