sábado, mayo 11, 2024

¿A QUIÉNES CESAMOS HOY?

En el último apunte, comentaba con Zalabardo mi intención de hablar ―cosa que no hice― sobre la propiedad lingüística, «ajuste exacto entre la palabra empleada y lo que se desea significar con ella», que no es lo mismo que la corrección, «acomodación de la lengua a las exigencias gramaticales y expresivas del sistema». Pero hoy me veo precisado a hacerlo. A los hablantes comunes y corrientes no se los puede es liar con cuestiones académicas ni hay que exigirles el conocimiento que se exige a un especialista.

            Veíamos un concurso de televisión. En un momento, se pidió contestar qué era correcto: decir alrededor tuyo, alrededor de ti o si ambas formas son correctas. El concursante dijo recordar lo que había aprendido en la escuela, que cuando van unidos un adverbio y un posesivo ―así lo explicó él― no rige la concordancia y optó por alrededor de ti. Y perdió, porque le dijeron que, según la RAE, ambas respuestas son correctas.

        Desde época muy antiguas, los gramáticos han discutido sobre si en la lengua predomina la analogía o la anomalía, es decir, si hay más reglas que excepciones o al revés. A quien quiera participar en el debate le sugiero que repase los verbos irregulares y explique por qué usamos quepo y no cabo, si el verbo es caber. Los que hemos sido profesores tenemos la cosa más o menos clara ―aunque no mucho― y vamos saliendo del paso. Así, hemos tratado de inculcar en los cerebros de nuestros alumnos que el adverbio es una palabra invariable y que, por tal motivo, no admite concordancia. Por eso, les aconsejábamos que no dijesen nunca detrás mío ni delante tuya, sino detrás de mí y delante de ti. Porque los posesivos que acompañan a un adverbio no deben respetar ningún tipo de concordancia.

            ¿Cuál fue el error del concursante? El Diccionario Panhispánico de Dudas y otros manuales dicen que, al ser alrededor un adverbio formado por la contracción al más el sustantivo rededor, el hecho de que este último pueda funcionar como sustantivo independiente justifica que se pueda decir tuyo. Y le digo yo a Zalabardo: dando por buena esa explicación, ¿por qué no se aplica también a enfrente, compuesto de la preposición en más el sustantivo frente, que puede actuar, y actúa, como tal? Pero los manuales condenan enfrente tuyo como incorrección. Eso obliga a que al hablante haya que enseñarle lo que es la norma de uso, más las posibles excepciones, más cuáles de ellas no habrá que aplicar. Por este motivo, siempre enseñé ―o lo intenté― que, cuando el posesivo acompañe a un adverbio, nunca mostrará diferencia de género, por lo que lo correcto será cerca de nosotros, detrás de ti, delante de ellos, etc. De esta forma, el alumno atento dirá alrededor de vosotros sin que le asalte la duda de si será más correcto alrededor vuestro. Si alguna vez necesitara saberlo, ya lo aprenderá.


            Tras hablar de esta cuestión, y a la vista de cómo está ―en cuanto a nivel de conocimiento lingüístico― este patio de monipodio en que se quiere convertir el país ―España, para que ningún listillo me salga diciendo que evito decir el nombre―, le pregunto a Zalabardo qué ceses tendríamos que pedir desde este apunte. Porque, si atendemos a los medios, nos enteramos de que, cada día, según quiénes, se pide el cese del presidente del Gobierno, el de Ayuso, el del Fiscal General, el de los ministros Marlaska y Puente… Y se hace sin tener en cuenta que todos cesarán un día sin que nada lo evite, sin que medie ningún vergonzoso motivo y sin que nadie tenga que solicitarlo.

            Si lo dicho antes sobre los adverbios es cuestión de corrección, con esto entramos en lo de la propiedad lingüística, pues olvidamos con demasiada frecuencia la riqueza de nuestro vocabulario y nos acogemos a una monótona y aburrida serie de palabras, sin pensar que existen otras que, además, podrían significar mejor lo que pretendemos decir. Por ejemplo, cojamos el campo semántico que forman cesar, dimitir, destituir, despedir y deponer.

            ¿Cuáles son los valores más comunes de estos verbos? Dimitir significa «renunciar, abandonar, dejar voluntariamente el puesto que se ocupa y para el que alguien fue elegido o nombrado». Como verbo intransitivo que es, nadie puede dimitir a nadie, aunque se le pueda pedir que lo haga. No tiene que ver con la situación de una persona que rechaza un cargo que se lo ofrece, pues esta no dimite, sino que rehúsa el nombramiento. Destituir es, por su parte «separar a alguien, expulsarlo de su cargo, por decisión de la persona, que tiene autoridad para ello y que, por lo general, es quien lo puso en el cargo». Destituir es, por tanto, echar, despedir porque se ha mostrado ineficaz o porque, por cualquier otra razón, ha perdido la confianza de quien lo nombró. Es homologable a deponer, aunque este verbo, además, se emplea más para manifestar la voluntad de alguien en seguir manteniendo una actitud o una opinión. Yo puedo deponer mi actitud de enfrentamiento a una idea o un militar puede deponer las armas frente a un enemigo superior. Pero también deponer sirve como sinónimo de testificar o declarar.

            Llegamos, entonces, a cesar. Tan socorrido es su uso que, en 2014, la Academia lo acogió en la vigesimotercera edición de su Diccionario, como «destituir o deponer a alguien del cargo que ejerce». La lengua ―se lo he repetido muchas veces a Zalabardo― no es un organismo estable, inamovible. La hace la gente que la habla y, cuando un cambio se generaliza, se acoge dentro del sistema. Lo que no significa siempre enriquecimiento; a veces, es síntoma de pobreza.

 

           Breve historia de cesar. En el Diccionario de Autoridades de 1729 ni siquiera aparece la palabra. Sin embargo, en 1611, Covarrubias daba entrada en su Tesoro a cessar, «parar, dejar de continuar una cosa». El latín poseía el verbo cesso, «parar» y el sustantivo cessatio, «suspensión, interrupción, detención», de modo que cessatio pugnae, «detención de la lucha» equivalía a tregua. Habría que esperar a 1780 para que se diese entrada a cesar, «suspenderse o pararse una cosa». Con cesar se indicaba que se dejaba de hacer algo ―se cesaba, por ejemplo, la tarea--, o que paraba lo que estuviese sucediendo ―cesaba la lluvia, el viento, el frío…―.

            Cuando llegamos a 1925, hace casi un siglo, en el DLE apareció cesar, «dejar de desempeñar un empleo o cargo». Pero, ojo, cesar significa, propiamente, «dejar de desempeñar un cargo porque se extingue el tiempo para el que alguien fue elegido». En España, cumplidos los cuatro años de una legislatura, presidente, ministros, diputados, senadores…, que ocupan un puesto por haber sido elegidos, cesan. Si acaso, hasta que se produzcan nuevas elecciones, los cargos relevantes se conservan «en funciones».

            Pero ya decía antes lo de los cambios en la lengua. Ha sido tanto el desconocimiento entre lo que eran estas palabras, cesar y destituir, que, incluso la Academia ha tenido que rendirse y conceder a cesar un significado que nunca tuvo.

sábado, mayo 04, 2024

LEAMOS A UMBERTO ECO

Le pregunto a Zalabardo si ha leído la novela Número cero, de Umberto Eco, publicada en 2015. Como si se excusara, me responde negativamente. Lo consuelo diciéndole que no tiene que preocuparse, porque, como sucede a otras muchas personas, ha tenido que pasar lo que ha pasado para enterarse de que tal novela existe e, incluso de qué es eso de la máquina del fango. Le saco este tema porque me hallo un poco confundido. Hay semanas que me cuesta encontrar un tema para la Agenda que conjugue la actualidad con el estado de la lengua sin resultar demasiado tedioso. Había pensado dedicar este apunte a la necesidad de la propiedad lingüística para que los mensajes de los medios de comunicación lleguen a sus receptores en condiciones óptimas. La propiedad, según la definición ya clásica de Lázaro Carreter, consiste en el «ajuste exacto entre la palabra empleada y lo que se desea significar con ella». No debe confundirse, pues, con la corrección, que es la «acomodación de la lengua a las exigencias gramaticales y expresivas del sistema».

        Esa diferencia la entendemos muy bien leyendo el poema de Juan Ramón titulado Cielo, en el que define el cielo como «un vago existir de luz / visto ―sin nombre―» para acabar diciendo: «Hoy te he mirado lentamente, / y te has ido elevando hasta tu nombre». El poema adquiere todo su significado gracias a la diferencia entre ver y mirar, ya que el primer verbo señala la mera percepción de algo, mientras que el segundo supone el conocimiento que se alcanza fijándose detenidamente en lo que se ve.

        Pensaba hablar de los descuidos en que a veces incurren los profesionales, induciéndonos a nosotros a errar también, cuando emplean como sinónimos crimen y asesinato; cuando usan barajar sin atender a que este verbo pide necesariamente un complemento en plural; cuando confunden bimestral con bimensual; cuando mezclan oír con escuchar; cuando se descuidan y hablan de catástrofe humanitaria sin reparar en que este adjetivo es aplicable solo a aquello que se hace en favor de la humanidad… Emplear estas palabras adecuadamente, remitiendo a lo que exactamente significan, es la función de la propiedad.


        Pero ―le digo a Zalabardo― cuando me pongo a buscar ejemplos con los que ilustrar la teoría, me encuentro ―empleando el dicho coloquial― con que se me hace la picha un lío, o sea, me confundo, me lío, no consigo aclararme, porque compruebo que, de un tiempo a esta parte, en los medios de comunicación ―o en algunos, pues no debemos achacar a los justos las faltas de los pecadores―, son muchos los «comunicadores» que juegan voluntaria, y a veces malévolamente, a maltratar la propiedad y, aunque dicen lo que quieren decir, lo esconden tras un malintencionado empleo de las palabras. Creo que un solo ejemplo basta. Un periódico madrileño ―citando como fuentes a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado― informó de que Xavier Trías que fue alcalde de Barcelona y hoy milita en Junts, se había apropiado de dinero público y abierto cuentas en Suiza y Andorra. Todo fue un infundio y la querella quedó archivada. ¿Hubo rectificación por parte del periódico difusor de la información? No. Tan solo se limitó a decir que ellos «nunca afirmaron que tuviese cuentas en el extranjero, sino que se investigaban unas cuentas que podían estar a su nombre». Pasaban por alto que su manera de informar creaba una duda que se instalaba en la conciencia de los lectores. Casos parecidos han padecido Manuela Carmena, Irene Montero, Mónica Oltra...

        Sobre esta técnica de crear basura informativa que no pocas veces se esparce desde los medios de comunicación nos habla de manera diáfana Umberto Eco en su novela Número cero, que cuenta la historia de un grupo que crea un periódico con la única finalidad de editar solamente números cero, que no serán publicados, pero que usarán para chantajear a sus enemigos levantado la sospecha de lo que podrían decir de ellos. Eso es lo que se conoce como máquina del fango de la que tanto oímos hablar estos días. No me resisto a reproducir algunos fragmentos: «En lugar de pregonar datos que alguien podría cotejar, siempre es mejor limitarse a insinuar. Insinuar no significa decir algo preciso, sirve solo para arrojar una sombra de sospecha». «¿Los periódicos siguen las tendencias de la gente o crean las tendencias? La gente al principio no sabe qué tendencia tiene, luego nosotros se lo decimos y entonces la gente se da cuenta de que la tiene». «A nuestro editor le hará gracia ver cómo se puede arrojar una sombra de sospecha sobre un juez […] A lo mejor no es un pedófilo, no ha asesinado a su abuela, no se ha embolsado sobres, pero algo raro habrá hecho. O si no, si me permiten la expresión, nos “extrañamos” de lo que hace todos los días».


        En este uso del lenguaje para intentar influir en la gente común, tomando al cuerpo social, según la novela de Eco, como un conjunto de «buenos burgueses a los que se les hace la boca agua con los cotilleos», podríamos citar otro caso parecido. Otro novelista, José Antonio Garriga Vela, en su novela Horas muertas, incluye una conversación en la que un guionista de televisión dice a otro que: «No era aconsejable obligar al espectador a cavilar después de cada frase porque entonces la visión se obstruía y cambiaba de canal». Siempre habrá por ahí unas fuerzas más o menos ocultas empeñadas en que la gente común no piense y acepte el relato que se les da. Y siento no recordar el nombre de una sicóloga que, en un programa de radio, ratificaba lo que vengo diciendo al denunciar que hoy «no interesa a nadie el análisis, la reflexión sobre los hechos, porque lo que se busca es simplemente una información rápida de usar y tirar».

        Teniendo todo lo anterior presente, no es de extrañar que exista un seudosindicato formado por antiguos seguidores de Blas Piñar que presenta una querella contra la esposa del presidente del Gobierno sin tener pruebas y basándose solo en unos titulares periodísticos que, según admiten los propios querellantes, podrían ser falsos. Si podemos ver que no solo en estos momentos ni solo en España se ha implantado esta forma de comunicar de la que habla Eco con el solo objetivo de deslegitimar a los adversarios, me pregunto si vale la pena incluir en la Agenda de mi amigo un apunte en el que se pida a quienes trabajan en el mundo de la comunicación que usen con propiedad la lengua y no empleen desconvocar cuando debieran decir suspender; o que pongan cuidado para no confundir calificar y clasificar; o que reflexionen y comprendan que no es lo mismo contabilizar que contar, ni infligir que infringir

        En lugar de eso ―le digo― quizá sería más apropiado recomendar la lectura de la novela de Umberto Eco a ver si, leyéndola, quienes manejan la máquina del fango se sienten aludidos y se les cae la cara de vergüenza. 

sábado, abril 27, 2024

LA BOCA, EL PEZ Y EL GANSO

 


Todas las lenguas disponen de unas piezas léxicas que, aunque funcionen con un sentido unitario, están formadas por varias palabras que presentan un grado de fijación formal bastante asentado y que incluso, a veces, llegan a convertirse en una sola palabra que, al menos en apariencia, presenta un significado que nada tiene que ver con las palabras que la forman. Es lo que sucede con locuciones como a troche y moche, ‘de forma disparatada e inconsistentemente’ o ir de la ceca a la meca, ‘moverse de un lado a otro sin sentido claro.

            Ocurre con frecuencia que los elementos de la locución de que tratemos no tienen existencia aparte fuera de ese giro lexicalizado. Le pongo a Zalabardo el ejemplo de a bocajarro. A nadie se le escapa que, en esta locución intervienen boca y jarro. Pero resulta que en nuestra lengua no existe bocajarro como elemento independiente, sino la frase a bocajarro, que puede significar ‘desde muy cerca’, ‘de improviso, repentinamente’ o ‘en contacto con el cuerpo a que se dispara’. Sucede igual con a quemarropa, ‘desde muy cerca’.

            Le señalo a mi amigo que existe un grupo especial de locuciones que reciben el nombre de somáticas, porque, en ellas, el elemento principal es una parte del cuerpo ―ser un manirroto, hacer algo con los ojos cerrados, hacer oídos sordos, comenzar con mal pie…―. Y le llamo la atención sobre la curiosidad de que haya muchísimas locuciones en nuestra lengua que se forman a partir de boca, Lo que ya no sé decirle ―eso exigiría un estudio muy detenido― es si forman o no el grupo más numeroso. Sí es cierto que entre ellas las hay de muy variada naturaleza. Algunas son muy fáciles de entender; por ejemplo, por la boca muere el pez, ‘verse en dificultades por no haber sido prudente al hablar o haberlo hecho de forma desconsiderada’. Igual que el anzuelo es un peligro para el pez, hablar con descuido puede perdernos.

 


           Otras, en cambio, aunque entendamos su contenido, nos resultan extrañas en cuanto a qué las originó. Es lo que ocurre con locuciones ya antiguas cuyo origen se nos escapa; por ejemplo, hablar por boca de ganso. ‘repetir lo que otro ha sugerido’. Algunos han querido explicar la locución con peregrinas argumentaciones: que es decir lo que se ha visto escrito, ya que en tiempos pasados era común escribir con plumas hechas de plumas de ganso; o que es actuar como los gansos, que en cuanto que uno comienza a graznar (o voznar, que así se dice también del sonido bronco de estas aves) todos lo imitan. Lo cierto es que, y el diccionario de Covarrubias, de 1611, ya lo aclara, en la antigüedad, a los ayos o preceptores se los llamaba gansos, por lo que sus alumnos repetían lo que ellos les enseñaban.

            En ocasiones, lo que encontramos son locuciones que, con el tiempo, han ido modificando su sentido o adquirido uno nuevo que podría confundirse con el original. Es lo que sucede con bocabajo y bocarriba ―hoy se prefiere esta forma a la constituida por dos palabras, boca abajo y boca arriba―. Originalmente, la primera significa ‘tendido, con el vientre y la cara mirando al suelo’; y la segunda, ‘tendido, con la espalda tocando el suelo y la cara mirando al cielo’. Sin embargo, el uso ha hecho que la primera también signifique ‘en posición invertida’, o sea, con la cabeza hacia abajo, y la segunda, ‘vertical o mostrando hacia arriba la cara principal de algo’. Es lo que vemos en quedar colgado bocabajo o poner las cartas bocarriba.

            Otras, por su parte, han sido motivo de largas discusiones. Tal ocurre con de boca a boca, que no debe confundirse con el método de respiración boca a boca. La primera locución se refiere a la ‘divulgación de conversaciones y comentarios mediante transmisión oral’. Mantienen algunos que es expresión incorrecta porque no puede considerarse que la boca, emisora, sea a la vez receptora de una transmisión. Dos observaciones hay que hacer, sin embargo. La primera es que algunos suponen una posible influencia del catalán boca-orella, tomada a su vez del francés de bouche à oreille. La segunda, y que sirve para deshacer la confusión, es que la forma más correcta y clásica de nuestra lengua es de boca en boca, expresión con la que quiere señalarse que ‘lo que ha sido dicho por una boca acaba siendo dicho por otras’. Que en nuestra lengua no prevalece la relación emisor-receptor, sino el hecho de que son múltiples los emisores que se hacen eco de lo mismo, parece quedar demostrado con algunas locuciones similares, como estar en boca de todos e incluso la más explícita correr de boca en boca.

 


           La palabra boca la encontramos también en locuciones con las que queremos aludir al carácter de alguien. Así, decimos que habla con la boca pequeña quien dice algo sin convicción o por cumplir. O que le ha hecho la boca un fraile a quien es ‘excesivamente pedigüeño’. No hace más que ‘provocar para que alguien diga lo que desea callar’ quien busca la boca a otro y a quien habla con más extensión y claridad de lo que conviene se le calienta la boca. Por fin, para no alargar, se nos llena la boca de algo cuando hablamos con énfasis de alguien o de algo.

            Y hay muchas más: hacerse la boca agua, pedir por esa boca, partir la boca, meterse en boca de lobo, tener boca blanda, mantener la boca cerrada, hacer boca… Pero por hoy ya es suficiente.

 

sábado, abril 20, 2024

REDES SOCIALES, AMIGOS VIRTUALES Y EDUCACIÓN

«Los hombres de poco genio son como los niños de la escuela, que si se arrojan a escribir sin pauta, en borrones y garabatos desperdician toda la tinta». Esto lo escribía en una de sus Cartas eruditas y curiosas, de 1742, Benito Jerónimo Feijoo, una de las mentes más claras de la cultura española. Por la enorme variedad de temas que trató, algunos consideran a Feijoo anunciador del espíritu enciclopedista, ya que la primera edición de la Encyclopédie apareció en 1751. José María Blanco White, otra pluma notable de nuestras letras y que había sido alumno suyo, pese a que no lo apreciaba demasiado, escribió sin embargo, hacia 1830, en su Autobiografía: «[Feijoo] atacó resueltamente los errores populares con toda la agudeza de su ingenio, que verdaderamente era notable».

           Traigo aquí estas dos citas de tan lejanos como insignes autores ―le digo a Zalabardo― con la intención de mostrar que las redes sociales no son un invento de hoy por mucho que haya cambiado el instrumento de que nos valemos para tomar parte en ellas y la mecánica de su funcionamiento. ¿Qué hacía Feijoo en sus Cartas eruditas y, antes en su Teatro crítico? Algo muy simple: trasladar a quienes lo leyesen ―que en aquellos tiempos no eran tantos― tesis y opiniones de muy diferente índole, unas veces por iniciativa propia y otras en respuesta a las que a él se le dirigían. O sea lo que hacen, o pretenden, muchos de cuantos tienen cuenta de Facebook, de Whatsapp, de Instagram… Feijoo daba su parecer sobre el estado de la ciencia o de la enseñanza en nuestro país, sobre si era adecuado o no usar palabras extranjeras junto a las propias, sobre la elocuencia, sobre cómo terminar con los ladrones, sobre la vida de la corte, sobre cómo prevenir los terremotos, sobre las causas de las enfermedades… Al lector actual que no lo conozca podría extrañarle que, junto a esos temas indicados, metiera mano también a otros que podríamos considerar tan alejados como preocuparse por la técnica de las arañas para pasar de un tejado a otro o, por ejemplo, sobre si hay otros mundos habitados. Pero es que, además, y bien que lo dijo Blanco White, se interesó por denunciar los bulos, los errores nacidos del fanatismo, de la hipocresía o de la ignorancia; es decir, lo que hoy llamamos fakes, posverdades, verdades alternativas…



            Las cartas de Feijoo, las de Blanco White, los ensayos de Montaigne así como los escritos de otros autores, son ejemplos de que, aunque fuesen muy diferentes a las que hoy conocemos, se podía hablar de la existencia de unas redes sociales. La primera diferencia, salta a la vista, la impone que, al no existir internet ni disponer de ordenadores ni teléfonos inteligentes ―ni siquiera había teléfonos― las ideas y opiniones circulaban con bastante lentitud y con escasas probabilidades de convertirse en virales. La segunda viene de la dificultad para publicar un libro o colaborar en una revista; se necesitaba una capacidad económica mayor que la que supone cualquier dispositivo actual. Y la tercera tiene que ver con el elevado índice de analfabetismo y la menor posibilidad de acceder a la información; todo ello explica que cualquier red que imaginemos contaba, por fuerza, con pocos miembros.

            Por lo anteriormente expuesto se entenderá que no se diese tanto la actual vanidad de acumular una porronada de likes ni el engreimiento por contar con un número estratosférico de amigos. Esto último, también hay que decirlo, porque, en aquellos años, la amistad se consideraba algo demasiado valioso como para andar mercadeando con ella. Escribía Montaigne que «El último extremo de la perfección en las relaciones que ligan a los humanos reside en la amistad». Y todavía hoy, si consultamos algún diccionario, veremos que la amistad se define como «afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato».

Zalabardo sabe que no me obsesionan demasiado las redes, aunque valoro lo bueno que tienen, como cualquier otro avance en el terreno de la tecnología y del conocimiento, si se usan adecuadamente. Pero creo que no cuesta mucho comprobar que, junto a valiosas publicaciones, aparece en las redes mucha morralla. O sea, aquello que decía Feijoo sobre los faltos de genio que, al escribir sin pauta, toda su tinta la desperdician en borrones y garabatos.

            Tampoco ando mucho curioseando en los contenidos que se cuelgan. Atiendo, eso sí, a amigos que dan a conocer sus pinturas, o sus poemas, a los que me orientan con reseñas de libros, películas o televisión, a los que ponen fotos de sus viajes o sus paseos, a quienes son maestros en el arte de enseñarme, a través del objetivo de sus cámaras, el mundo que me rodea, a quienes comentan la actualidad de modo objetivo y son respetuosos con las personas y la verdad, a aquellos con quienes no tengo otra forma de contactar; de esas personas busco sus publicaciones y siento placer leyéndolas. Pero no me interesan en absoluto los chismorreos, ni quienes toman las redes como tribuna desde la que, impunemente, insultar o lanzar bulos, ni quienes se dedican a atribuir frases no pronunciadas a quienes jamás las dijeron en lugar de poner las propias. Mi amigo sabe cómo aborrezco esos reenviados muchas veces que, por lo común, difunden contenidos de veracidad no contrastada y que incluso pueden llegar a ser dañinos.

 


           Y citaba antes lo de los amigos. Solo me manejo, y con dificultades, en Facebook y WhatsApp. Bueno, y llevo adelante este blog. En Whatsapp, mantengo contacto con un grupo muy reducido de personas, los compañeros de bachillerato y apenas nadie más. Y en Facebook, son muy pocas las personas a las que pido su amistad. No porque tenga nada contra nadie, sino porque me falta lo que de verdad me uniría a ellas, el trato afectuoso y desinteresado para considerar amigo a un desconocido. En consecuencia, también soy remiso a aceptar la petición de amistad de quienes no conozco. Aun así, a veces cedo solo porque quien me hace esa solicitud resulta ser amigo de alguien con quien sí mantengo ese trato afectuoso y desinteresado. Pero antes que esa inverosímil cantidad de amigos virtuales (supuestos, no auténticos), los que valoro es tener amigos reales, que son muy escasos.

            Y lo que ya no es que me moleste más o menos, sino que no soporto, es la mala educación. Cada persona es libre de pensar lo que quiera y de decir lo que le parezca, cuestión que respeto sin que ello signifique que tenga que estar de acuerdo ni con su pensamiento ni con su conducta. Del mismo modo que no creo que el resto de las personas participen de mis opiniones. Frente a quienes solo aceptan su propia opinión y les molesta ser contrariados, traigo aquí otras palabras de Feijoo: «Yo convendría muy bien con los que se atan servilmente a las reglas, como [‘si no’] no pretendiesen sujetar a los demás al mismo yugo. Ellos tienen motivo para hacerlo. La falta de talento los obliga a esa servidumbre».  Pero si a esa falta de talento se une, además, mala educación ―y de esto hay bastante en las redes― mi actitud hacia estos amigos virtuales, que no reales, es simple: los bloqueo. Así, ellos podrán seguir haciendo alarde de su mala educación y de su falta de sentido de lo que sea el respeto. Pero, al menos, yo no tendré que soportarlos.

sábado, abril 13, 2024

LA MANZANA DE LA DISCORDIA

Durante una visita al Museo de Málaga, nos detenemos Zalabardo y yo a contemplar un bello cuadro de Enrique Simonet, El juicio de Paris. El hijo de Príamo, con ropas de pastor y agachado, sostiene en su mano una manzana que duda a cuál de las tres bellas jóvenes que tiene delante dar. Zeus le ha ordenado que sea él quien decida qué diosa, Hera, Atenea o Afrodita merece la manzana de oro que, en mitad de un banquete, lanzó Éride, la Discordia, para premiar a la más bella. Las tres se consideran merecedoras de tal honor y procuran atraerse el interés del joven Paris mediante sobornos: Hera le ofrece poder; Atenea, prudencia y victoria en la batalla; Afrodita, el amor de Helena. Lo que siguió ya se sabe. La larguísima guerra de Troya.

            En ese relato mítico tiene su origen la expresión ser manzana de la discordia con que señalamos a la persona o cosa que se convierte en motivo de enfrentamiento por discrepancia de opiniones. Se pregunta entonces Zalabardo, y no sé si me lo pregunta también a mí, si tal episodio, con ser relevante, es motivo suficiente para que la manzana, rica y apetecible fruta, sea tan mal tratada en el imaginario tradicional. En la conversación, sacamos a relucir manzanas famosas, desde la de Guillermo Tell, que puso en peligro la vida de su propio hijo para dejar constancia de su puntería, hasta la del cuento de Blancanieves.

            Le digo que, en mi opinión, aunque grave fuese armar la de Troya por una manzana, hay que remontarse a mucho más lejos, al principio de los tiempos, para hallar la razón de que sobre la manzana recayese la consideración de ser fruto prohibido. Tanto que sirva para señalar el motivo de una discordia como que se le aplique el triste honor de ser fruta prohibida ha dado paso también a que aparezca en refranes. Quizá el más común sea La manzana podrida pudre a su vecina, con el que se estigmatiza a la persona que ejerce sobre quienes la rodean una influencia negativa de tal naturaleza que acaba rompiendo el buen clima del grupo.


             Para este último caso hay quienes quieren dar una explicación, llamémosla científica, que puede valer hasta cierto punto solo. Se dice que una manzana que se ha pasado pasado en su estado de maduración produce una cantidad excesiva de etileno, hormona que, en forma de gas, la daña a ella y a cuantas estén próximas, que se pudrirán también. Digo que este razonamiento vale solo en parte porque el proceso de maduración y envejecimiento por efecto del etileno se da en todas las frutas y no solo en las manzanas. Lo mismo ocurre con los plátanos, las naranjas, las uvas… ¿Por qué, entonces, el contenido del cesto sufre, en la opinión general, la mala influencia de la manzana podrida y no del limón podrido, pongamos por caso?

            Vuelvo a pedirle a Zalabardo que piense en una razón mucho más antigua para que el fruto prohibido haya de ser la manzana y no otro cualquiera, y nos remontamos al Génesis. Creado el mundo, Dios lleva a Adán al Paraíso, donde había hecho crecer toda clase de árboles hermosos a la vista y de frutos suaves al paladar, aunque también, en el centro de aquella hermosura, colocó el árbol de la ciencia del bien y del mal. Una vez allí, le dijo: «Come si quieres del fruto de todos los árboles del paraíso. Mas del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas; porque en cualquier día que comieres de él, infaliblemente morirás».

            La historia la conocemos. El diablo, en forma de serpiente, tentó a Eva, a la que no solamente incitó a comer del fruto prohibido, sino que la convenció para que se la diese a comer también a Adán. Pero, si leemos cuidadosamente, nos surgirán un montón de dudas. Y es que en cada una de las líneas del Génesis que hablan de este episodio encontramos la palabra fruto, sin que en ninguna se especifique cuál fue el fruto que tan malas consecuencias tuvo para Adán y Eva y todos sus descendientes.



            La clave, de digo a Zalabardo, la tenemos en un curioso error de traducción, o de interpretación. En el siglo IV, el papa Dámaso, preocupado por la variedad de versiones que circulaban de la Biblia, encargó a Jerónimo de Estridón una traducción con la que dar a los textos sagrados, una versión que partiese de las lenguas originales en que se escribieron. El resultado sería lo que conocemos como Vulgata. Este nombre le viene porque las traducciones anteriores, recogidas bajo el nombre de Vetus latina (‘latín antiguo’), no coincidían todas y solían seguir el modelo de los textos en griego que, a su vez, procedían de las versiones hebreas. El trabajo de san Jerónimo consistió en pasar las Escrituras al latín popular, aunque tomando como fuente directa los textos hebreos. El error, puede llamarse así, nace de que, al parecer, san Jerónimo no era experto conocedor de la lengua hebrea. Así, en el episodio del Paraíso en que Adán y Eva contravienen el mandato de Dios, él escribió: Lignus scientiae bonis et mali, ‘árbol de la ciencia del bien y del mal’, traducción problemática porque mali es genitivo tanto del adjetivo malus, ‘malo’ como del sustantivo mālus, ‘manzana’.

            Mucha fue la gente que interpretó que san Jerónimo hablaba de manzana. La Iglesia también fue consciente de ello, pero nunca, ni en aquel momento ni después, se pronunció sobre el caso y eso es lo que ha hecho que la manzana haya sido considerada como el fruto prohibido bíblico.

             En este repaso sobre las manzanas, le digo a Zalabardo que en el imaginario popular no solo las hay malas, sino que pervive otra manzana que, sin tener ningún matiz negativo, sino todo lo contrario, también se sustenta en una historia sujeta a dudas. Es la manzana de Newton. ¿De verdad el ilustre físico descubrió los principios de la gravitación universal al ver cómo una manzana caía de un árbol, mientras él descansaba? Las versiones se contradicen. Mientras unos, por ejemplo William Stukeley, su primer biógrafo, sostienen que fue el propio físico quien contó tal cosa, otros muchos afirman que lo de la manzana es solo una metáfora que utilizó Voltaire para escribir sobre los logros de Newton.

sábado, abril 06, 2024

ESTAR A PARTIR UN PIÑÓN

 


Se lee en Juanita la larga, de Juan Valera, el siguiente párrafo: «El carnicero estaba con don Paco a partir un piñón, y de seguro que, si alguna becerrita se perniquebraba y había que matarla, lo que es los sesos, la lengua y lo mejorcito del lomo no se presentaba en otra mesa sino en la de don Paco.» Si miramos a nuestro alrededor ―le comento a Zalabardo― es fácil ver que el mundo anda tan revuelto que resulta difícil encontrar quienes, por bien avenidos, estén dispuestos a partir un piñón. Basta mirar el mapa del mundo para percibir que más bien se anda a garrotazos. Y si miramos dentro de nuestro patio, igualmente comprobamos que la crispación ha llegado a límites tan sonrojantes que son difíciles de soportar por cualquier persona normal. No es ya que nuestros representantes no estén a partir un piñón, es que andan tozudamente empeñados más en lanzarse piñazos que en otra cosa.

            Y a todo esto ―me pregunta Zalabardo―, ¿qué es y de dónde viene lo de estar a partir un piñón? En el Diccionario de la RAE se dice que es ‘haber unidad de intereses y afectos entre personas’ y, muy frecuentemente, se aplica a parejas de enamorados que se profesan tan íntimo afecto que no les importa compartir lo más pequeño que tengan, por ejemplo un piñón, e incluso, si es preciso, a partirlo con los dientes. Vamos, que vendría a ser algo semejante al Contigo, pan y cebolla o, en cuanto a la afinidad y cercanía, Ser uña y carne.

            La locución, pues, es clara y fácil de entender. Pero pronto, si pensamos en ella, surge una duda: ¿por qué aparece tan tarde? Porque el Diccionario de Autoridades no la recoge y el usual no da cuenta de ella hasta 1884 como ‘haber unidad y estrecha unión entre dos personas’. Algo, pues, debe haber que nos aclare el caso.

            Y la explicación existe. Todo nace de que hay una palabra que un día dejó de emplearse y la gente común, cuando perdió conciencia de tal palabra, la sustituyó por otra que se le parecía y que les servía incluso para crear un nuevo sentido. La palabra es quiñón, del latín quinio, que designa cada una de las cinco partes en que algo se divide. Encuentro esto ―le digo a mi amigo― en el artículo A partir un _iñón, que publicaron en 2014 Eva Liergo e Ignacio Ceballos en la revista Rinconete, del Centro Virtual Cervantes.

 


           Comienzan estos autores dando cuenta de que hay diccionarios de refranes, dichos y proverbios que explican estar a partir un piñón como alusión a los novios que no tienen inconveniente en dividirlo partiéndolo con la boca y que luego, por extensión, se aplica a personas entre las que existe patente armonía. Pero, para desengaño de quienes tal piensan, el dicho es bastante anterior y, en lugar de significar armonía entre personas, podría indicar a veces todo lo contrario.

            Por lo pronto, no es de un piñón de lo que se habla en la forma originaria, sino de un quiñón, que es algo muy diferente. Sostienen Liergo y Ceballos que, en zonas de Castilla, y tal vez otros lugares, las tierras comunales podían ser divididas para su explotación entre varios, que no tenían por qué ser cinco necesariamente. No obstante, la parte más pequeña, ya indivisible, seguía denominándose quiñón. De hecho, en el DLE se define el quiñón como ‘parte que alguien tiene con otros en una cosa productiva, especialmente una tierra, que se reparte para sembrar’.

            De aquí se extrae que el quiñón podía estar compartido por más de una persona. Estas personas, según esto, partían (compartían) un quiñón y no siempre las relaciones tenían por qué ser buenas, sino que en ocasiones surgían disputas a causa del desacuerdo a la hora de explotar ese terreno. La teoría podría sonar algo rebuscada, pero le enseño a Zalabardo el artículo en que se desarrolla la idea para que vea que la interpretación se sustenta en un texto del siglo XIV, el Libro de miseria de omne, obra que se inscribe dentro del llamado mester de clerecía y que es una interpretación bastante libre de otra del siglo XII, De contemptu mundi, compuesta por Lotario de Segni, quien posteriormente sería elegido papa con el nombre de Inocencio III. La estrofa 121 del Libro de miseria de omne dice así:

Onde dize gran verdad el rey sabio Salamón:

«El siervo con su señor no andan bien en acompañón,

ni el pobre con el rico no partirán bien quiñón,

ni será bien segurada oveja con león»



de donde se desprende que dos partirán bien un quiñón solo si entre ellos se entienden; pero que no partirán un quiñón, quienes no hagan buenas migas. Con el tiempo prevaleció la interpretación positiva, estar a partir un piñón, sustituyendo la palabra quiñón por la que se entendía mejor. En incluso, aparecieron locuciones semejantes, como estar a partir de un confite, que compruebo en el Diccionario de americanismos que persiste en países americanos como ‘tener dos personas una relación o asociación estrecha’ ―el peruano Ricardo Palma escribía «En 1822 estábamos a partir de un confite con la Inglaterra»―  y que, en el siglo XIX, Bartolomé José Gallardo, miembro de la Real Academia de la Historia, en carta dirigida a un amigo le daba la enhorabuena «como dos que se quieren bien y muerden en un confite

sábado, marzo 30, 2024

MATALAHÚVA (SOBRE LA NECESIDAD DE LA ORTOGRAFÍA)

 

Zalabardo sabe que colaboro en El pespunte, periódico digital de mi pueblo (Osuna), con un artículo quincenal. José María Pérez Moreno, buen amigo, me comenta que en mi último artículo he escrito matalaúva en lugar de matalahúva. Podría haber recurrido a cualquier justificación, pero he considerado adecuado decirle que tenía razón y que, pese a que hay tres formas posibles de escribir el nombre de esa planta y su semilla ―matalahúva, matalahúga o, sencillamente, anís― no sabría explicar por qué razón   escribí la que él me indica, que es incorrecta.

            Cuento esto porque he leído esta misma semana que el nuevo decreto que se prepara sobre las pruebas de acceso a la Universidad recoge que a los alumnos se les exigirá «coherencia, corrección gramatical, léxica y ortográfica en la redacción de sus textos». Y que los fallos ortográficos y gramaticales se penalizarán con una rebaja de hasta un 10% de la calificación. ¿Qué ha ocurrido para que haya que imponer una norma de ese tipo?

            Mi experiencia de muchos años como profesor ―ya estoy jubilado― me reafirma en la opinión de que nuestro sistema educativo arrastra errores de base. En primaria y secundaria, es la creencia que muchas veces he transmitido a Zalabardo, prima la exigencia de contenidos en detrimento de la formación en habilidades básicas: comprensión lectora, competencia léxica y corrección expresiva, tanto la oral como la escrita. Nunca he entendido que profesores de Matemáticas, o de Filosofía, digan: «Bastante tengo con corregir las cuestiones de mi materia como para preocuparme por la ortografía».

            ¿Resultado? Hemos desembocado en una excesiva relajación culpable de que nuestros alumnos no alcancen la adecuada competencia expresiva y comprensiva: se lee mal, se escribe mal y cuesta entender un texto o exponer oralmente un tema. En otros tiempos, para poder entrar en lo que hoy es primero de secundaria había que superar una prueba consistente en realizar un dictado (sin cometer faltas de ortografía), resolver unas cuestiones de aritmética básica (una división, por ejemplo) y responder a unas preguntas simples (¿qué río pasa por Sevilla?, pongo por caso). Ahora caemos en la paradoja de pretenderlo a la hora de entrar en la Universidad. ¿No parece un poco tarde?

            Sé lo que es la matalahúva, y sé cómo se escribe. Pero al escribir ese artículo fui poco cuidadoso en su revisión y se me escapó ese error que no por ser involuntario deja de ser error. Por eso he considerado pertinente escribir hoy sobre esto. ¿Hasta qué punto es necesaria una ortografía correcta? La lengua es un sistema de signos orales y escritos que una comunidad usa para comunicarse. Y la escritura es el conjunto de símbolos con los que representamos cualquier mensaje o texto y los hacemos perdurables. Gracias a ella conocemos el Código de Hammurabi, la Ilíada, la Divina Comedia, el Quijote


            De los varios tipos de escritura existentes, nos interesa hablar de la alfabética, que es la nuestra y que frente a otras ―como la ideográfica o la silábica― presenta la ventaja de que, con un número reducido de elementos ―nuestro abecedario consta de tan solo 27 letras― se puede construir un número ilimitado de mensajes. De la relación que hay entre las grafías, las letras, y las unidades fónicas, los sonidos, que es una relación arbitraria, se cuida la ortografía, que a su vez es un sistema convencional de normas. Pero no podemos pensar que, por esa convencionalidad, sea una amalgama de reglas sin sentido, sino que es un sistema estructurado que, a la vez que se ocupa de indicarnos cómo se traza cada letra (a, k, π, δ, Б…), nos informa sobre cómo y cuándo se usan, nos orienta sobre la representación de abreviaturas y siglas, cuándo emplear mayúsculas, cómo escribir los extranjerismos adoptados, cómo marcar la acentuación o cómo emplear la puntuación. Ya no es solo cuestión de diferenciar baca/vaca, echo/hecho o poyo/pollo. Es que no es lo mismo escribir ¡Ha venido María! que ¿Ha venido María? Y, por supuesto, de saber que tampoco dicen lo mismo las frases Si quiero lo haré que Sí, quiero; lo haré. Y podríamos seguir poniendo ejemplos.

            La ortografía, que fue tomando cuerpo con el tiempo y que se juzgó imprescindible desde la invención de la imprenta, se ha ido conformando de acuerdo a unos criterios claros. El primero fue el fonológico (intento reproducir la forma de hablar); luego comenzó a imponerse el etimológico (se escribía de acuerdo con la forma de la palabra en su origen); y a ambos se unió el del uso tradicional (escribir siguiendo el ejemplo de los escritores de prestigio). Estos tres criterios son reconocibles todavía en nuestra ortografía, aunque predomina el etimológico.

            Y no deben olvidarse las funciones que la ortografía cumple: por ejemplo, garantiza y facilita la comunicación escrita desde el momento en que todos empleamos un mismo sistema. Garantiza la unidad de representación gráfica uniforme frente a las variantes de pronunciación (la palabra llave la pronuncian de manera distinta un vallisoletano, un cordobés y un rioplatense, aunque los tres la escriban igual). Y es el cauce para evitar una evolución descontrolada y fragmentaria de la lengua (la unidad de nuestra lengua en todo el ámbito hispanohablante es posible gracias a la ortografía).

 


           No es cuestión ―le digo a mi amigo― de ponerse aquí a revisar todas las reglas ortográficas, pero puede servirnos de ejemplo hacer un repaso de uno de los casos más curiosos de nuestra lengua: qué explica que lleven h, que no representa ningún sonido, tantas palabras. Veamos diferentes casos. En el latín primitivo, en honor, hodie, habilis y otras palabras, la h representaba una aspiración que pronto desapareció, aunque se conservó la forma gráfica (por eso, honor, hoy o hábil). Otro grupo de palabras con h proceden de una aspiración de la f- latina (harina < farina, hijo < filium, herir < ferire). La etimología justifica también su presencia en palabras que portan los prefijos hemi- hidro-, hiper- etc., cuya primera vocal, en griego, tenían espíritu áspero (ἠμι, ὐδωρ, ὐπερ), que indica aspiración. Del mismo modo aparece en muchas palabras de origen árabe que tenían un sonido aspirado o de otras lenguas que también la tienen (alcohol, alhaja, haiku, hándicap…). Y, para terminar, llevan h las palabras que comienzan por ue- ua- ui- para indicar que esa u tiene valor vocálico y no el consonántico que también podía tener en latín.

            Pero la ortografía, como toda la lengua en su conjunto, no es inamovible. Así, las reglas se van adaptando y desaparecen formas en que la fonología ha cambiado. Por eso escribimos hoy oscuro y no obscuro, setiembre y no septiembre (esta todavía anda a la gresca) y otras más. Y no han faltado intentos de revisión, e incluso de supresión de la obligatoriedad de las reglas. Ahí están los casos de Andrés Bello, Juan Ramón Jiménez o Gabriel García Márquez. Pero, siendo importantes sus opiniones, no acaban de ser totalmente relevantes. Señal de que la ortografía no es un capricho.

            En fin, que la ortografía, compañera inseparable de la escritura, no solo asegura la correcta comunicación escrita, sino que es un bien social que concede buena imagen a quien la respeta y sanciona a quien la descuida. Por eso sigo sin concebir ―le digo a mi amigo― que a un universitario, o a cualquier persona culta, haya que recordarle la necesidad del conocimiento de las reglas ortográficas.