Tras unos días separados, le cuento a Zalabardo que he tenido ocasión de conocer varias leyendas tradicionales. Mi amigo sabe mi afición por este tipo de relatos, tanta como por los refranes. Pero cuando se habla de leyendas, a no pocas personas le surgen dudas acerca de si están más cerca de la historia o del mito. En realidad, son tres tipos de relatos diferentes con características propias cada uno de ellos.
Deberemos comenzar por el mito,
aunque solo sea por el simple hecho de que es el más antiguo. El mito,
su contenido, hay que situarlo en un periodo ahistórico, fuera de la historia,
porque nace precisamente por la ausencia de la historia y la
necesidad de explicarnos muchas cosas que no entendemos. Por ejemplo, el origen
del mundo, de los dioses o de muchos fenómenos naturales ―la lluvia, el fuego,
la aparición del hombre…―
Llama la atención la estrecha
relación del mito con actitudes religiosas o sagradas. Por
ejemplo, nada más comenzar la Biblia, en el primer capítulo del Génesis,
se habla de la creación. Se dice que «la tierra estaba confusa y vacía y las
tinieblas cubrían la haz del abismo». Aunque algunos ―o muchos― creyentes se
pudieran sentir escandalizados, hay que aceptar que esta idea se repite en culturas
de muy variadas regiones, muchas de las cuales son anteriores al relato bíblico.
La idea de que antes de nada lo que existía era el Caos y luego fueron
surgiendo las divinidades, y luego los seres humanos, se encuentra en relatos
mitológicos japoneses, egipcios, sumerios, celtas… Y no debe extrañar que unas
hayan ido repitiendo el relato metafórico que antes defendían otras.
Porque el mito es la narración
que explica todo aquello que nos intriga y para lo que no tenemos ninguna
explicación suficiente. En el mito hay mucho de metáfora, pues es
una forma bella de explicar algo que no acabamos de comprender y que no
podríamos explicar de otra manera. Como sucede también con la leyenda,
el mito no tiene dueño, sino que diferentes culturas lo compartan, aunque lo
cuenten de otra manera. Cuando aparece
la ciencia, cuando surge la historia, el mito pierde su valor,
aunque lo conservemos en forma de bella historia.
El componente fantástico que reconocemos en el mito
se encuentra también en la leyenda, aunque no en iguales dosis.
La leyenda es un relato popular y tradicional, que se basa en
hechos pretendidamente reales, pero que se enriquece con elementos fantásticos
o sobrenaturales. No es historia, pero se encuentra limitando con
ella y trata de apoderarse de sus vestiduras. Además, la leyenda tiene
una función de entrenamiento y didáctica.
Le digo a Zalabardo que el episodio de la
creación es un mito, pero que el episodio de Hércules
posando sus pies sobre una roca y abriendo con su fuerza el estrecho de
Gibraltar es una leyenda.
De los tres conceptos que estamos manejando, la
historia es el más frío y menos atractivo, porque en él no tiene
cabida la imaginación ni se construye mediante metáforas. La historia
nos cuenta hechos que son comprobables y ―esto es quizá lo principal― están
documentados.
Podría servir de ejemplo el caso de la leyenda de la mora encantada del castillo de Monfragüe. Unos sitúan el episodio como acaecido en el siglo VIII, otros lo sitúan en el XII y, por fin, otros en el XIII. Respecto a los protagonistas, unos dicen que acaeció en tiempos de Alfonso VIII mientras otros mantienen que fue durante el reinado de Fernando III. Por fin, la mora de la leyenda es llamada por unos Sara, al tiempo que otros la llaman Noeima.
Por supuesto, de este relato de amor entre un
cristiano y una musulmana que, sin querer, acaba mostrando el único lugar por
el que la fortaleza podría ser conquistada, no existe el menor documento. Como
no hay documento válido, sino tradiciones piadosas que se repiten hasta la
saciedad de cuando ―iniciada la corriente de adoración de la Madre de Cristo
en la Edad Media― comienzan a aparecer relatos de tallas de la Virgen
que halla un pastor mientras buscaba una cabra perdida, o escondida en el
tronco de un árbol, o en una cueva o en cualquier otro lugar semejante. Son
relatos piadosos que repiten en mil poblaciones de mil países con la única
intención de favorecer la adoración de la Madre de Dios.
Las leyendas ―más incluso que los mitos― son propiedad común y nadie debe declararse su dueño exclusivo. Ese rasgo es el que explica que encontremos tantas parecidas, aunque con algún detalle modificado por necesidad del lugar en que se va a situar. De la Virgen de Guadalupe se cuenta que ―habiendo estado anteriormente en Roma― al ser paseada en procesión durante una epidemia, los enfermos de las calles por donde pasaba sanaban de inmediato, historia que se cuenta ―idéndica― de la Virgen del Rosario en Cártama. Como se cuenta de la Virgen de le Escarihuela ―de Montejaque― y de la de Porticate ―de Yunquera―, que al ir a ser trasladadas de su ermita, llegados a un determinado lugar, a los portadores les resultaba imposible seguir andando, por lo que habían de regresar al templo.
Y en Cáceres he oído contar dos leyendas de las
que se afirma haber sucedido en esa ciudad, aunque su procedencia sea otra. Por
ejemplo, la de la bella Inés es una leyenda, El Cristo de
la calavera, que escribió Gustavo Adolfo Bécquer y situó en
Toledo, precisamente en la calle de ese nombre, muy cerca del Alcázar. Y la de La
princesa encantada no es otra que la que se cuenta de Monfragüe.
1 comentario:
Buenas tardes: dígale a Zalabardo de mi parte que aunque la historia sea la más fría de las opciones no escatima en ser engalanada y llevada en volandas por la ilusión del recuerdo. En este sentido, dígale que busco información, datos, documentos sobre la producción literaria - si la hubiera- de su compañero Juan Ángel. Soy un antiguo alumno vuestro y tengo un pequeño proyecto-homenaje al respecto. Le ruego que se comunique conmigo al correo: rmdespacho@gmail.com.
Atentamente
Ramón Martínez García
Muchas gracias
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