Hay palabras ―le digo a Zalabardo― que, por su misma sencillez, disimulan toda su carga simbólica. Es lo que pasa con llave. Todos estamos acostumbrados a ese instrumento metálico ―en tiempos, enorme y pesado, hoy diminuto y fácil de llevar― que, introducido en una cerradura, activa su funcionamiento. No importa que la llave clásica haya sido sustituida en nuestro tiempo por microchips insertados en una plaquita de plástico (los chips de identificación por radiofrecuencia); su función no ha variado.
Antigua o moderna, la llave
posee un valor simbólico en el que no solemos pensar. La llave es
independencia, confianza, éxito y seguridad. Por eso llamamos llave
a cualquier recurso que elimina el obstáculo que nos impide alcanzar un
objetivo; a la acción ―en un deporte de lucha― con la que se inmoviliza al
contrario; al dispositivo que permite o impide el paso de agua por un conducto;
a la asignatura cuyo aprobado es necesario para pasar al nivel superior; a la
dovela superior, en un arco, que traslada fortaleza de las demás; a la
actuación que nos permite salir airosos en cualquier trance…
La raíz indoeuropea kleu-,
‘gancho, clavija’, es el origen del verbo latino claudo, ‘cerrar’
(porque se cerraba mediante un gancho). De ahí proceden claustro,
cláusula, concluir, clavícula, recluir,
excluir… Pero también es origen de clavis, llave.
El castellano, que en algunas cuestiones parece querer llamar la atención entre
las lenguas románicas, usa llave porque palatalizó en ll
todo grupo inicia cl latino (clamare, ‘llamar’),
pues, en nuestro entorno, el catalán dispone de clau, el francés,
de clé, el italiano de chiave, o el portugués de chave.
La charla anterior nos lleva a
Zalabardo y a mí hasta cónclave, término muy utilizado en estos
días tras la muerte del papa Francisco. Aunque el origen de la palabra está
en la unión de cum y clavis, ya en el latín clásico
existía conclave, -is, ‘habitación cerrada con
llave’ e, incluso, ‘calabozo’, voz atestiguada en Terencio y en Cicerón.
Sin embargo, esta palabra, con el tiempo, se ha ido especializando en
significar el ‘proceso en que los cardenales se reúnen para elegir nuevo papa’.
Desde los primeros tiempos del cristianismo, era normal la reunión de los prelados para decidir sobre el sucesor del pontífice difunto. Pero lo que hoy nos parece tan natural nos debe hacer pensar en un suceso peculiar acaecido en el siglo XIII. A la muerte del papa Clemente IV ―en 1268―, los cardenales reunidos en la ciudad italiana de Viterbo no lograban ponerse de acuerdo. La causa eran las rencillas entre los franceses y los italianos. Tras tres años de votaciones fallidas, en 1271, las autoridades civiles de la ciudad de Viterbo tomaron una decisión drástica: los cardenales permanecerían literalmente encerrados con llave ―en cónclave― en un local que ni siquiera disponía de techo, por lo que estaban expuestos a los elementos. También se les racionó la comida. De allí no saldrían hasta haber elegido un nuevo papa.
La medida tuvo rápido efecto. Fue elegido Teobaldo
Visconti ―Zalabardo me pregunta si este Visconti tendrá relación con
el director de cine Luchino Visconti, pregunta que no le puedo
responder―. Teobaldo, que en aquellos momentos era obispo de Lieja, no
estaba presente en el cónclave. Se encontraba en Tierra Santa, encabezando
las tropas de Eduardo I de Inglaterra en la conocida como Novena
Cruzada, por lo que, en el invierno de aquel año, abandonaría la
campaña tras conocer su designación.
Accedió al papado con el nombre de Gregorio
X y, poco después ―en 1274―, convocaría el Concilio de Lyon, en el que se
regularon todas las medidas a las que se tendría que ajustar en adelante el
proceso de elección papal. Una de ellas era la que imponía que el elegido fuese
un cardenal. Él mismo no lo era en el momento en que fue elegido y hubo que
llevar con prisas su acceso al purpurado.
También estamos acostumbrados a ver que el cónclave
se celebre en la Capilla Sixtina, lo que no siempre ha sido así. No
existió sede prefijada hasta 1492 en que se decidió que la reunión tendría
lugar en el Vaticano. Pero solo en 1878 se determinó que la capilla
decorada por Miguel Ángel fuese el lugar de celebración del cónclave.
Y así sigue la cosa por el momento.
Ya que estamos con este tema, le sugiero a
Zalabardo que también podríamos referirnos a otra palabra, sínodo,
que, sin estar directamente relacionada con llave, tiene gran
resonancia en nuestros días gracias a un derivado suyo, sinodalidad.
Si miramos en un diccionario, encontraremos que sínodo se recoge
como término propio del lenguaje eclesiástico. El Diccionario de Manuel
Seco solo dice que es ‘asamblea de eclesiásticos, especialmente de
obispos’. Y aunque el de la RAE presenta como cuarta acepción que, en
astronomía, es ‘conjunción de planetas’, ni en el Glosario de la Sociedad
Española de Astronomía ni en el del Planetario de Buenos Aires aparece
recogido tal término.
Sínodo es término griego
formado por συν, ‘encuentro, reunión, asamblea’ y ὀδος,
‘camino, viaje, ruta’. En la antigua Grecia, se llamó sínodo a la
reunión que celebraba en Delos la Liga Marítima. En términos generales,
un sínodo era una reunión para caminar juntos en la resolución de
un asunto. Pero muy pronto la Iglesia acogió el término para designar
las reuniones de la jerarquía eclesiástica, bien con carácter universal o bien local.
Sinodalidad, por su parte, es un neologismo que comenzó a emplearse en el Concilio Vaticano II, pero que ha sido relanzado por el difunto papa Francisco y que ha levantado ampollas en algunos círculos eclesiásticos que creen mermado su poder. Las conversaciones que Javier Cercas mantiene con personas muy allegadas al pontífice y que podemos leer en El loco de Dios en el fin del mundo, libro que le encargaron escribir sobre el viaje del papa a Mongolia en 2023 y cuya lectura recomiendo, deja muy claro qué sea la sinodalidad. Ya no es solo la reunión de obispos durante un tiempo determinado, sino un proceso de varios años en el que interviene todo el pueblo cristiano. Todos están invitados y nadie debe ser excluido.
Me pregunta Zalabardo si eso significa imponer
una democracia en el funcionamiento de la Iglesia. Esa misma pregunta planteó
Cercas a varios entrevistados. Todos le decían que no es exactamente eso,
pues la Iglesia no puede entenderse como una sociedad política, pero sí
algo parecido: terminar con el clericalismo, creencia de que la jerarquía
religiosa es quien decide en todo, e imponer un sentido de participación
efectiva de todos los fieles, e incluso de quienes no lo son. Una de las tareas
que aguardan a quien salga elegido papa en este cónclave es la de
hacer realidad tal concepto.
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