No pasan los espectáculos taurinos por buen momento. Muchas son las voces que gritan contra ellos y solicitan su desaparición. El argumento en que se apoyan los detractores ―el de la crueldad contra un animal― tal vez sea el de mayor peso, pero es el único. Zalabardo y yo nos consideramos amantes de los animales y no somos especiales admiradores de los espectáculos taurinos. Sin embargo, y sentado lo anterior, creemos que hay algo que no cuadra del en esta actitud prohibicionista.
Tenemos la sensación ―que es casi certeza― de
que en nuestra sociedad reina una fuerte tendencia ―que no sé cómo calificar― a
organizar y difundir en las redes campañas contra todo aquello que no nos gusta,
con el único objetivo de alcanzar su prohibición. Pedimos que se prohíban ―porque
no se ajustan a nuestro modo de pensar― películas, espectáculos teatrales, conciertos,
libros… Lo peor de todo en esta fiebre prohibicionista es la falta de
coherencia, porque dejamos de ser conscientes de que aquello cuya desaparición
solicitamos no difiere mucho de otras cosas que ―al mismo tiempo― defendemos con
tenacidad.
Muchos antitaurinos no consideran maltrato
animal los toros de fuego ni los correbous, así como son muchos los animalistas
que no se oponen a la tenencia de mascotas exóticas, animales silvestres, a los
que se saca de su hábitat natural ―serpientes, aves, tortugas…― cuyo maltrato
se multiplica no solo por esto sino cuando, pasado el capricho de tenerlas, se
nos vuelven incómodas y las abandonamos lejos del lugar que les correspondería.
Lo que crea, además, un peligro para las especies autóctonas. Me recuerda
Zalabardo una canción de Cuco Sánchez que oíamos de pequeños en la voz
de Miguel Aceves Mejía, Grítenme piedras del campo, en la
que se decía: «Soy como pájaro en jaula […]. Aunque la jaula sea de oro, no
deja de ser prisión». Por esa y más razones, ni Zalabardo ni yo somos
partidarios de tener animales en casa, porque les robamos su libertad.
Pero le digo a Zalabardo que nos estamos separando de la cuestión, pues lo que pretendo en este apunte no es una defensa de la tauromaquia ni hablar del maltrato animal. A fin de cuentas, el asunto de la prohibición de corridas de toros no es algo de ahora ni cosa de unos cuantos. El Concilio de Trento, las Cortes de Valladolid de 1555, las Cortes de Madrid de 1567, el papa Pío V en 1567, Felipe V en 1740, Fernando VI en 1754, Carlos III en 1790… ―se podría seguir― se pronunciaron a favor de la prohibición. Y en este juego alternante entre de abolición y permisividad, los espectáculos taurinos han seguido adelante.
Porque lo que aquí me interesa ahora ―aviso a
mi amigo― no es el espectáculo en sí, sino la fuerza con que el lenguaje
taurino ha venido calando en todas las facetas de la vida cotidiana. Nuestra
lengua se halla plagada de términos y expresiones que proceden del léxico
taurino y utilizamos con naturalidad. Por ejemplo, la que da título a este
apunte: Al toro, que es una mona. Con esta frase se anima a una
persona a enfrentar una tarea de la que se supone que ha de salir fácilmente
triunfador. ¿Y cuál es su origen? Hubo un tiempo en que a los toros que
carecían del trapío suficiente y no parecían peligrosos se les llamaba
despectivamente monas. Y los apoderados y subalternos del torero
lo animaban a que aprovechara la coyuntura y se empleara a fondo, porque poco
era el riesgo que correrían.
Pero hay muchos más ejemplos. Cuando alguien
critica la actuación de otra persona desde una posición de privilegio y sin que sobre
él recaiga ninguna responsabilidad ni redunde ningún daño, se le responde que
es fácil ver los toros desde la barrera. Prestar ayuda a alguien para
sacarlo del apuro en que se encuentra decimos que es echarle un capote.
Si fracasamos en el momento de enfrentarnos con alguien en un debate o no
conseguimos convencerlo con nuestros argumentos, hemos pinchado en hueso.
Tras una actividad fatigosa en la que hemos perdido muchas energías, quedamos
para el arrastre. Y cuando nos dejamos envolver en un debate que no nos
interesa llevados por mañas de un oponente, decimos que hemos entrado al
trapo.
¿Y cuál es la razón de que frente a una
situación que nos resulta excesivamente enojosa y grave digamos que la cosa pasa
de castaño oscuro? Hay afirmaciones ―sabido es― que aunque se acepten
de manera generalizada como válidas no siempre pueden darse por ciertas. Así, nadie
sostiene como verdadero el refrán que dice que tiempo pasado, siempre
loado. Pues eso sucede con lo de castaño. Es creencia que
los toros de este pelo son especialmente bravos y peligrosos, por lo que hay
que andarse con cuidado frente a ellos. Y cuanto más castaños sean
―es decir, pasen de castaño oscuro―, mayor será su
peligrosidad.
Pero de cuantas expresiones voy mencionando, a
Zalabardo le atrae una de manera especial: Coger el toro por los cuernos.
Cualquier diccionario nos indica que con ella se alude a la acción de enfrentarse
resueltamente con una dificultad. El significado le queda claro, pero ya no
tanto cuál sea la relación que la locución tiene con el espectáculo taurino. Le
tengo que explicar que yo conocí su origen leyendo la Tauromaquia o arte
de torear de José Delgado Guerra, Pepe-Hillo.
Junto con Costillares y Pedro Romero, Pepe-Hillo
(1754-1801) pasa por ser uno de los toreros que contribuyó a fijar las reglas y
estilo con que discurre una corrida de toros.
En el libro citado, Pepe-Hillo habla de una suerte ―cada uno de los lances que se practican en una corrida― llamada suerte de mancornar. Este lance ―que dejó de practicarse hace muchos años― según el Vocabulario taurómaco, publicado en 1880 por Leopoldo Vázquez Rodríguez, es la «suerte que se ejecuta colocándose frente al animal, citándole, y al llegar se le hace un cuarteo, se coloca el diestro de costado, y al mismo tiempo de hacer un empuje sobre el brazuelo, se agarra el cuerno derecho con la mano derecha y el izquierdo con la mano izquierda, apretando de fuera adentro, hasta poder derribar la res».
Lo que no he logrado saber ―aunque esto tenga
poco que ver con la mona del principio― es por qué se llama así, mona,
a la protección metálica articulada que lleva el picador en su pierna derecha. Pepe-Hillo,
en el libro citado, dice de tal protección ―que en su origen era mucho más
pequeña que la actual― que el primero en utilizarla fue don Gregorio Gallo,
razón por la que recibió el nombre de gregoriana. Sin embargo,
más tarde perdería este nombre para pasar a llamarse mona, como
se conoce en la actualidad.
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