Me pregunta Zalabardo si me he percatado de lo difícil que resulta escuchar a alguien reconocer que ha errado al opinar sobre alguien o al sostener una conducta improcedente. Da igual su nivel social o la función que desempeñe. Y hablando de esa manera de proceder, sacamos a relucir dos historias que reflejan la diferencia de talante que en sus protagonistas se encuentra.
La primera es una anécdota acaba con la frase Quizá
los dos nos equivoquemos, que unos aplican a un enfrentamiento entre Jacinto
Benavente y Valle-Inclán y otros al de Voltaire y el
fisiólogo suizo Albrecht von Haller. Sucediesen o no ―aunque eso importe
poco para lo que hablamos mi amigo y yo― la verdad es que su origen hay que
buscarlo en un cuentecito de Juan de Timoneda (siglo XVI) recogido en Sobremesa
y alivio de caminantes. Se habla en él de un tejedor y un sastre que,
habiendo sido amigos, acabaron por enemistarse. Pero mientras el tejedor seguía
hablando bien del sastre, este no hacía sino maldecir del tejedor. Una señora
conocedora de la situación preguntó al tejedor cómo, si el otro solo decía maldades
de él, le respondía de una manera totalmente contraria, a lo que el tejedor
contestó: «Quizá mintamos los dos».
La otra historia la sacamos de Las
mocedades del Cid, drama de un casi contemporáneo suyo, Guillén de
Castro. Tras haber ofendido el conde Lozano ―padre de Jimena―
a Diego Laínez ―padre del Cid―, en una conversación
que mantiene con Per Ansures, el conde dice que siempre hay que
mantener una opinión que sea honrada, pero que, si por acaso fuese errada, lo
que procede es «defendella y no enmendalla».
En el primer caso ―le digo a Zalabardo―, el
tejedor admite que los dos pueden estar errados en su proceder y ninguno
acierte en lo que dice, pues tal vez su contrincante no sea merecedor de las
palabras que le dedica ni él de las que recibe. La respuesta, si meditamos
sobre ella, está cargada de ironía, pero ―y esto es importante― parte del
principio de que todos podemos equivocarnos.
En el segundo caso, en el conde Lozano
se advierte una gran dosis de soberbia. Si bien parte de una verdad
incontestable, que debemos procurar que nuestra opinión sea honrada para, con
ella, acertar en lo principal, la conclusión no puede ser más cínica, pues
sostiene que, si por el contrario uno ha errado, hay que sostener el error
hasta sus últimas consecuencias.
Le surge la duda a Zalabardo sobre si ese defendella
y no enmendalla puede ser equiparable a otras expresiones como no
dar el brazo a torcer o mantenerse en sus trece. Le doy a
mi amigo una respuesta «a la gallega», pues sin dar por buena la similitud,
tampoco se la niego. Naturalmente, eso me exige tener que explicarme, ya que la
realidad es que tanto una como otra expresión tienen más de una interpretación.
Dar el brazo a torcer parece ―según todos los indicios― ser expresión muy antigua, nacida de un tipo de competición o entretenimiento, pulsear o echar un pulso, que consiste en probar dos contrincantes su fuerza, cogiéndose de la mano y apoyando el codo sobre una superficie firme, hasta conseguir que uno de ellos abata ―haga torcer― el brazo del otro. De aquí surgió que dar el brazo a torcer es «rendirse o desistir de un dictamen o propósito». Y la forma negativa, no dar el brazo a torcer, significó en los inicios, «resistir, no rendirse ante la fuerza de otro», para, más tarde, pasar a significar, «mantenerse obstinadamente en una opinión, sin desdecirse de ella». En este segundo caso, coincidiría con defendella y no enmendalla, pero no en el primero.
Mantenerse en sus trece,
sin embargo, ofrece mayores dificultades de interpretación, puesto que se le señalan
tres orígenes diferentes. Una de las tesis que se mantienen es que mantenerse
en sus trece tiene su origen en el momento en que ―en España― se exige
la conversión de los judíos. Esto suponía abjurar de los trece principios
básicos del judaísmo que ya había expuesto Maimónides. Quien no renegaba
de su fe, es decir, se mantenía en sus trece, se exponía a la
expulsión e incluso a la muerte. Por ello, mantenerse en sus trece
es «persistir en algo, mantener a todo trance una opinión». Bien mirado, era
una actitud equiparable a la de los antiguos cristianos que se mantenían firmes
cuando se le pedía renunciar a su fe. Otra tesis defiende que el dicho procede
de un juego de naipes, la escoba o el quince, en el
que había que ir reuniendo cartas hasta aproximarse lo más posible a los quince
puntos, pero sin pasarse. Como el juego actual de las siete y media.
Quien se mantenía en sus trece renunciaba a coger más cartas por considerar
suficiente trece puntos y por miedo a pasarse. Según esto, la expresión podría
ser señal de «cautela, miedo o prudencia ante la posibilidad de perder lo que
se tiene».
Y, por fin, hay una tercera opinión. A la muerte del papa Gregorio XI, en 1378, los cardenales estaban profundamente divididos en tres facciones ―los lemosinos, los galicanos y los romanos―. Convocado el cónclave, surgió el temor de que pudiese salir elegido un papa no italiano. Para evitar tal supuesto, no esperaron la llegada de los cardenales que estaban en la corte de Aviñón y eligieron a Urbano VI, lo que precipitaría el Cisma de Occidente. Como reacción, los cardenales menospreciados eligieron al español Pedro Martínez de Luna ―el papa Luna― que asumió el papado como Benedicto XIII. Hubo un largo proceso en el que la Iglesia buscó la reunificación. Las opciones de solución contemplaban que Luna renunciase, de lo que en algunos momentos se mostró partidario. Pero, al final, siempre se negaba y se obstinaba en mantenerse en el puesto. Incluso condenado y declarado antipapa, terminó por refugiarse en Peñíscola, donde vivió hasta su muerte sin renunciar jamás al papado. Por su nombre, Benedicto XIII, se dice que surgió la expresión mantenerse en sus trece para significar «persistir de forma obstinada en un error u opinión». Esta tercera es la que más se parece a la actitud del conde Lozano.
Me pregunta Zalabardo cuál de esas tesis tiene mayor verosimilitud y le contesto que no lo sé, aunque le sugiero que él se acoja a la que mejor le parezca. Me pregunta, luego, si creo que hoy hay mucha gente a la que le cuadre este persistir tozudamente en el error manteniéndose en sus trece. Le hago otra sugerencia: que mire detenidamente a su alrededor, porque podrá encontrar ejemplos entre empresarios, políticos, jueces, comunicadores… Quizá más de lo que sería deseable.
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