domingo, octubre 27, 2019

CARCUNDAS


            Hace unos días, andaba yo por el monte, por el Cerro Tío Cañas, y me vino a la memoria un episodio de La regenta, de Clarín. Se lo cuento a Zalabardo y se echa a reír. Me pregunta si no tengo bastante con el esfuerzo o con disfrutar mirando el paisaje como para, además, dirigir mi atención a otras cosas. Le contesto que, a mí, el senderismo, aparte del ejercicio físico y el placer contemplativo, me ayuda a ordenar las ideas.
            El pasaje que recordé es uno en que don Santos Barinaga, borracho, despotrica contra don Fermín de Pas, magistral y provisor de la Catedral, hombre codicioso de poder que fluctúa, indeciso, entre sus funciones religiosas y sus ambiciones mundanas; aparte de otras cosas, de Pas regenta, de forma clandestina, una tienda de objetos de culto con la que ha conseguido arruinar a don Santos, que tiene un negocio similar. Santos Barinaga, en mitad de la calle, califica al provisor de carcunda, oscurantista, simoníaco, rapavelas, comehostias y no sé cuántas cosas más. En su desesperación, grita a un ausente magistral: Usted ha arruinado a mi familia… Usted me ha hecho a mí hereje…, masón. El pobre don Santos acusa al indigno sacerdote de haberlo incitado a alejarse de la religión. Y yo, mientras subía por una cuesta pedregosa, pensaba que el cura que, con su conducta, aleja a sus feligreses de la fe no es cosa del pasado, sino que todavía podemos encontrarlo.
            Zalabardo me pregunta qué peregrina cuestión me ha arrastrado a ese recuerdo y a ese pensamiento. Y le contesto que ha sido una palabra, carcunda, que hoy no parece tener mucha relevancia pero que designa un modo de ser que subsiste. Le hablo a mi amigo, se lo he dicho infinidad de veces, de que el léxico de una lengua no es un cuerpo inamovible, estático, sino que se va renovando con el tiempo, pues hay palabras que comienzan a pedir paso, mientras otras caen en el olvido. A veces he utilizado la imagen del árbol que, al tiempo que pierde hojas, ve cómo le nacen otras. También le hablo de las que podrían llamarse palabras guadiana, que desaparecen para, transcurrido un tiempo, volver a presentarse ante nosotros.
            En ocasiones, aunque una palabra pudiera parecer fuera del circuito del habla, algo nos la devuelve a un primer plano. Eso es lo que me ha ocurrido estos días con carcunda. Según nos explica muy bien Joan Corominas, le aclaro a Zalabardo, carcunda o corcunda, es un término portugués que significa ‘joroba y jorobado’ y, metafóricamente, ‘avaro, mezquino, egoísta’. Su sentido indudablemente despectivo se fue acentuando en el país vecino cuando se comenzó a utilizar, en el siglo XIX, como ‘reaccionario’. Se aplicaba a los absolutistas que se opusieron a la revolución liberal de 1820.

            El caso es curioso: España exportó a Portugal la revolución liberal y los portugueses nos dieron la palabra que designaba a sus opositores. Aquí, se empezó a llamar carcundas a los carlistas partidarios de Carlos María Isidro Borbón, hermano de Fernando VII. Pero, no sé si por comparación con el trabucaire catalán, ‘clérigo que coge un trabuco y se une a las luchas políticas’, también se llamó carcundas a los ultramontanos y neocatólicos, es decir a quienes ven el poder civil y el poder eclesiástico como una misma cosa y defienden que el primero ha de estar supeditado al segundo.
            Rastreando la historia de la palabra en España, carcunda significó, de modo general, ‘retrógrado, reaccionario’, con lo que volvía a su sentido original. Y, ya en el siglo XX, se aplicó a todos cuantos defendían ideas fascistas y de ultraderecha. Entonces inició su decadencia, pues la aparición de facha, con el mismo sentido, pareció que engulliría al portuguesismo.
            Zalabardo que es tozudo cuando se trata de obligarme a explicar algo, me dice que nada de lo dicho sobre origen e historia de la palabra le ayuda a entender por qué subiendo a un monte se me ocurre pensar en la novela de Clarín y en el adjetivo pronunciado por un personaje. Comprendo que tiene razón y accedo a sus deseos. El monte me hizo pensar en otra zona montañosa, Cuelgamuros, donde se levanta la basílica del Valle de los Caídos. La palabra, el episodio acaecido allí hace dos días antes, la exhumación de Franco por sentencia del Tribunal Supremo.
            Ni Zalabardo ni yo tenemos interés en comentar aquí dicha exhumación, que debería haberse tomado como algo natural y, sin embargo, se ha hablado demasiado y durante demasiado tiempo de ella. Me interesaba hablarle de la palabra y de algunos comportamientos recientes. Por ejemplo, que me ha causado estupor la cerrazón de ese cura ultramontano, carcunda, el abad benedictino del Valle de los Caídos, y su desfachatez al amenazar con enfrentarse a la sentencia del Tribunal Supremo de la nación y a un Estado que es quien mantiene la basílica y a la comunidad de la que él preside. Ese abad Cantera lleva su espíritu trabucaire no solo a desobedecer una sentencia, sino a desoír la opinión del propio Vaticano.

            Pero si pudiera entender la actitud del abad Cantera, que no justificar, por su pasado, ejemplo claro de carcunda y trabucaire, hemos asistido a otros comportamientos que me han indignado porque, a mi edad, creía que no iba a presenciar más nada parecido. Si en 1973, fuerzas reaccionarias gritaban lo de ¡Tarancón al paredón!, en estos días he tenido que ver cómo grupos ultras escriben pintadas, con una amenazadora mira telescópica, contra el cardenal Carlos Osoro y otros eclesiásticos cuyo único pecado ha sido acatar unas leyes civiles que en nada empañan sus creencias religiosas. Ante tales hechos, la jerarquía católica española no solo guarda silencio, sino que incluso se manifiesta molesta con el papa Francisco por no haberse opuesto a la exhumación del dictador. Esa conducta es propia de carcas, ultras, neos, sean eclesiásticos o no, y ellos son los que hacen un daño irreparable a tantos buenos cristianos católicos como hay, a la Iglesia en suma.
            Porque, lamentablemente, entre nosotros, el talante de aquel Fermín de Pas, ambicioso y soberbio, altanero y arrogante, reaccionario, carcunda que aleja a los fieles de la Iglesia, aún tiene seguidores.

domingo, octubre 20, 2019

¿Y CÓMO LO PASÓ CAÍN?


Plano de la isla del Purgatorio de san Patricio
            Un día, sin saber bien cómo, digamos que casi sin querer, me encontré ante un poema de un autor jerezano, Germán Terrón Fuentes, de quien no conocía, y sigo sin conocer, nada más que ese poema. Se titula Quisiera ser un sueño y comienza así:
Hay días que es mejor no leer los diarios,
ni abrir las ventanas,
sino volver a meterte en la cama…
            No recuerdo más. Si lo buscara en internet, estoy seguro de que lo encontraría, pero tampoco vale la pena; me vale con esto. Comentamos Zalabardo y yo que tiene razón este poeta, que también nosotros tenemos días en los que sentimos desgana de leer diarios o abrir ventanas, y preferimos quedarnos en la cama leyendo un libro o escuchando música. Ahora, al escribir esto, recuerdo que algo así decía el poema: mejor quedarse leyendo un libro o escuchando una canción. También decía, de ahí el título, que deseaba ser un sueño, no la realidad que nos envuelve.
            Muchos desearíamos hoy no ser ese sueño, mal sueño, que nos inquieta. Desearíamos no leer los diarios para no toparnos que esa pesadilla que se está viviendo en Cataluña, en España, de la que no sabemos cómo ni cuándo despertaremos. Lo peor es que esa situación es un mal sueño inducido, jaleado por muchos irresponsables que, eso sí, cuando llegue el momento de la verdad y de pedir cuentas, se lavarán hipócritamente las manos. Pero esto no es una columna de información política ni de sucesos. Solo que cuesta ver las penalidades y dificultades que muchos están pasando, y que de rebote nos afectan a los demás, y quedarse cruzados de brazos
            Aunque sean otros los motivos, le digo a Zalabardo que también yo tengo días en que lo paso mal porque no sé cómo ocupar esta página de su Agenda, qué tema tratar, pues ya se van acercando a los 900 los apuntes recogidos y temo repetirme. Zalabardo, de cuya desinteresada compañía gozo, me sugiere que podría hablar de eso, de las maneras de decir que se está pasando un mal momento, más o menos prolongado. Cuando le digo que creo haber hablado ya de eso, que una vez me detuve en contar lo que es pasarlas moradas, o que me parece demasiado obvio para insistir en ello lo de sufrir un quinario, sufrir un calvario o pasar las de Caín, mi amigo me responde: ¿Pero has hablado alguna vez de pasarlas canutas o de sufrir el purgatorio de san Patricio?

'Canuta' y Cartilla militar
            Y la verdad es que no, que no creo haber dicho nunca nada de esa curiosidad que supone que, para expresar exactamente la misma idea, se utilice una frase que proviene del lenguaje cuartelero y otra que proviene del religioso. Comencemos por esta última.
            Pasar las penas de san Patricio, o sufrir el purgatorio de san Patricio, se dice para referirse a quien padece penas y aflicciones difíciles de soportar. Su origen hay que buscarlo en relato legendario que, al parecer se empezó a difundir en el siglo XIII. Cuenta la leyenda que el papa Celestino ordenó a quien después sería san Patricio la tarea de evangelizar las tierras de Irlanda. San Patricio se sometió a toda clase de penitencias como modo de preparación para aquella tarea; pero al iniciar su labor evangelizadora amenazando con las penas del infierno a quien no acogiese sus palabras, se encontró con que nadie creía lo que decía y le exigieron una prueba palpable e indiscutible de sus argumentaciones.
            Patricio rogó a Dios que hiciera el milagro que se le pedía. Dios lo condujo entonces a una pequeña isla situada en mitad de un lago y le indicó un lugar en que había una cueva en la que, si se entraba, se podían conocer todas las penas del purgatorio. Quien entrase en ella con fe, saldría limpio de sus pecados; quien lo hiciera con desconfianza, moriría en su interior. Fueron tales los castigos que allí podían presenciarse que, desde ese momento, la evangelización de Irlanda fue rápida. Lo que no queda claro es si el dicho se refiere a las penalidades de su penitencia o a los castigos que veían los que se asomaban a la cueva.
            ¿Y pasarlas canutas? Es verdad, le digo a Zalabardo que en muchos lugares se encuentra expuesto el significado de la expresión, ‘encontrarse en situación apurada y adversa’, aunque en pocas se da cuenta del origen. En el Vocabulario andaluz, de Antonio Alcalá Venceslada encuentro coger el canuto, ‘obtener la licencia militar absoluta’. Y en un blog de Alfred López leo que canuta se llamaba en tiempos antiguos al documento en que se comunicaba a un soldado de reemplazo el fin de su relación con el ejército. Eso sería, le digo a Zalabardo, antes de que existiesen las cartillas militares. Este documento, licencia, se entregaba enrollado y metido en un cilindro, canuto, por lo que se le comenzó a llamar canuta.
 
Caín (fragmento) de Doré.
           ¿Y por qué pasarlas canutas? La razón se supone simple. El soldado que se licenciaba, debía reintegrarse a la vida civil y enfrentarse a un grave problema, el de hallar un trabajo con el que ganarse la vida, lo que no siempre era fácil. Por eso se veía en una situación apurada, difícil y molesta.
            Zalabardo me dice que yo lo he dado por sabido, pero que él no sabe cómo las pasó Caín. Le pido que mire el Génesis, capítulo 4, versículo 12, para que lea lo que dijo Dios a Caín después de haber matado este a su hermano: Cuando la labres, [la tierra] te negará sus frutos, y andarás por ella furtivo y errante. Vamos, algo parecido a lo que merecen quienes ahora nos lo están haciendo pasar tan mal a tantos.

domingo, octubre 13, 2019

LA ESPAÑA VACIADA


          Recuerdo que, en mis años de bachillerato, mi profesor de geografía nos enseñó detalladamente la diferencia entre la España seca y la España húmeda. Supimos de la existencia de lugares en que la lluvia caía con regularidad y sus habitantes disfrutaban de campos siempre verdes y de ríos de caudal constante. Otras zonas, en cambio, eran poco menos que secarrales cruzados, si acaso, por arroyos casi siempre secos y la lluvia un meteoro más o menos exótico. Si miraba por la ventana, descubría que mi pueblo pertenecía a este segundo grupo. También aprendimos a reconocer las estaciones y lo que correspondía a cada una.
            Pero, le digo a Zalabardo, aquellos conocimientos adquiridos nos sirven cada vez menos, porque, en mi pueblo y en todo el planeta, el clima, eso que definíamos como conjunto de condiciones atmosféricas propias de una región y cuya acción influye en la existencia de quienes la habitan, parece haberse vuelto loco, no obedecer a ninguno de los principios que nos hicieron aprender. Así, vemos que ahora llueve donde no acostumbraba a hacerlo y los viejos prados verdes se tornan amarillentos; o llueve en época en la que no se espera que lo haga; o cae en un día toda el agua que debería caer repartida en un año. Lo mismo puede decirse de la temperatura que, implacablemente, aumenta hasta el punto de que se nos están fundiendo los hielos polares.

            Hoy parece que no se habla tanto de las Españas seca y húmeda, pues vamos perdiendo la segunda. Ahora, los medios de comunicación conceden mayor espacio a hablar de otro fenómeno que no sé si se estudiará en los centros escolares: el de la despoblación. Sergio del Molino escribió un libro en 2016 titulado La España vacía, en el que analizaba las razones por las que regiones y pueblos españoles van perdiendo población hasta el límite de quedar vacíos. La expresión España vacía pareció instalarse con firmeza. Al menos, hasta que han surgido movimientos indignados por la pasividad con que se afronta el problema y han pasado de describir a denunciar. Y en esa denuncia exigen que se sustituya el adjetivo vacía, que es una mera descripción, por vaciada, que comporta una actitud de rebeldía y de señalar que hay culpables.
            Zalabardo se extraña y me pregunta si no es lo mismo una cosa que otra. Debo decirle que no y le recuerdo que no hace mucho hablé de la dificultad para encontrar verdaderos sinónimos. Siempre, decía entonces, habrá matices que expliquen por qué hay dos o más palabras y no una sola para determinados conceptos. Trato de hacerle ver que el adjetivo vacío señala un estado puntual, una situación sin más: una botella está vacía porque no contiene nada; una casa, porque en ella no encontramos a nadie.
            Frente a esto, vaciado supone la constatación de que un proceso tiene una determinada causa que ha terminado por provocar un efecto, y que detrás de ese proceso hay una intervención externa: una piscina ha sido vaciada para su limpieza; un tomate, en la cocina, ha sido vaciado para proceder a rellenarlo. Y así todo.
            ¿Por qué los activistas que luchan contra la despoblación piden ese cambio? Porque son conscientes de que hablar de un pueblo vacío se refiere solo a la ausencia de habitantes y no entra a conocer las razones de esa despoblación, de ese abandono. La verdad es que, en la mayoría de los casos hay causas (ausencia de servicios bancarios, sanitarios o educativos; deficientes vías de comunicación, incluyendo teléfono e internet; desindustrialización y falta de rentabilidad de los cultivos; falta de proyectos que ilusionen a la juventud, etc.) que hacen muy dura la vida de los habitantes de una región o un pueblo, hasta obligarlos a buscar en otra parte lo que allí no se les da. Ese pueblo, quién lo duda, queda vacío porque ha sido vaciado.

           Zalabardo se queda pensando un rato y concluye apuntándome que, lo que él ve peor en esto es que nos acostumbramos a ser espectadores del debate sobre vacío o vaciado, debate en el que intervienen toda clase de instituciones, incluidas las políticas, sin que, a la hora de la verdad, nadie piense en remedios para contener la despoblación, para conseguir que las personas no tengan que huir del pueblo que los vio nacer.
            Le respondo que ese caso no es único. Que algo semejante sucede con otra pareja de aparentes sinónimos: desertificación y desertización. En este caso, además, nos encontramos con curiosas paradojas. Por ejemplo, el Diccionario de la Academia, en 1992, solo admitía la forma desertizar como ‘convertir en desierto, por distintas causas, tierras, vegas, etc.’ Sin embargo, en la última edición, aun aceptando la validez de ambos términos, considera preferible desertificar, ‘transformar en desierto amplias extensiones de tierras fértiles’. Contra esta opinión, el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, sigue considerando más adecuado desertizar, ‘transformar en desierto un lugar’. Según a quién acudamos, al buscar desertizar, la Academia nos remite a desertificar; y si buscamos desertificar, Seco nos remite a desertizar.
            Por suerte, hay un diccionario, Clave, que intenta atender a los matices diferenciadores. Nos dice que desertización es la ‘transformación de un terreno en desierto’; y desertificación es ‘esa transformación, causada específicamente por el ser humano’. O sea, que son sinónimos, pero no tanto. Es lo que decía de vacío y vaciado: la descripción de un fenómeno en un momento dado o la explicación del proceso por el que se ha llegado a ese estado.

            Llevando el asunto a un plano no filológico, sino al de la realidad del mundo que habitamos, el Diccionario del Medio Ambiente dice que desertización alude a la ‘pérdida gradual de población en un área geográfica’ y desertificación a la ‘pérdida de la cubierta vegetal de un territorio’; o sea, la desertificación lleva a la desertización. En esta línea, observamos que la página oficial de la ONU anuncia un programa para el Día Mundial contra la Desertificación y la Sequía. En ese documento se habla solo de desertificación y se señalan algunas de sus causas: la desaparición de la cubierta vegetal por culpa de la tala incontrolada para la obtención de madera, combustible o tierras de cultivo; el sobrepastoreo que impide la regeneración de las plantas; o la agricultura intensiva que agota los nutrientes de las tierras. Es decir, se atiende antes a las causas para prevenir los efectos.
            Zalabardo se queda otra vez serio y acaba por decirme: tenemos delante un panorama realmente oscuro: la grave despoblación que atestiguamos en nuestras tierras (la media europea es de 177 h/km2; la de Alemania es de 233 h/km2; y la de España, de 92 h/km2, con el dato preocupante de que en Castilla y León se cae hasta 26 h/km2) y las innegables señales, pese a los negacionistas del cambio climático, de que estamos degradando el planeta a pasos agigantados. ¿No sería mejor ocuparse en buscar soluciones que perder el tiempo discutiendo si vacío y vaciado o desertización y desertificación son o no sinónimos?


sábado, octubre 05, 2019

AD PEDEM LITTERAE (A PROPÓSITO DE 'MIENTRAS DURE LA GUERRA')

Página del códice Aemilianensis 60

            Durante siglos, el latín fue la lengua de la cultura, de la civilización y de una gran parte de los habitantes del mundo conocido. Siguió un periodo de oscurantismo, aunque no lo fue tanto como se dice, la Edad Media, en que la lengua latina se vio relegada a ser vehículo de transmisión de la cultura (lo que no es poco) y lengua de la iglesia, pues las lenguas que de ella se derivaron, las llamadas romances, la fueron desplazando en el uso diario. La ciencia y la universidad la mantuvieron durante mucho tiempo (Copérnico y Newton, por ejemplo, escribieron sus obras en latín) y para la Iglesia católica fue la lengua de sus ritos hasta el concilio Vaticano II, mediados el siglo XX.
            Pese a lo dicho, en la Edad Media, le digo a Zalabardo, la mayoría de la gente ya ni hablaba ni entendía el latín. Al decir la mayoría de la gente hay que incluir, cosa curiosa, a un número muy alto de eclesiásticos, que ejecutaban sus cultos sin saber lo que decían.
            Hubo, pues, que traducir los textos latinos si queríamos entenderlos. Pero a los traductores les precedieron los glosadores, por lo común monjes que, junto a las palabras más complicadas de los códices, en realidad bajo ellas, escribían el término equivalente de la lengua romance. Le recuerdo a Zalabardo que el primer texto castellano conocido es precisamente una glosa. En el códice Aemilianensis 60, del siglo XI, se encuentran muchos casos de palabras bajo las cuales un monje ha escrito la correspondencia en vasco o en castellano. Así, se lee jzioqui dugu bajo jnueniri meruimur; o ſanos e ſalboſ debajo de jncolumes. En ese famoso documento, Gómez Moreno encontró en 1911 algo que se les había pasado a los bibliotecarios de San Millán: la primera muestra de una frase completa en castellano, la ya muy conocida conoajutorio de nuesſtro dueno, dueno Christo
            Esa forma de anotación originó la locución ad pedem litterae, es decir, al pie de la letra, que indica que la palabra latina hay que entenderla tal como se entiende la palabra romance que se escribe debajo. Hoy, el DEL define ad pedem litterae ‘literalmente, enteramente y sin variación, sin añadir ni quitar nada’.

Fotograma de Mientras dure la guerra
            Le hablo de esto a Zalabardo porque leemos que, en Valencia, un grupo ultraderechista ha boicoteado una de las proyecciones de la película Mientras dure la guerra, de Amenábar. Y leemos solicitudes de boicot y artículos en medios digitales de idéntica o parecida inclinación que denuncian las “falsedades históricas” de la película. Mi amigo y yo hemos visto la película y nos parece excelente por muchas razones: magníficas interpretaciones, rigor en la narración de unos hechos históricos, neutralidad y distanciamiento (es decir, huida de perspectiva partidista) y más cosas.
            La película narra los inicios del alzamiento en Salamanca, la zozobra ideológica de Unamuno y, sobre todo, su choque dialéctico con Millán Astray. Por ahí vienen casi todas las críticas: que no se narra con exactitud ese encuentro, que Millán Astray dijo o no dijo, que cuál fue la intervención de Unamuno… Todos estos reventadores y fanáticos que muestran su intolerancia pidiendo prohibiciones o esos críticos nostálgicos de épocas pasadas parece que no entienden el tiempo en que viven, que no saben leer la lengua en que está escrito y necesitan que se aplique la técnica del ad pedem litterae.
            Primero, porque no ven que Amenábar ha hecho una película, lo que permite algunas licencias, y no un documental. Segundo, porque creo que el director no hace en su historia un juicio político ni se decanta por un bando. Unamuno, centro del film, se nos presenta atormentado porque habiendo sido republicano y después defensor del alzamiento, su conciencia le pide condenar las atrocidades cometidas tanto por la República como por el Alzamiento.
            Está claro que Zalabardo y yo no pensamos destripar la película, que ha sido calificada por críticos de apariencia más ecuánimes como sólida, buena, contenida, valiente, compleja o arriesgada. Solo queremos escribir bajo la línea de su relato algunas aclaraciones. Es cierto que no hay documentos exactos y fidedignos de cómo se desarrolló aquel acto. Amenábar, no lo dudamos, se habrá servido de una muy amplia documentación, pero creemos ver que para el episodio del acto de Salamanca sigue básicamente el relato que hace Hugh Thomas en su libro La guerra civil española, por otra parte, el más comúnmente aceptado por todos los historiadores de prestigio. Thomas reconoce, a su vez, que él se vale de la versión que Luis Portillo, que fue profesor en Salamanca, aunque tampoco estuvo presente, publicó en la revista Horizon.

Fotograma de Mientras dure la guerra
            Los parlamentos del acto, dice la crítica negativa, son una invención. Pero, y aquí viene lo que ad pedem litterae, José María Pemán, uno de los oradores junto al profesor Francisco Maldonado, publicó en ABC, en 1964, La verdad de aquel día, un artículo en el que quería rebatir el anterior de Portillo.
            Ese artículo, para mí, es la principal nota ad pedem litterae. En su alegato, Pemán comienza por decir que no hubo nada; que en Salamanca solo se pronunciaron dos oraciones universitarias sobre la hispanidad y que no recuerda bien la secuencia de los hechos. Pese a todo, su memoria le permite reconocer que Unamuno condenó el empleo que se hacía del término anti-España; que es cierto lo que se dijo sobre lo vasco y lo catalán, y que don Miguel habló algo sobre que no es igual vencer que convencer.
            Sobre otras cosas, se muestra seguro: que se produjo un gran revuelo en contra del rector salmantino; que Millán Astray pidió hablar tras la intervención del rector, pero que lo suyo no fue un discurso, sino gritos arrebatados; que no dijo “muera la inteligencia”, sino “mueran los intelectuales”, a lo que, tras las quejas de Maldonado y él mismo, añadió: “mueran los intelectuales traidores”; y que, y esto es importante, “quizá el profesor Maldonado y yo tuvimos algo de culpa de todo lo que sucedió”. El artículo de Pemán se convierte, pues, en magnífica muestra del sentido auténtico de la película. Entendamos, pues, lo que se desarrolla en la pantalla ad pedem litterae, enteramente y sin variación.
            Cualquier otra cosa es querer aferrarse al manido tópico, que puede que no sea ni manido ni tópico, de las dos Españas irreconciliables del que algunos, entre ellos Zalabardo y yo estamos bastante cansados.

sábado, septiembre 28, 2019

POR LA PEANA SE ADORA AL SANTO


            Hace tiempo que Zalabardo y yo no hablamos de refranes. Y eso que ambos somos aficionados a ellos, pese a que, lamentablemente, su uso se vaya perdiendo. No sabría explicar de dónde nos viene ese interés, aunque me atrevería a sugerir dos posibles razones. La primera es que los dos somos de pueblo y los pueblos suelen ser más propensos a conservar tradiciones, formas de hablar y todo aquello que pueda quedar incluido en lo que se llama acervo popular, sea eso lo que sea, que a veces no lo tengo claro. Y la segunda, en mi caso, es que comenzaron a apasionarme con la lectura del Quijote, donde aparecen como margaritas en el campo.
            Sin embargo, Zalabardo me pregunta hoy por uno que, aunque debe ser muy antiguo, nos extraña que no aparezca en la obra de Cervantes, ni tampoco en el Diccionario de Covarrubias. Me plantea mi amigo una duda que, debo confesar, también yo tenía antes de que nos pusiésemos a investigar: cuál sea el verdadero sentido de Al santo se lo adora por la peana, que tiene una variante más común, Adorar al santo por la peana. No sabe, me dice, si critica a quienes dan más valor a lo accesorio o, por el contrario, aconseja que se debe llegar a lo principal a través de lo accesorio.
            Esa posible ambigüedad nace de la propia concisión que acaban presentando los refranes. En este, todo dependería de que entendamos (No hay que) adorar al santo por la peana o bien (Es conveniente) adorar al santo por la peana. De cómo interpretemos peana puede depender el significado que demos al refrán. La peana es la base sobre la que se coloca una escultura, en especial una imagen religiosa. Hay ocasiones en que la peana está tan ricamente decorada que nos distrae de atender a la imagen que soporta. Pero, a veces, la peana incorpora un cepillo o limosnero, lo que inclina a pensar que cuanto mayor sea la limosna, mayor será el beneficio recibido.

            Tratando de dilucidar esta cuestión me doy cuenta, le digo a Zalabardo, de que nos hallamos ante una alteración que ha sufrido el refrán original en el dominio ibérico. Utilizo esta expresión para aclarar que Adorar el santo por la peana es una manera peculiar que el refrán o proverbio ha tomado en la península debido, creo, a una influencia de la religión en la vida diaria, aunque no tengo pruebas para afirmarlo. Y es que, si vamos a las diferentes lenguas de nuestro entorno, nos encontramos con: Al sant l’adoren per la peanya (catalán), Pola santa bicase a peaña (gallego), Santua oinarritik gurtzen da (euskera) y Pelos santos beijam-se os altares (portugués). Incluso en Francia, zona cercana, existe Pour l’amour du sant on baise les reliques,
            Sin embargo, los caminos por los que ha transitado este refrán son (supongo) más claros que lo que sugiere la forma peninsular. Si nos vamos a la página que el Centro Virtual Cervantes dedica a la paremiología, estudio de los refranes, leemos que con él se aconseja no tomar la vía más directa para conseguir algo, sino un camino más largo pero más seguro y eficaz. Y cuando señala la correspondencia des este refrán con los de otras lenguas, vemos lo que sigue: Chi vuol figlia, accarezzi la mamma (italiano, ‘Quien desea a la hija acaricia a la madre’), Many Kiss the child for the nurse’s sake (inglés, ‘Muchos besan al niño para acercarse a la niñera’), Man schmeeichelt den Hund wegen des Hewen (alemán, ‘Se adula al perro para ganarse al dueño’) o Οι καλοι παρακλητόροι ξέρουν πιανουν το χερι (griego, ‘Los buenos mediadores saben dónde cogen la mano’).
            Pero, en esta búsqueda, lo que sorprende poderosamente es la existencia de un equivalente latino, Puer osculatur propter matrem (latín). O sea, que estamos ante un proverbio que ya tenían los romanos y cuyo sentido es: ‘Besemos al niño si lo que queremos es besar a la madre’, lo que nos lleva al mejor entendimiento de la explicación que Sbarbi da a Adorar el santo…: ‘Es conveniente conquistar la simpatía, la amistad, amor, protección de una persona ganándose antes la de aquellos que sabemos que les son queridos’. Que la conclusión acertada es la de un origen latino se basa en el hecho de que Augusto Arthaber, en su Dizionaio comparato di proverbi e modi proverbiali, de 1929, recoge la frase latina Puer osculantur propter matrem del que señala una variante: Oscula nutrici pueri dant eius amici (‘Hay que hacerse amigo del niño si queremos besar a la criada’), formas ambas que vuelve a recoger Jesús Cantera Ortiz en su Diccionario Akal del refranero latino de 2005. Pero, además, añaden que, en francés, existe Pour l’amour du chevalier on baise la dame (‘Por el amor al caballero besamos a su dama’), que tiene una variante más vulgar: Pour l’amour du chevalier, baise la dame l’écuyer (‘Por amor al caballero folla la dama al escudero’) que, leo, aparece en la Crónica métrica de Godefroy de Paris.
            Y, para terminar, le recuerdo a Zalabardo que, en español, tenemos otros refranes que vienen a significar lo mismo, aunque parezcan haber perdido la referencia inicial: El que quiere la col, quiere las hojas de alrededor y Las caricias que hago al perro para el amo son. Y le cuento que, hace ya muchos años, cuando hacía la mili, entre los reclutas que salían por la tarde de permiso era frecuente oír la frase: Dejad que los niños se acerquen a mí, que detrás vendrán las niñeras. O sea, que en la mili, entre otras muchas necedades, nos enseñaban los evangelios e, incluso, latín.

sábado, septiembre 21, 2019

¿FIDELIDAD O LEALTAD?



           ¿Qué ha pasado desde que una moción de censura desplazara a Mariano Rajoy y aupara a la presidencia del gobierno a Pedro Sánchez? Diríamos que apenas nada; en palabras d Zalabardo, demasiado ruido para muy pocas nueces. Una incapacidad manifiesta de nuestros políticos para aprobar unos presupuestos, primero, o conformar un gobierno tras las elecciones generales del mes de abril.
            Nos vemos abocados a un nuevo paso por las urnas y esos mismos políticos que se han revelado tan incompetentes y obtusos, aparte de seguir tirándose los trastos a la cabeza, vuelven a exigirnos fidelidad a los proyectos que no han sabido conducir a buen puerto. Cuando, bastante cabreados, hablamos del asunto, Zalabardo solicita mi opinión acerca de si los creo merecedores de esa fidelidad. Le contesto que no estoy seguro, pero que de lo que sí estoy convencido es de que han hecho es méritos sobrados para no merecer lealtad. A mi amigo extraña mi respuesta: ¿Y no es lo mismo una cosa que otra?, me dice
            Intento hacerle ver que hay matices diferenciadores que hacen a cada palabra casi única. De lo contrario, nuestro léxico sería más reducido. Cuando hablamos de palabras sinónimas, la que cumplen el requisito de poder sustituir a otra sin que se resienta el significado de la frase, debemos ser precavidos. Un análisis cuidadoso nos muestra que solo encontramos una sinonimia absoluta, total, si esa sustitución es posible en cualquier contexto. Por ejemplo, siempre que empleamos cima, podríamos decir cumbre; y lo mismo sucede con alumno y discípulo. Pero estos casos son escasos. La verdad es que la lengua no es tan fría como algunos creen y pone continuamente en juego el entendimiento, por un lado, y la imaginación y las emociones, por otro. Sabemos que la expresión ganarse la vida es idéntica a ganarse el pan, ganarse las habichuelas y algunas otras. ¿Son, según eso, sinónimos pan, habichuelas y vida? En ese contexto queda claro que sí, puesto que podríamos sustituir cada uno de esas palabras por las otras; pero si digo que desayuno pan con manteca, nadie en su sano juicio diría que vida o habichuelas pueden ocupar el lugar de pan.
  
          Mi amigo dice que eso está muy bien, pero que lo que a él le interesa es saber si fidelidad y lealtad son lo mismo o cosas diferentes. Le digo que esos matices diferenciadores de los que hablaba antes son, a veces, poco perceptibles. Y que en este caso los hay. El DLE define fidelidad como ‘lealtad, observancia de la fe que se debe a otra persona’. Me gusta más, le aclaro, la definición de Manuel Seco: ‘comportamiento que se ajusta a lo prometido o debido a alguien o algo’. Lealtad, según el diccionario de la Academia es el ‘cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor y hombría de bien’. Seco, por su parte, dice: ‘comportamiento honrado y sin engaño o sin fines ocultos respecto a alguien o algo’. Le pido que note que la Academia, en ambas entradas, mezcla fidelidad y lealtad, lo que induce a confusión y a hacernos creer que son lo mismo; en cambio, Seco está acertado al evitar esa duplicidad.
            Los diccionarios especializados en sinónimos nos ayudan a comprender la diferencia que hay entre una y otra. José Gómez de la Cortina opina que fidelidad es la ‘exactitud con que se cumple una obligación contraída’ mientras que lealtad lo que hace es añadir a lo anterior la idea de ‘afecto personal con que se cumple esa obligación’. Ilustra su exposición con este ejemplo: ‘nunca se jura lealtad, sino fidelidad’. Otro diccionario, el de José Joaquín de Mora, dice que la fidelidad es la ‘observancia de la fe prometida’ y que la lealtad supone ‘un sentimiento y entusiasmo que no hay en la fidelidad’. También aporta un ejemplo clarificador: ‘es fiel quien ejecuta lo jurado y es leal quien se sacrifica en la defensa de una causa’.
            Todo lo anterior, intento resumirle a Zalabardo, nos lleva a la siguiente: la fidelidad comporta siempre en su fondo una obligación, la de dar cumplimiento a una promesa basada en la fe que nos inspira quien nos la pide. Quien promete, podemos afirmar, se obliga a actuar, incluso en el futuro, conforme a algo que, en el momento de la promesa, juzga bueno. En cambio, la lealtad no implica obligación, es un valor, un sentimiento por el que decidimos que no debemos dar la espalda a la persona o causa a la que nos sentimos unidos por una cuestión de amistad, de gratitud o de afecto.
            Entendido así, la fidelidad es algo que se impone y, en consecuencia, puede ser exigida; la lealtad, en cambio, se fomenta y se refuerza mediante un acto de reciprocidad. La persona a la que somos leales debe también serlo con nosotros, ya que hablamos de un acto de libertad desde el que uno decide elegir.

           Zalabardo se remueve nerviosamente en su silla porque, me confiesa, no tiene claro si los políticos esperan de nosotros fidelidad, lealtad, ambas cosas o ninguna. En teoría, le digo, a los afiliados de un partido se les reclamará siempre fidelidad, porque, al integrarse en el grupo, se han comprometido, han depositado su fe en sus dirigentes. Es como si se les dijera “Si no estás de acuerdo, vete del partido”. En suma, se les impone la llamada disciplina de voto. Pero al común de los ciudadanos, a aquellos que no tienen un carné, a lo más que se puede aspirar es a ganarse su afecto y estima. Se les pedirá lealtad, que es un acto de voluntad soberana, para que, guiados por el afecto transmitido, la reciprocidad citada antes, elijan la opción que se les propone.
            El problema puede surgir cuando ese ciudadano no atado por ninguna promesa, no sujeto al compromiso de fidelidad, eche en falta reciprocidad y tenga la sensación de que los políticos les están pidiendo una lealtad que ellos no han tenido con los ciudadanos. Estos ciudadanos que no encuentran la correspondencia debida, pueden tener fundadas sobre qué hacer e, incluso, considerándose estafados, podrían optar por darles la espalda, no serles leales y abstenerse. Lo que no es nada bueno, pues si solo participan los que votan guiados por la fe (y sabemos que fe es creer aquello que no vemos) los resultados pueden ser peligrosos.

sábado, septiembre 14, 2019

SI LO FUERA SABIDO…

            Mientras comentábamos la desgraciada muerte de Blanca Fernández Ochoa, se me quejaba Zalabardo de la facilidad de los medios para convertir una tragedia en espectáculo. Hasta en la manera de hablar gustan de hozar entre los males ajenos. Recordé que Fernando Lázaro Carreter censuraba al periodismo su “lenguaje apartado del llano corriente y vadeable.” Y acusaba a la Administración de usar “una lengua que atenta contra el común sentir idiomático.” La reportera de un informativo de televisión presente en el tanatorio de Cercedilla iniciaba su intervención con: En efecto, nos encontramos a las puertas de este tanatorio donde estaría el cuerpo de… Me quedé perplejo. Si el cadáver de la esquiadora había sido trasladado ya, lo pertinente era está o ha sido conducido; y, en caso que de haberse efectuado dicho traslado, correspondía usar no ha llegado aún, será traído o algo por el estilo.
            Estos descuidos son frecuentes. Otro reportero televisivo afirmaba en fecha no lejana que el representante de un partido iba a proponer una propuesta al representante de otro. No cabe mayor redundancia. Una propuesta se plantea, se expone, se manifiesta, se ofrece, se medita, se rechaza, se estudia… Pero sobra decir que se propone.
            Lázaro Carreter rechazaba ese estaría por considerarlo uso inadecuado del llamado condicional de rumor surgido como rendición ante modos de expresión de origen francés. Y Álex Grijelmo se quejaba el domingo pasado de que en Pamplona se anunciase un festival con el nombre de Flamenco on Fire, anglicismo con el que no queda muy claro qué es lo que se anuncia. Grijelmo no critica la existencia de anglicismos, sino la ligereza con que se imponen muchos que son innecesarios.
            Habría unas doscientas personas, Si lo supiera, te lo diría, ¿Podría hacerle una pregunta? o Marchó a Nueva York, de donde regresaría varios años después son formas correctas porque expresan incertidumbre, condición, cortesía o modestia o futuro del pasado. Pero no tiene sentido decir Se calcula que habrían muerto treinta personas en el accidente o El presidente estaría pensando en una remodelación del Gobierno, porque es más adecuado parece ser…, se dice… o aseguran
            Le digo a Zalabardo que el problema no es solo el empleo de ese condicional más o menos válido o de que haya más o menos anglicismos. Hablando de las fuertes lluvias de estos días, leemos u oímos todo este agua (en lugar de toda esta), el agua ha entrado dentro (es imposible entrar fuera) y frases parecidas. O vemos cómo navarros y vascos dicen Si tendría dinero, me compraría un coche mayor, donde lo que corresponde es el subjuntivo tuviera

            El problema, sigo diciéndole a mi amigo, en la cantidad de personas que, cometiendo o viendo naturales estos deslices, sin embargo, se mofan y califican de vulgarismos la alternancia ustedes/vosotros del sistema pronominal andaluz o ese pluscuamperfecto de subjuntivo que oímos en Si lo fuera sabido, te fuera ayudado, que también se da en nuestra tierra y algunas regiones colindantes. Esta actitud deja patente el craso desconocimiento del instrumento con que trabajan por parte de no pocos profesionales.
            Pero peor aún me parece que los propios andaluces consideren incorrectas o vulgares estas formas. Podemos hablar de su mayor o menor difusión, de si se alejan más o menos del español normativo; pero nunca de incorrección, ya que tanto la confluencia ustedes/vosotros como el empleo de ser como auxiliar en lugar de haber se explican perfectamente recurriendo a la gramática histórica.
            Zalabardo sabe que rehúyo la exposición erudita y prefiero sencilla explicación. Cosa que han hecho Rafael Lapesa, hace ya algunos años, y, más recientemente, los componentes del grupo de trabajo El español hablado en Andalucía, de la Universidad de Sevilla. Coinciden en que no se sabe bien cómo y cuándo se produjo con exactitud el proceso del que hablamos, aunque sí explican la razón.
            Respecto al pronombre, hubo un momento en el que vos y comienzan a confundir sus referencias como formas de tratamiento. Por eso apareció usted para sustituir al antiguo vos. Según Lapesa, en unas zonas se optó por un sistema tú / usted, para singular, y vosotros / ustedes, para el plural. La forma de respeto se utiliza con verbo en 3ª persona (Usted sabe bien). Pero en otras zonas, por ejemplo Andalucía, se mantuvieron (no de modo total) las formas del singular mientras que, en plural, vosotros se vio suplantado por ustedes, aunque manteniendo la 2ª persona del verbo (Ustedes sabéis). Añade Lapesa que, en América, la lejanía permitió con facilidad el triunfo de usted y ustedes que en Andalucía no se completó, así como la implantación del voseo.
            ¿Y qué pasa con si fuera sabido? Antonio Narbona y sus compañeros del grupo El español hablado en Andalucía hacen un magnífico repaso sobre cómo en el español medieval ser compartía el valor de verbo auxiliar junto con haber. Dan numerosos ejemplos, como entrados son a Molina (por han entrado en Molina) o el invierno es exido (ha terminado), ambos en el Poema del Cid o aquel señor mio es ido (se ha ido), en La celestina. Con el tiempo, ser quedó como auxiliar de la pasiva y haber quedó como único auxiliar de la conjugación activa. Salvo en el caso extraño del andaluz, que conservó ese arcaísmo solamente en el pluscuamperfecto de subjuntivo: Si fuera venido… Porque no debe olvidarse que el andaluz es una modalidad hablada repleta de arcaísmos. Pienso, por ejemplo, en mi pueblo y en mi madre que, cuando me veía flojo y decaído, me decía: Anda, niño, que parece que estás ajilao. Ese ajilao no es otra cosa que el participio de ahilarse, ‘desmayarse de hambre’, que recoge Covarrubias en su diccionario de 1611. También son arcaísmos afrecho, ‘salvado’, quincana, ‘bolsa en que el campesino lleva su comida’, orilla, ‘tiempo atmosférico’, y muchos más. Que vayan quedando desusados no los convierte en incorrectos ni vulgares.
 
           Mi defensa de los casos citados, aclaro a Zalabardo, no justifica, de ninguna manera, la aparición de conductas esperpénticas como la del mijeño Huan Porrah, traductor al andaluz de El principito o la del granadino Alfredo Leyva, autor de El habla malagueña, con una traslación bilingüe malagueño-español. Con todos mis respetos, estas personas ni saben lo que es el andaluz ni lo que es el español.

viernes, septiembre 06, 2019

TRES CUARTOS DE SIGLO

Alcuza
            Llega septiembre, acaban los meses tradicionalmente considerados veraniegos y todo vuelve a la normalidad, lo que es decir demasiado si nos atrevemos a echar una mirada a nuestro alrededor. O si no nos importa qué hay que entender por normalidad. No sé si eso será suficiente para los demás; para mí, la sensación de normalidad me la proporciona encontrar a Zalabardo de nuevo a mi lado. Sin él me siento algo incompleto, incapaz de enfrentarme al ambiente crispado que nos envuelve.
            Mi amigo, sin ninguna mala intención, aunque sí con un poquitín de ganas de ver cómo reacciono, me pregunta, antes de desanudar el primer abrazo que nos damos, que tal me siento al reanudar esta Agenda que me presta próximo a cumplir ya 75 años de edad. Ignoro cómo ha conocido este dato, pues nunca hemos tenido el mal gusto de hablar de ese tema y yo no sé cuál es la edad suya.
            Procuro aparentar serenidad y le digo que, ni más ni menos, como quien está a punto de cumplir tres cuartos de siglo. Y como al parecer regresa de las vacaciones con espíritu burlón, me contesta: “Pues reflexiona si has tenido o no tiempo de espabilar, pues quien a esa edad no ha conseguido restar alguno de los muchos defectos que acumulamos y aumentar un poco el escaso número de virtudes de que podemos presumir ya no tendrá oportunidades para ello.”
            De inmediato, como si se hubiese olvidado de lo que ha dicho, salta a otro asunto y me cuenta que durante el verano ha estado leyendo algo acerca de los antiguos gramáticos y le ha sorprendido el interés que mostraban por averiguar si la normalidad lingüística se encuentra en el predominio de la analogía o de la anomalía, si hay más reglas que excepciones o al revés.
            Entonces le digo que es una cuestión que nunca me ha interesado, que siempre me ha atraído más observar cómo la verdadera normalidad lingüística, según mi humilde criterio, es el cambio constante, un año tras otro, siglo tras siglo, como queriendo hacer honor a lo que Garcilaso decía en aquel bello soneto: Todo lo mudará la edad ligera, por no hacer mudanza en su costumbre.

Palillero
            “¿Tanto y tan normal crees que es ese cambio?”, me pregunta. Le respondo que no sé si el cambio es rápido o lento, si es excesivo o es escaso, acertado o desacertado; de lo que no me queda duda es de que es incesante, aunque a veces no nos apercibamos de ello. Le pido que, para comprobar lo que digo, piense solo en el léxico, la situación de las palabras de las que nos hemos ido valiendo a lo largo de nuestra vida.
            En estos tres cuartos de siglo que estoy a punto de cumplir he visto cómo hay palabras que adquieren un nuevo significado perdiendo cualquier otro anterior, palabras que enriquecen su campo significativo, palabras que nacen, palabras que mueren y se pierden para siempre…
            En la década en que nací, y en otras que siguieron, se empleaban palabras que hoy tienen otro sentido: camarada era la ‘persona perteneciente a un mismo partido o facción’. O se modificaban otras para dar, al menos, impresión de cambio social. Se dejó de utilizar proletario para hablar de asalariados o empleados; el patrón pasó a ser empresario; pero en todas las casas se oía el parte como único informativo posible. Mi madre, cuando me veía distraído, como quien mira moscas, me decía que parecía agilado. Y echo de menos que cuando Zalabardo ha insinuado si ya he espabilado, a lo que se ve piensa de mí un poco como pensaba mi madre, no me ha dicho si sigo como quien se ha caído del guarderón. O sea, las palabras han ido yendo y viniendo, unas han ido ocupando el lugar de otras.

Cama y sus guarderones
            Le quiero decir a Zalabardo que hay palabras que han adquirido un significado diferente al original. El adjetivo formidable, que siempre señaló ‘lo que infunde asombro y miedo’, lo usamos hoy para ‘magnífico’, como vemos en el diccionario desde 1984. Alienígena, ‘extranjero’, antónimo de ‘indígena’, ‘del lugar’, desde 1990 mçás o menos ha pasado a ser ‘extraterrestre’. Han enriquecido su campo significativo avión, ‘ave comúnmente conocida como vencejo’, en 1925 adquiere también el significado de ‘aeroplano’. Curioso es el caso de violación, que por mucho tiempo fue exclusivamente la ‘fuerza que se ejerce contra una mujer’ y tendrá que llegar 1992 para que los diccionarios nos digan que cualquier persona puede ser objeto de tal fuerza. O el de aborto, que tiene que esperar a la misma fecha para que se acepte que es también la ‘interrupción voluntaria de un embarazo’. No se pueden olvidar las palabras nuevas, que designan conceptos o realidades que no existían antes. Muchas he visto nacer en este tiempo mío; entre las más recientes, amigovio, tuit, postureo o aporofobia.

Aldaba
            Pero le indico a Zalabardo que, de todos estos casos que menciono, los que mayor emoción me producen son aquellas palabras que van desapareciendo. Alguien las ha llamado palabras moribundas. Muchas de ellas son ya cadáveres plenos. Me resulta imposible evocar mis años de colegio sin pensar en los palilleros o en los pizarrines. Como no olvido los saquitos, aquellos abrigos de lana que me hacía mi madre; tampoco sé de nadie que se compre hoy un niqui ni de mujer que use combinación. Las madres no ponen a sus bebés pololos y solo en algunos trajes regionales se observa el empleo de puchos como los que utilizaban en clases de gimnasia mis compañeras de instituto. Ya no se celebran guateques y han desaparecido las lecherías, porque la leche se compra ya supermercados y envasada. ¿Cuántos jóvenes entienden hoy lo que es una libra de chocolate y las dieciséis porciones, las onzas, en que se dividía? En pocas casas se encuentra una alcuza para guardar el aceite usado (o alcucilla, si es para engrasar) y en pocas puertas se emplea una aldaba para llamar (o una aldabilla para asegurarla desde dentro). Desde que se inventaron los ambientadores, no necesitamos de sahumerio y los calefactores han desterrado las copas y las badilas
            Las palabras que he recogido aquí son una muestra muy pequeña, ínfima incluso, de todos esos cambios que he ido conociendo en estos tres cuartos de siglo.

domingo, junio 23, 2019

SOBRE GÉNERO, FEMINISMO Y MACHISMO



           Si digo que no me gusta la expresión violencia de género, de ninguna manera habrá que entender que estoy en contra del feminismo o que no repudie cualquier violencia que se ejerza contra la mujer; ni nadie podrá tildarme de machista por ello. Hablo con Zalabardo de dificultad de entablar un debate serio en las redes sociales; imponen una rapidez, concisión y brevedad que está reñida con la reflexión serena y la argumentación fundamentada. Por eso muchas veces parece que se dice lo que uno no quiere decir o se entiende lo que jamás pasó por la mente de quien se dirige a nosotros.
            Le cuento a mi amigo lo que me sucedió hace unos días. Alguien mostraba en su muro de Facebook, su indignación por que Vox haya conseguido incorporar en el lenguaje de la Junta de Andalucía el concepto violencia intrafamiliar. Es cierto que el partido ultraconservador, con esto, no pretende más que ocultar, disimular, una realidad que ellos niegan. A mayor abundamiento, leo hoy que un alto representante de esta formación tiene la desfachatez de afirmar que la sentencia del Tribunal Supremo sobre el caso de la Manada está cargada de condicionamientos mediáticos y políticos.
            Comenté yo en aquel debate que también a mí me molestaba la expresión, por inexacta, incompleta y estar ya contemplada en el Código Penal. Y que, aun defendiendo los supuestos del movimiento feminista, tampoco me gusta demasiado violencia de género, por inadecuada. Mi conclusión era que, más que la expresión que se utilice, me importa que se adopten con todo rigor y urgencia medidas tendentes a evitar la violencia que padecen muchas mujeres y que nos acerquen a una plena igualdad de derechos. Creo que no se me entendió lo que quería decir: defiendo la solución de los problemas más allá de quedarnos en las palabras.
            Comentamos Zalabardo y yo que, lamentablemente, vivimos una época en la que preocupa más parecer que ser. Que las modas atraen a muchos conversos. Y ya se sabe que estos suelen ser los más fanáticos, los que presumen de ser aquello que nunca fueron. Por eso, le digo, aunque siempre me he considerado defensor de la equiparación hombre/mujer en todos los órdenes, nunca me ha preocupado ir por ahí presumiendo de mi condición de feminista. Me basta con serlo y ser consecuente con mis ideas. Y, a pesar de todo, no me gusta la expresión violencia de género.
            La historia de género es curiosa. Deriva del latín genus, ‘linaje a que se pertenece’. En nuestra lengua, la palabra ha tenido una evolución curiosa. En 1611, Covarrubias dice que se toma tanto por el sexo, masculino o femenino, o por lo que en rigor se llama especie. El diccionario de la Academia de 1734 se dice que, en Gramática, es la división de los nombres según los diferentes sexos o naturalezas que significan y corresponden a los artículos que se aplican, el, la, lo. Y en la edición de 1843 ya se suprime la alusión al sexo: Gram. división de los nombres según las diferentes clases de masculinos, femeninos y neutros. En cambio, en inglés ha vivido un proceso inverso: de expresar un sentido gramatical, que se ha perdido, ha pasado a significar sexo. Y del anglicismo gender violence, la que se ejerce por el sexo de la víctima, nació nuestra violencia de género.

           La lengua, lo he dicho siempre, es del pueblo y, si el uso de una palabra o expresión se generaliza, habrá que aceptarla. Así, la RAE ha dado entrada en el DEL a la siguiente definición para género: grupo al que pertenecen los seres humanos de cada sexo, entendido este desde un punto de vista sociocultural en lugar de exclusivamente biológico. Pero la expresión sigue sin gustarme porque, si la analizamos con detenimiento, se refiere a la violencia que padece cualquier persona por el hecho de pertenecer a un grupo concreto, mujeres, hombres, niños, niñas…, ya que todos pertenecemos a un grupo de que no responde a características exclusivamente biológicas.
            Por esa razón, la Academia proponía el uso de violencia machista, porque hablamos de violencia contra las mujeres por el simple hecho de serlo. Defender esa violencia, o no condenarla, es machismo. Condenar esa violencia, y no solo eso, sino luchar por una igualdad plena hombre/mujer en la sociedad que vivimos, es feminismo. ¿Son entonces machismo y feminismo los dos extremos de una escala, es decir, son palabras antónimas? Se confunde quien eso crea.
            Intento explicárselo a Zalabardo diciéndole que las palabras tienen un significado recto, literal, denotativo, y, a veces, otro no directo, sino asociado; al que llamamos connotación. Diablo es ‘cada uno de los ángeles que se levantaron contra Dios’; tiene, pues, un sentido negativo; pero si llamamos diablo a un niño travieso y juguetón, privamos al término de su denotación negativa y le añadimos una connotación positiva.
            Vamos con machismo y feminismo. Machismo señala a la actitud de quien considera a la mujer como un ser inferior, la priva de sus derechos y lleva su sentido de prevalencia hasta la violencia de todo tipo. Su sentido recto es negativo y no vemos nada que lo convierta en positivo. En cambio, feminismo es defender que la mujer tiene iguales derechos que el hombre, rechazo de cualquier discriminación y lucha por que esa igualdad sea efectiva. Quien no pretenda esto, sea hombre o mujer, no es feminista.


            Llamo, pues, la atención de Zalabardo acerca de que machismo no es lo contrario de feminismo; no son palabras antónimas. La antonimia es un concepto más complejo de lo que parece. Dos términos son antónimos propios si se encuentran en los extremos de una gradación: caliente/frío cierran una escala en la que cabe, por ejemplo, tibio. Son recíprocos si cada uno de ellos implica la existencia del otro: comprar/vender. Y son complementarios si la negación de uno implica la afirmación del otro: soltero/casado.
            Ninguno de estos tres casos se da en la relación machismo/feminismo. No son extremos de ninguna escala; no tiene que existir uno para que exista el otro; y la negación de uno de ellos no implica la afirmación del otro. Solo si añadiésemos a feminismo una connotación negativa de revanchismo y usurpación sería antónimo de machismo. Pero, en ese caso, ya estaríamos hablando de hembrismo, que es algo diferente.
            Y, como ya ha llegado el verano, Zalabardo y yo nos tomamos un descanso. Felices vacaciones a todos.