Que la lengua es cambio y evolución es algo muy repetido aquí, aunque no es idea mía ni, por supuesto, nueva. Van a pensar ―le comento a Zalabardo― que somos muy pesados por tanto insistir en ello. Pero es que la lengua, como todas las cosas de este mundo está sujeta ―aparte de a otros muchos factores― a las modas. La moda, si atendemos a cómo la define la RAE es una costumbre que está en boga durante un tiempo o, también, un gusto colectivo y cambiante.
Si queremos decir que algo nos gusta bastante
no vale solo decir de ello que es muy bueno; podemos decir que es
el summum, que mola mazo, que es lo más de lo más,
que no es muy bueno, sino lo siguiente, que está guapo…
La manera de decirlo va con los tiempos. Algunas modas son efímeras. En
cualquier caso, las razones de estos cambios son muchas veces difíciles de
explicar.
De la fuerza de la costumbre en la
evolución de la lengua dejó constancia Juan de Valdés, que vivió en la primera
mitad del siglo XVI, cuando en su Diálogo de la lengua dice a sus
interlocutores: «…aunque para muchas cosas tenemos vocablos latinos, el uso nos
ha hecho tener por mejores los arábigos…y de aquí que decimos antes alfombra
que tapete, y tenemos por mejor vocablo alcrebite
que piedra sufre, y aceite que óleo…».
En el siglo XVIII, Benito Jerónimo Feijóo escribía: «Siempre la moda fue
la moda. Quiero decir que siempre el mundo fue inclinado a los nuevos usos.
Esto lo lleva de suyo la misma naturaleza. Todo lo viejo fastidia». Y
recordemos que mucho antes, en el siglo II de nuestra era, el emperador Marco Aurelio
dejó escrito: «Las palabras de moda de antaño han quedado en el olvido». De
ello da prueba que ese término alcrebite que citaba Valdés
fue rechazado y el uso recuperó el antiguo azufre.
Puesto que muy frecuentemente tendemos
a asociar la palabra moda con la vestimenta ―tal vez de manera inconsciente, ya
que la moda existe en arquitectura, en pintura, en música, en literatura, en
gastronomía…, en todos los aspectos de nuestras vidas y costumbres―, Zalabardo
y yo recordamos la época en que vestíamos niquis y no polos,
como hoy se dice; también nuestras madres nos abrigaban con prendas que
llamábamos saquitos y que son los modernos jerseys.
En esa línea, han desaparecido las sayas, los miriñaques,
los jubones… Y, como digo, estas desapariciones ―por moda o por
la razón que sea― se ven acompañadas de otras que nada tienen que ver con el
vestir. Difícilmente se oye hablar de alcabala, ‘impuesto’, cilla,
‘despensa’, alcuza, ‘recipiente para aceite’; se extiende el
empleo de pareja, que desplaza a novio o a esposa;
también ocultamos el adjetivo craso, ‘grave, inexcusable’, y
apenas se oye calavera para calificar al juerguista disipado…
Sucede, sin embargo, que algunas palabras se quedan como atascadas. Tendrían que haberse ido por el sumidero del olvido, pero permanecen fosilizadas en el habla sin que nada ni nadie las condene de manera definitiva, sin que haya moda que atine a desplazarlas. Puede que no sepamos qué sea un chuzo, ‘palo con un hierro en su extremo, pica’, pero seguimos diciendo que han caído chuzos de punta cuando llueve demasiado fuerte. Y, si reprenden a alguien con dureza, o lo critican con saña, decimos que lo han puesto como chupa de dómine, cuando es muy posible que no sepamos ni qué sea la chupa ni qué es un dómine.
Volvemos aquí a la vestimenta. Zalabardo
me dice que a nadie se le oculta que una chupa es una cazadora,
una chaquetilla corta, especialmente si es de cuero y del estilo a las que usan
los motoristas, roqueros y grupos así. Pero eso es ahora, pues el dicho y la
palabra son muy anteriores. La chupa es una prenda muy antigua. Joan
Corominas nos dice que debió entrar en nuestra lengua a comienzos del siglo
XVIII procedente del francés jupe. Pero podría discutirse esa
afirmación, ya que en el árabe andalusí existía ḡubbah, especie
de túnica amplia, con mangas, que se ponía sobre la ropa habitual para
protegerla y de la que era posible desprenderse fácilmente. Eso era la chupa,
prenda semejante a una sotana, a un guardapolvo o a
un sobretodo. De la palabra árabe salieron las castellanas aljuba
y jubón, entre otras. Y el jupe francés, por
supuesto. Pero por unos cambios fonéticos que aquí están de sobra, la palabra
originaria árabe también derivó hacia la casaca. Y jupe
acabó designando lo que nosotros llamamos falda. La casaca, no
olvidemos, siempre ha sido más elegante que la chupa.
Miremos ahora ―le sugiero a Zalabardo― hacia el dómine. Vocativo del latín dominus, ‘señor’, dómine era la palabra con que los niños llamaban al maestro que les enseñaba las primeras letras latinas. Este dómine, por lo general, era persona humilde y económicamente carente de recursos. Eso le imposibilitaba lucir una vestimenta más cuidada. Su sobretodo, sotana o guardapolvo ―es decir, su chupa― solía estar sucia, manchada de tinta, grasa y llena de remiendos y él presentar un aspecto andrajoso. Le pido a mi amigo que piense en el dómine Cabra que aparece en El Buscón, de Quevedo. De su sotana ―que sería su chupa― se dice que algunos afirmaban ser milagrosa, por no saberse su color. Y que, de tan raída y sin pelo, se podía afirmar que era de cuero de rana e incluso pura ilusión.
Por eso, denigrar a alguien, hablar
mal de él, reprender sus maneras de ser, equivalía a ponerlo al mismo nivel que
la vestimenta de aquellos maestros, ponerlos como chupa de dómine,
es decir, puerquísimos. Quizá esto explique que, al tratar de esta expresión,
el DEL la equipare a poner a alguien como un trapo,
es decir, dirigirle palabras ofensivas o enojosas, porque un trapo sucio y
raído es lo único que se ve en él.