Llevo unos días ―le comento a Zalabardo― algo preocupado porque no dejan de entrarme peticiones ―de estas menos― y sugerencias ―de estas muchas más― de amistad en Facebook. Le digo a mi amigo que cada día me siento menos receptivo hacia las redes sociales. Hay quien basa su ilusión en tener cantidades ingentes de amigos virtuales ―miles, a ser posible―. No entiendo este interés porque no sé qué es en realidad un amigo virtual ni que valor puede tener.
Pero el dichoso algoritmo ―o los
algoritmos, pues no entiendo bien el sistema― que dirige las redes y el mundo
de internet, se empeña en hacerme llegar publicaciones que el susodicho algoritmo
considera que deberían interesarme, aunque me importen un pimiento. Del mismo
modo, no se cansa de enviarme sugerencias de amistad de personas de las que
―hasta ahora― desconocía incluso su existencia.
Un ejemplo: me suena el móvil y es
un mensaje de Facebook que me sugiere que Rigoberto Mandioca Pezúñez
podría ser mi amigo. O que un usuario de la red ―aquí prefiero no dar nombres―
me pide que seamos amigos. ¿Qué sé yo de Rigoberto o qué
saben de mí otras personas para que yo solicite o acepte esa amistad?
Le digo a Zalabardo que, en ocasiones leo textos interesantes de personas con
las que no me une ninguna afinidad. Ese seguimiento no me crea la necesidad de pedirles
que sean mis amigos. ¿Qué impide que sigamos interesándonos en
unas publicaciones sin perder por ello el estatus de seres libres y
desconocidos? Me gustan las novelas de Sara Mesa ―le pongo a Zalabardo
este ejemplo―, pero no pierdo ni un segundo en pedirle su amistad virtual.
Porque hablamos de amistad
virtual. ¿Qué es virtual? El Diccionario de
Manuel Seco lo define como ‘que no es efectivo o real’; y en el mundo de
la informática, ‘que parece o funciona como real, sin serlo’. O sea, que, como
dice el refrán ―pido perdón a los granadinos―, quien tiene un tío en
Graná, ni tiene tío ni tiene ná. Un amigo virtual vale de
poco, porque ―y esto es lo esencial― ni es amigo ni es nada.
El poeta latino Ovidio ―en
momentos desagradables de su vida, pues padeció destierro― compuso obras como
las Tristias en las que no se limitaba a quejarse, sino que
hablaba de literatura y de amistad. Y al hablar de esto último,
decía sentirse parte del grupo de los poetas y no escatimaba su afecto hacia
quienes compartían esa actividad. Es decir, que los apreciaba porque había algo
que los unía, la literatura.
También fray Luis de León manifestaba un afecto parecido. En la Oda a Salinas no se limita a elogiar la obra del gran maestro de música, sino que ―hacia el final del poema― cita a sus amigos escritores y dice: «amigos (a quien amo / sobre todo tesoro)». La amistad es, pues, algo sumamente valioso porque establece un vínculo entre personas unidas por determinadas afinidades.
Cuando Antonio Machado se
dirige a José María Palacio y le dice «Palacio, buen amigo / ¿está la
primavera / vistiendo ya las ramas de los chopos?», o más adelante le pide
confirmación de un hecho: «Por esos campanarios / ya habrán ido llegando las
cigüeñas», no se está dirigiendo a ningún ente virtual. Este Palacio ―por
quien tan pocas veces nos preguntamos quién pudiera ser― fue casi uña y carne
de Machado durante su etapa soriana. Casado con una prima de Leonor,
este periodista estuvo muy unido con el poeta, publicó bastantes de sus poemas e
incluso fundaron juntos algún periódico.
Ovidio, fray Luis y Machado
hablaban de personas muy afines que no tenían nada de virtuales,
que no necesitaban decirse «sé mi amigo» porque un lazo muy real los ataba.
Y a todo esto ―me interrumpe
Zalabardo― ¿a qué viene lo de conocer a van Gogh? Entonces le cuento que
―a veces― en la vida tiene uno encuentros casuales que difícilmente se olvidan.
Como el que tuve yo el otro día en la cacereña Guadalupe. Me encontraba sentado
en un banco del Mirador del Parque de la Constitución, admirando la bella
estampa del pueblo, cuando se nos acercó un señor que salía del Centro de Salud.
Hacía sol y la temperatura era agradable, aunque las previsiones hablaban de lo
contrario. Comenzamos a hablar del tiempo ―tema siempre socorrido para iniciar
una conversación― y el buen señor echó mano de las predicciones meteorológicas populares:
Cuando el Picobu tiene copa, Guadalupe hecha una sopa, dijo
señalando un cerro que teníamos frente cuya cima cubrían unas nubes.
El refranero popular suele contradecirse con frecuencia en temas meteorológicos, pues si uno anuncia que en abril, aguas mil, se le une otro que sostiene que las aguas de abril caben todas en un barril. Me explicó que el Picobu era el nombre que allí dan a aquel pequeño cerro y añadió otros que ―naturalmente― se sentía obligado a glosar: Nieblas altas, aguas bajas; A finales de marzo y primeros de abril, si el cuclillo no canta, o ha muerto o le viene la fin. «¿Sabe usted lo que es un cuco?» ―me interrogó, para, de inmediato, continuar―: «¿Sabe usted por qué se llama así? Porque es muy cuco, y en lugar de trabajar, aprovecha el nido que otros hacen para dejar allí sus huevos».
Hablamos de que también a mí me
gustan los refranes, de mi paisano Rodríguez Marín, de los frailes
jerónimos que fundaron el monasterio, de los marqueses de Riscal y de
la Romana, que fueron dueños de aquellas tierras. Pero yo no conseguía que
me dijera su nombre: «Yo tengo sangre alemana, portuguesa y española». De ahí
no pasaba, porque enlazaba otro refrán: ¡Quién fuera caballo en mayo,
perro por san Miguel, gato por la matanza y, en viernes, mujer! Y me
retaba a que adivinara el sentido: «En mayo, la hierba es más tierna; los higos
por san Miguel son más dulces; los gatos tienen mucha comida cuando hay
matanza; y, en día laborable, ser mujer, porque ella no trabaja». No le digo
nada y atribuyo su machismo a su edad ―me confesó tener noventa y un años―.
Zalabardo vuelve a la carga: «Pero, ¿qué
pasa con van Gogh?» Así que debo ir al grano. Tras mucho andar y desandar
―refrán para arriba, refrán para abajo―, yo le insistía en querer saber su
nombre: «Es que quiero contar nuestro encuentro en internet, porque los dos
somos aficionados a los refranes». Por fin, me dijo: «Yo me llamo José
Vicent van Gogh». Quedé asombrado, sin dar crédito a lo que oía: «¿Vincent
van Gogh?». «No, Vicent, como Vicente, pero sin la e final». Insistí:
«Pero, ¿van Gogh?». Y él, imperturbable, respondió: «Sí, sí, como el
pintor. A veces he pensado si, de alguna manera, seremos parientes, aunque eso
es muy difícil de demostrar».
Suenan las campanas de la cercana
parroquia de la Trinidad, y la conversación se corta: «Es que a esta hora regreso
a mi casa para comer». José Vicent van Gogh no solicitó ser mi amigo; ni
yo le hice a él petición de serlo suyo. Es casi seguro que el tiempo no nos
dará oportunidad de volver a encontrarnos. Pero la media hora que pasamos
hablando nos convirtió en amigos reales.