Me gustaría que se entendiese ―así se lo digo a Zalabardo― que este apunte no es ni defensa ni condena de la novela El odio por la sencilla razón de que no la he leído. Y, aunque hubiese querido hacerlo, su lectura me es absolutamente imposible porque dicha novela no ha sido publicada y, por el momento, no se publicará. Pero no me resisto a hacer algunas reflexiones.
Yuval Noah Harari, en
un libro que he citado aquí con anterioridad, Nexus (2024)
explica cómo en las redes sociales rigen unos algoritmos que incentivan los
contenidos más virulentos, malignos y tóxicos haciendo que se viralicen,
mientras que los contenidos más moderados se penalizan con una redistribución
menor. Que esto sea así obedece a criterios difíciles de entender y, en casos,
poco éticos. Han surgido voces autorizadas que piden que las redes modifiquen sus
algoritmos para evitar esta masiva difusión de contenidos tóxicos, a lo que las
plataformas se han opuesto siempre con el argumento de que hacer tal cosa sería
interferir en la libertad de expresión de los usuarios. En un documento de Amnistía
Internacional sobre este asunto, Social Atrocity, se hacía la
recomendación de que, si las redes no pueden eliminar todo el contenido dañino
presente en una plataforma utilizada por millones de personas, al menos deberían
«dejar de amplificar el contenido dañino mediante una distribución forzada».
El modo en que las redes sociales
actúan buscando un provecho no siempre legítimo lo tenemos en el papel del más
que muchimillonario Elon Musk que, gracias a su red X se
ha convertido en una especie de presidente paralelo de los Estados Unidos. Y
vivimos siendo víctimas de la gran paradoja que supone que, teniendo acceso a
uno de los más grandes avances de nuestro tiempo, internet, no acertamos a ver
el modo de evitar que su empleo sirva para tantos objetivos negativos. Harari
hace una comparación muy clara: si un cuchillo puede servir para curar a los
humanos en cirugía, o para alimentarlos ayudando a cortar y pelar alimentos, ¿por
qué utilizarlo para quitar la vida?
En España, en estos últimos días,
estamos asistiendo a un caso más de mala utilización de las redes y los medios.
Una editorial, Anagrama ―según leo― decide suspender de manera
indefinida la publicación de una novela de Luigé Martín titulada El
odio. Comento con Zalabardo el asunto, que me parece más complejo de lo
que muchos creen ¿Qué ha ocurrido para que se dé tal suspensión? Que se ha
montado una campaña en contra de la novela y de su autor porque, se dice, da
voz a un asesino y amplía el dolor de sus víctimas. Ha alcanzado tal nivel la
campaña que la editorial, prudentemente, ha decidido dar un paso atrás y no
sacar la novela, al menos, por el momento.
¿Pero ―le digo a mi amigo― qué argumentos avalan la validez de la campaña? Porque, yendo a la raíz del asunto, lo único cierto es que la novela no se ha publicado y, por tanto, nadie la ha leído salvo un reducidísimo grupo de personas a las que la editorial hizo llegar una prepublicación con vistas a su comercialización. La mera existencia de unas reseñas ha valido para que se monte este tinglado.
Confieso a mi amigo que no tenía la menor noticia de que existiera este escritor Luisgé Martín que ―por lo que he indagado― compagina periodismo y literatura e incluso ha recibido varios premios, lo que me hace pensar que no es ningún zoquete. ¿Leería yo su novela si se publicase? En condiciones normales, tal vez no me hubiese interesado. Pero en las actuales circunstancias, garantizo que no, porque la leería cargado con muchísimos prejuicios, y me alejaría de la búsqueda de cualquier mérito literario que tenga para internarme en el morbo de la polémica. Una polémica ―ya digo― creada en las redes sociales y mantenida por personas que no tienen ningún conocimiento de la novela. Como no lo tengo yo.
¿Tengo derecho a condenar un libro
que no he leído? Por supuesto que no. Pero que nadie se equivoque. Por idéntica
razón, tampoco razones para defenderlo. Podría achacarse al autor falta de tacto
por no haber contado a la hora de redactarla con víctimas de la tragedia que
aborda y que aún viven. Pero Luisgé Martín está actuando como novelista
y no como periodista. Escribe una obra de ficción, aunque basada en hechos
reales. ¿Es eso raro en nuestros días? Sobre tragedias y sobre crímenes reales
―el llamado true crime es un género en alza― hay muchos libros y
películas de televisión. El último ejemplo lo tenemos en la serie británica Adolescencia,
pero también Monstruos o Dahmer. Y sobre sucesos
acaecidos en España, recordemos El caso Asunta, El caso
Alcàsser, Las niñas o ¿Dónde está Marta?
Me pregunta Zalabardo si lo que ocurre es que nos estamos convirtiendo en defensores de la censura, en nuevos inquisidores que, en nombre de cualquier ideología o principio, por negar negamos hasta la libertad de expresión. Le respondo que a lo mejor nos vamos haciendo fundamentalistas y pretendemos negar la existencia a cuanto no nos gusta. Bien mirado, España es un país muy dado a la censura. Las imágenes con que acompaño este apunte son ejemplos. La primera imagen es de una curiosa edición facsimilar de La celestina, de 1575, que estaba en el Convento de Santa Caterina de Barcelona. Se puede ver la saña con que se tachó todo lo que se consideraba improcedente. En otra imagen, de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, subrayo en rojo un ejemplo de lo que la censura no consintió que apareciera en la edición de 1961 y no se repuso hasta la edición definitiva de 1984. Y la otra imagen es una página del manuscrito de La colmena presentado por Cela a la censura, con las tachaduras que se le impusieron. La novela tuvo que publicarse en Buenos Aires en 1951, antes de que autorizase su publicación en España
¿Hemos de volver a aquellos tiempos?
¿Nos convertiremos en imitadores de grupos como Hazte oír o Abogados
cristianos que pretenden la desaparición de lo que no es afín a lo que
ellos piensan? ¿Exigiremos que se reimplante la censura previa? Sería una
atrocidad y una puñalada trapera a cualquier creador y a las libertades que
creíamos haber obtenido.
Si El odio provoca un daño culpable a la persona que sea, en sus manos está querellarse y que los jueces dictaminen si el contenido de la novela constituye o no delito de intromisión en la privacidad inviolable de la persona querellante. Los demás, si por cualquier razón nos sentimos dolidos o afectados, tenemos en nuestras manos un recurso del que nadie nos puede privar: negarnos a comprarla o a leerla.