domingo, mayo 11, 2025

CONOCER A VICENT VAN GOGH

 

Llevo unos días ―le comento a Zalabardo― algo preocupado porque no dejan de entrarme peticiones ―de estas menos― y sugerencias ―de estas muchas más― de amistad en Facebook. Le digo a mi amigo que cada día me siento menos receptivo hacia las redes sociales. Hay quien basa su ilusión en tener cantidades ingentes de amigos virtuales ―miles, a ser posible―. No entiendo este interés porque no sé qué es en realidad un amigo virtual ni que valor puede tener.

            Pero el dichoso algoritmo ―o los algoritmos, pues no entiendo bien el sistema― que dirige las redes y el mundo de internet, se empeña en hacerme llegar publicaciones que el susodicho algoritmo considera que deberían interesarme, aunque me importen un pimiento. Del mismo modo, no se cansa de enviarme sugerencias de amistad de personas de las que ―hasta ahora― desconocía incluso su existencia.

            Un ejemplo: me suena el móvil y es un mensaje de Facebook que me sugiere que Rigoberto Mandioca Pezúñez podría ser mi amigo. O que un usuario de la red ―aquí prefiero no dar nombres― me pide que seamos amigos. ¿Qué sé yo de Rigoberto o qué saben de mí otras personas para que yo solicite o acepte esa amistad? Le digo a Zalabardo que, en ocasiones leo textos interesantes de personas con las que no me une ninguna afinidad. Ese seguimiento no me crea la necesidad de pedirles que sean mis amigos. ¿Qué impide que sigamos interesándonos en unas publicaciones sin perder por ello el estatus de seres libres y desconocidos? Me gustan las novelas de Sara Mesa ―le pongo a Zalabardo este ejemplo―, pero no pierdo ni un segundo en pedirle su amistad virtual.

            Porque hablamos de amistad virtual. ¿Qué es virtual? El Diccionario de Manuel Seco lo define como ‘que no es efectivo o real’; y en el mundo de la informática, ‘que parece o funciona como real, sin serlo’. O sea, que, como dice el refrán ―pido perdón a los granadinos―, quien tiene un tío en Graná, ni tiene tío ni tiene ná. Un amigo virtual vale de poco, porque ―y esto es lo esencial― ni es amigo ni es nada.

            El poeta latino Ovidio ―en momentos desagradables de su vida, pues padeció destierro― compuso obras como las Tristias en las que no se limitaba a quejarse, sino que hablaba de literatura y de amistad. Y al hablar de esto último, decía sentirse parte del grupo de los poetas y no escatimaba su afecto hacia quienes compartían esa actividad. Es decir, que los apreciaba porque había algo que los unía, la literatura.

 


           También fray Luis de León manifestaba un afecto parecido. En la Oda a Salinas no se limita a elogiar la obra del gran maestro de música, sino que ―hacia el final del poema― cita a sus amigos escritores y dice: «amigos (a quien amo / sobre todo tesoro)». La amistad es, pues, algo sumamente valioso porque establece un vínculo entre personas unidas por determinadas afinidades.

            Cuando Antonio Machado se dirige a José María Palacio y le dice «Palacio, buen amigo / ¿está la primavera / vistiendo ya las ramas de los chopos?», o más adelante le pide confirmación de un hecho: «Por esos campanarios / ya habrán ido llegando las cigüeñas», no se está dirigiendo a ningún ente virtual. Este Palacio ―por quien tan pocas veces nos preguntamos quién pudiera ser― fue casi uña y carne de Machado durante su etapa soriana. Casado con una prima de Leonor, este periodista estuvo muy unido con el poeta, publicó bastantes de sus poemas e incluso fundaron juntos algún periódico.

            Ovidio, fray Luis y Machado hablaban de personas muy afines que no tenían nada de virtuales, que no necesitaban decirse «sé mi amigo» porque un lazo muy real los ataba.

            Y a todo esto ―me interrumpe Zalabardo― ¿a qué viene lo de conocer a van Gogh? Entonces le cuento que ―a veces― en la vida tiene uno encuentros casuales que difícilmente se olvidan. Como el que tuve yo el otro día en la cacereña Guadalupe. Me encontraba sentado en un banco del Mirador del Parque de la Constitución, admirando la bella estampa del pueblo, cuando se nos acercó un señor que salía del Centro de Salud. Hacía sol y la temperatura era agradable, aunque las previsiones hablaban de lo contrario. Comenzamos a hablar del tiempo ―tema siempre socorrido para iniciar una conversación― y el buen señor echó mano de las predicciones meteorológicas populares: Cuando el Picobu tiene copa, Guadalupe hecha una sopa, dijo señalando un cerro que teníamos frente cuya cima cubrían unas nubes.

 


           El refranero popular suele contradecirse con frecuencia en temas meteorológicos, pues si uno anuncia que en abril, aguas mil, se le une otro que sostiene que las aguas de abril caben todas en un barril. Me explicó que el Picobu era el nombre que allí dan a aquel pequeño cerro y añadió otros que ―naturalmente― se sentía obligado a glosar: Nieblas altas, aguas bajas; A finales de marzo y primeros de abril, si el cuclillo no canta, o ha muerto o le viene la fin. «¿Sabe usted lo que es un cuco?» ―me interrogó, para, de inmediato, continuar―: «¿Sabe usted por qué se llama así? Porque es muy cuco, y en lugar de trabajar, aprovecha el nido que otros hacen para dejar allí sus huevos».

            Hablamos de que también a mí me gustan los refranes, de mi paisano Rodríguez Marín, de los frailes jerónimos que fundaron el monasterio, de los marqueses de Riscal y de la Romana, que fueron dueños de aquellas tierras. Pero yo no conseguía que me dijera su nombre: «Yo tengo sangre alemana, portuguesa y española». De ahí no pasaba, porque enlazaba otro refrán: ¡Quién fuera caballo en mayo, perro por san Miguel, gato por la matanza y, en viernes, mujer! Y me retaba a que adivinara el sentido: «En mayo, la hierba es más tierna; los higos por san Miguel son más dulces; los gatos tienen mucha comida cuando hay matanza; y, en día laborable, ser mujer, porque ella no trabaja». No le digo nada y atribuyo su machismo a su edad ―me confesó tener noventa y un años―.

            Zalabardo vuelve a la carga: «Pero, ¿qué pasa con van Gogh?» Así que debo ir al grano. Tras mucho andar y desandar ―refrán para arriba, refrán para abajo―, yo le insistía en querer saber su nombre: «Es que quiero contar nuestro encuentro en internet, porque los dos somos aficionados a los refranes». Por fin, me dijo: «Yo me llamo José Vicent van Gogh». Quedé asombrado, sin dar crédito a lo que oía: «¿Vincent van Gogh?». «No, Vicent, como Vicente, pero sin la e final». Insistí: «Pero, ¿van Gogh?». Y él, imperturbable, respondió: «Sí, sí, como el pintor. A veces he pensado si, de alguna manera, seremos parientes, aunque eso es muy difícil de demostrar».

            Suenan las campanas de la cercana parroquia de la Trinidad, y la conversación se corta: «Es que a esta hora regreso a mi casa para comer». José Vicent van Gogh no solicitó ser mi amigo; ni yo le hice a él petición de serlo suyo. Es casi seguro que el tiempo no nos dará oportunidad de volver a encontrarnos. Pero la media hora que pasamos hablando nos convirtió en amigos reales.

sábado, mayo 03, 2025

LA LLAVE, EL CÓNCLAVE Y SINODALIDAD

 


Hay palabras ―le digo a Zalabardo― que, por su misma sencillez, disimulan toda su carga simbólica. Es lo que pasa con llave. Todos estamos acostumbrados a ese instrumento metálico ―en tiempos, enorme y pesado, hoy diminuto y fácil de llevar― que, introducido en una cerradura, activa su funcionamiento. No importa que la llave clásica haya sido sustituida en nuestro tiempo por microchips insertados en una plaquita de plástico (los chips de identificación por radiofrecuencia); su función no ha variado.

            Antigua o moderna, la llave posee un valor simbólico en el que no solemos pensar. La llave es independencia, confianza, éxito y seguridad. Por eso llamamos llave a cualquier recurso que elimina el obstáculo que nos impide alcanzar un objetivo; a la acción ―en un deporte de lucha― con la que se inmoviliza al contrario; al dispositivo que permite o impide el paso de agua por un conducto; a la asignatura cuyo aprobado es necesario para pasar al nivel superior; a la dovela superior, en un arco, que traslada fortaleza de las demás; a la actuación que nos permite salir airosos en cualquier trance…

            La raíz indoeuropea kleu-, ‘gancho, clavija’, es el origen del verbo latino claudo, ‘cerrar’ (porque se cerraba mediante un gancho). De ahí proceden claustro, cláusula, concluir, clavícula, recluir, excluir… Pero también es origen de clavis, llave. El castellano, que en algunas cuestiones parece querer llamar la atención entre las lenguas románicas, usa llave porque palatalizó en ll todo grupo inicia cl latino (clamare, ‘llamar’), pues, en nuestro entorno, el catalán dispone de clau, el francés, de clé, el italiano de chiave, o el portugués de chave.

            La charla anterior nos lleva a Zalabardo y a mí hasta cónclave, término muy utilizado en estos días tras la muerte del papa Francisco. Aunque el origen de la palabra está en la unión de cum y clavis, ya en el latín clásico existía conclave, -is, ‘habitación cerrada con llave’ e, incluso, ‘calabozo’, voz atestiguada en Terencio y en Cicerón. Sin embargo, esta palabra, con el tiempo, se ha ido especializando en significar el ‘proceso en que los cardenales se reúnen para elegir nuevo papa’.



            Desde los primeros tiempos del cristianismo, era normal la reunión de los prelados para decidir sobre el sucesor del pontífice difunto. Pero lo que hoy nos parece tan natural nos debe hacer pensar en un suceso peculiar acaecido en el siglo XIII. A la muerte del papa Clemente IV ―en 1268―, los cardenales reunidos en la ciudad italiana de Viterbo no lograban ponerse de acuerdo. La causa eran las rencillas entre los franceses y los italianos. Tras tres años de votaciones fallidas, en 1271, las autoridades civiles de la ciudad de Viterbo tomaron una decisión drástica: los cardenales permanecerían literalmente encerrados con llave ―en cónclave― en un local que ni siquiera disponía de techo, por lo que estaban expuestos a los elementos. También se les racionó la comida. De allí no saldrían hasta haber elegido un nuevo papa.

            La medida tuvo rápido efecto. Fue elegido Teobaldo Visconti ―Zalabardo me pregunta si este Visconti tendrá relación con el director de cine Luchino Visconti, pregunta que no le puedo responder―. Teobaldo, que en aquellos momentos era obispo de Lieja, no estaba presente en el cónclave. Se encontraba en Tierra Santa, encabezando las tropas de Eduardo I de Inglaterra en la conocida como Novena Cruzada, por lo que, en el invierno de aquel año, abandonaría la campaña tras conocer su designación.

            Accedió al papado con el nombre de Gregorio X y, poco después ―en 1274―, convocaría el Concilio de Lyon, en el que se regularon todas las medidas a las que se tendría que ajustar en adelante el proceso de elección papal. Una de ellas era la que imponía que el elegido fuese un cardenal. Él mismo no lo era en el momento en que fue elegido y hubo que llevar con prisas su acceso al purpurado.

            También estamos acostumbrados a ver que el cónclave se celebre en la Capilla Sixtina, lo que no siempre ha sido así. No existió sede prefijada hasta 1492 en que se decidió que la reunión tendría lugar en el Vaticano. Pero solo en 1878 se determinó que la capilla decorada por Miguel Ángel fuese el lugar de celebración del cónclave. Y así sigue la cosa por el momento.

            Ya que estamos con este tema, le sugiero a Zalabardo que también podríamos referirnos a otra palabra, sínodo, que, sin estar directamente relacionada con llave, tiene gran resonancia en nuestros días gracias a un derivado suyo, sinodalidad. Si miramos en un diccionario, encontraremos que sínodo se recoge como término propio del lenguaje eclesiástico. El Diccionario de Manuel Seco solo dice que es ‘asamblea de eclesiásticos, especialmente de obispos’. Y aunque el de la RAE presenta como cuarta acepción que, en astronomía, es ‘conjunción de planetas’, ni en el Glosario de la Sociedad Española de Astronomía ni en el del Planetario de Buenos Aires aparece recogido tal término.

            Sínodo es término griego formado por συν, ‘encuentro, reunión, asamblea’ y ὀδος, ‘camino, viaje, ruta’. En la antigua Grecia, se llamó sínodo a la reunión que celebraba en Delos la Liga Marítima. En términos generales, un sínodo era una reunión para caminar juntos en la resolución de un asunto. Pero muy pronto la Iglesia acogió el término para designar las reuniones de la jerarquía eclesiástica, bien con carácter universal o bien local.



            Sinodalidad
, por su parte, es un neologismo que comenzó a emplearse en el Concilio Vaticano II, pero que ha sido relanzado por el difunto papa Francisco y que ha levantado ampollas en algunos círculos eclesiásticos que creen mermado su poder. Las conversaciones que Javier Cercas mantiene con personas muy allegadas al pontífice y que podemos leer en El loco de Dios en el fin del mundo, libro que le encargaron escribir sobre el viaje del papa a Mongolia en 2023 y cuya lectura recomiendo, deja muy claro qué sea la sinodalidad. Ya no es solo la reunión de obispos durante un tiempo determinado, sino un proceso de varios años en el que interviene todo el pueblo cristiano. Todos están invitados y nadie debe ser excluido.

            Me pregunta Zalabardo si eso significa imponer una democracia en el funcionamiento de la Iglesia. Esa misma pregunta planteó Cercas a varios entrevistados. Todos le decían que no es exactamente eso, pues la Iglesia no puede entenderse como una sociedad política, pero sí algo parecido: terminar con el clericalismo, creencia de que la jerarquía religiosa es quien decide en todo, e imponer un sentido de participación efectiva de todos los fieles, e incluso de quienes no lo son. Una de las tareas que aguardan a quien salga elegido papa en este cónclave es la de hacer realidad tal concepto.

sábado, abril 26, 2025

AL TORO, QUE ES UNA MONA

 

No pasan los espectáculos taurinos por buen momento. Muchas son las voces que gritan contra ellos y solicitan su desaparición. El argumento en que se apoyan los detractores ―el de la crueldad contra un animal― tal vez sea el de mayor peso, pero es el único. Zalabardo y yo nos consideramos amantes de los animales y no somos especiales admiradores de los espectáculos taurinos. Sin embargo, y sentado lo anterior, creemos que hay algo que no cuadra del en esta actitud prohibicionista.

            Tenemos la sensación ―que es casi certeza― de que en nuestra sociedad reina una fuerte tendencia ―que no sé cómo calificar― a organizar y difundir en las redes campañas contra todo aquello que no nos gusta, con el único objetivo de alcanzar su prohibición. Pedimos que se prohíban ―porque no se ajustan a nuestro modo de pensar― películas, espectáculos teatrales, conciertos, libros… Lo peor de todo en esta fiebre prohibicionista es la falta de coherencia, porque dejamos de ser conscientes de que aquello cuya desaparición solicitamos no difiere mucho de otras cosas que ―al mismo tiempo― defendemos con tenacidad.

            Muchos antitaurinos no consideran maltrato animal los toros de fuego ni los correbous, así como son muchos los animalistas que no se oponen a la tenencia de mascotas exóticas, animales silvestres, a los que se saca de su hábitat natural ―serpientes, aves, tortugas…― cuyo maltrato se multiplica no solo por esto sino cuando, pasado el capricho de tenerlas, se nos vuelven incómodas y las abandonamos lejos del lugar que les correspondería. Lo que crea, además, un peligro para las especies autóctonas. Me recuerda Zalabardo una canción de Cuco Sánchez que oíamos de pequeños en la voz de Miguel Aceves Mejía, Grítenme piedras del campo, en la que se decía: «Soy como pájaro en jaula […]. Aunque la jaula sea de oro, no deja de ser prisión». Por esa y más razones, ni Zalabardo ni yo somos partidarios de tener animales en casa, porque les robamos su libertad.


            Pero le digo a Zalabardo que nos estamos separando de la cuestión, pues lo que pretendo en este apunte no es una defensa de la tauromaquia ni hablar del maltrato animal. A fin de cuentas, el asunto de la prohibición de corridas de toros no es algo de ahora ni cosa de unos cuantos. El Concilio de Trento, las Cortes de Valladolid de 1555, las Cortes de Madrid de 1567, el papa Pío V en 1567, Felipe V en 1740, Fernando VI en 1754, Carlos III en 1790… ―se podría seguir― se pronunciaron a favor de la prohibición. Y en este juego alternante entre de abolición y permisividad, los espectáculos taurinos han seguido adelante.

            Porque lo que aquí me interesa ahora ―aviso a mi amigo― no es el espectáculo en sí, sino la fuerza con que el lenguaje taurino ha venido calando en todas las facetas de la vida cotidiana. Nuestra lengua se halla plagada de términos y expresiones que proceden del léxico taurino y utilizamos con naturalidad. Por ejemplo, la que da título a este apunte: Al toro, que es una mona. Con esta frase se anima a una persona a enfrentar una tarea de la que se supone que ha de salir fácilmente triunfador. ¿Y cuál es su origen? Hubo un tiempo en que a los toros que carecían del trapío suficiente y no parecían peligrosos se les llamaba despectivamente monas. Y los apoderados y subalternos del torero lo animaban a que aprovechara la coyuntura y se empleara a fondo, porque poco era el riesgo que correrían.

            Pero hay muchos más ejemplos. Cuando alguien critica la actuación de otra persona desde una posición de privilegio y sin que sobre él recaiga ninguna responsabilidad ni redunde ningún daño, se le responde que es fácil ver los toros desde la barrera. Prestar ayuda a alguien para sacarlo del apuro en que se encuentra decimos que es echarle un capote. Si fracasamos en el momento de enfrentarnos con alguien en un debate o no conseguimos convencerlo con nuestros argumentos, hemos pinchado en hueso. Tras una actividad fatigosa en la que hemos perdido muchas energías, quedamos para el arrastre. Y cuando nos dejamos envolver en un debate que no nos interesa llevados por mañas de un oponente, decimos que hemos entrado al trapo.

            ¿Y cuál es la razón de que frente a una situación que nos resulta excesivamente enojosa y grave digamos que la cosa pasa de castaño oscuro? Hay afirmaciones ―sabido es― que aunque se acepten de manera generalizada como válidas no siempre pueden darse por ciertas. Así, nadie sostiene como verdadero el refrán que dice que tiempo pasado, siempre loado. Pues eso sucede con lo de castaño. Es creencia que los toros de este pelo son especialmente bravos y peligrosos, por lo que hay que andarse con cuidado frente a ellos. Y cuanto más castaños sean ―es decir, pasen de castaño oscuro―, mayor será su peligrosidad.

            Pero de cuantas expresiones voy mencionando, a Zalabardo le atrae una de manera especial: Coger el toro por los cuernos. Cualquier diccionario nos indica que con ella se alude a la acción de enfrentarse resueltamente con una dificultad. El significado le queda claro, pero ya no tanto cuál sea la relación que la locución tiene con el espectáculo taurino. Le tengo que explicar que yo conocí su origen leyendo la Tauromaquia o arte de torear de José Delgado Guerra, Pepe-Hillo. Junto con Costillares y Pedro Romero, Pepe-Hillo (1754-1801) pasa por ser uno de los toreros que contribuyó a fijar las reglas y estilo con que discurre una corrida de toros.


            En el libro citado, Pepe-Hillo habla de una suerte ―cada uno de los lances que se practican en una corrida― llamada suerte de mancornar. Este lance ―que dejó de practicarse hace muchos años― según el Vocabulario taurómaco, publicado en 1880 por Leopoldo Vázquez Rodríguez, es la «suerte que se ejecuta colocándose frente al animal, citándole, y al llegar se le hace un cuarteo, se coloca el diestro de costado, y al mismo tiempo de hacer un empuje sobre el brazuelo, se agarra el cuerno derecho con la mano derecha y el izquierdo con la mano izquierda, apretando de fuera adentro, hasta poder derribar la res».

            Lo que no he logrado saber ―aunque esto tenga poco que ver con la mona del principio― es por qué se llama así, mona, a la protección metálica articulada que lleva el picador en su pierna derecha. Pepe-Hillo, en el libro citado, dice de tal protección ―que en su origen era mucho más pequeña que la actual― que el primero en utilizarla fue don Gregorio Gallo, razón por la que recibió el nombre de gregoriana. Sin embargo, más tarde perdería este nombre para pasar a llamarse mona, como se conoce en la actualidad.

sábado, abril 19, 2025

QUIZÁ LOS DOS NOS EQUIVOQUEMOS


Me pregunta Zalabardo si me he percatado de lo difícil que resulta escuchar a alguien reconocer que ha errado al opinar sobre alguien o al sostener una conducta improcedente. Da igual su nivel social o la función que desempeñe. Y hablando de esa manera de proceder, sacamos a relucir dos historias que reflejan la diferencia de talante que en sus protagonistas se encuentra.

            La primera es una anécdota acaba con la frase Quizá los dos nos equivoquemos, que unos aplican a un enfrentamiento entre Jacinto Benavente y Valle-Inclán y otros al de Voltaire y el fisiólogo suizo Albrecht von Haller. Sucediesen o no ―aunque eso importe poco para lo que hablamos mi amigo y yo― la verdad es que su origen hay que buscarlo en un cuentecito de Juan de Timoneda (siglo XVI) recogido en Sobremesa y alivio de caminantes. Se habla en él de un tejedor y un sastre que, habiendo sido amigos, acabaron por enemistarse. Pero mientras el tejedor seguía hablando bien del sastre, este no hacía sino maldecir del tejedor. Una señora conocedora de la situación preguntó al tejedor cómo, si el otro solo decía maldades de él, le respondía de una manera totalmente contraria, a lo que el tejedor contestó: «Quizá mintamos los dos».

        La otra historia la sacamos de Las mocedades del Cid, drama de un casi contemporáneo suyo, Guillén de Castro. Tras haber ofendido el conde Lozano ―padre de Jimena― a Diego Laínez ―padre del Cid―, en una conversación que mantiene con Per Ansures, el conde dice que siempre hay que mantener una opinión que sea honrada, pero que, si por acaso fuese errada, lo que procede es «defendella y no enmendalla».

            En el primer caso ―le digo a Zalabardo―, el tejedor admite que los dos pueden estar errados en su proceder y ninguno acierte en lo que dice, pues tal vez su contrincante no sea merecedor de las palabras que le dedica ni él de las que recibe. La respuesta, si meditamos sobre ella, está cargada de ironía, pero ―y esto es importante― parte del principio de que todos podemos equivocarnos.

            En el segundo caso, en el conde Lozano se advierte una gran dosis de soberbia. Si bien parte de una verdad incontestable, que debemos procurar que nuestra opinión sea honrada para, con ella, acertar en lo principal, la conclusión no puede ser más cínica, pues sostiene que, si por el contrario uno ha errado, hay que sostener el error hasta sus últimas consecuencias.

            Le surge la duda a Zalabardo sobre si ese defendella y no enmendalla puede ser equiparable a otras expresiones como no dar el brazo a torcer o mantenerse en sus trece. Le doy a mi amigo una respuesta «a la gallega», pues sin dar por buena la similitud, tampoco se la niego. Naturalmente, eso me exige tener que explicarme, ya que la realidad es que tanto una como otra expresión tienen más de una interpretación.



            Dar el brazo a torcer
parece ―según todos los indicios― ser expresión muy antigua, nacida de un tipo de competición o entretenimiento, pulsear o echar un pulso, que consiste en probar dos contrincantes su fuerza, cogiéndose de la mano y apoyando el codo sobre una superficie firme, hasta conseguir que uno de ellos abata ―haga torcer― el brazo del otro. De aquí surgió que dar el brazo a torcer es «rendirse o desistir de un dictamen o propósito». Y la forma negativa, no dar el brazo a torcer, significó en los inicios, «resistir, no rendirse ante la fuerza de otro», para, más tarde, pasar a significar, «mantenerse obstinadamente en una opinión, sin desdecirse de ella». En este segundo caso, coincidiría con defendella y no enmendalla, pero no en el primero.

            Mantenerse en sus trece, sin embargo, ofrece mayores dificultades de interpretación, puesto que se le señalan tres orígenes diferentes. Una de las tesis que se mantienen es que mantenerse en sus trece tiene su origen en el momento en que ―en España― se exige la conversión de los judíos. Esto suponía abjurar de los trece principios básicos del judaísmo que ya había expuesto Maimónides. Quien no renegaba de su fe, es decir, se mantenía en sus trece, se exponía a la expulsión e incluso a la muerte. Por ello, mantenerse en sus trece es «persistir en algo, mantener a todo trance una opinión». Bien mirado, era una actitud equiparable a la de los antiguos cristianos que se mantenían firmes cuando se le pedía renunciar a su fe. Otra tesis defiende que el dicho procede de un juego de naipes, la escoba o el quince, en el que había que ir reuniendo cartas hasta aproximarse lo más posible a los quince puntos, pero sin pasarse. Como el juego actual de las siete y media. Quien se mantenía en sus trece renunciaba a coger más cartas por considerar suficiente trece puntos y por miedo a pasarse. Según esto, la expresión podría ser señal de «cautela, miedo o prudencia ante la posibilidad de perder lo que se tiene».



            Y, por fin, hay una tercera opinión. A la muerte del papa Gregorio XI, en 1378, los cardenales estaban profundamente divididos en tres facciones ―los lemosinos, los galicanos y los romanos―. Convocado el cónclave, surgió el temor de que pudiese salir elegido un papa no italiano. Para evitar tal supuesto, no esperaron la llegada de los cardenales que estaban en la corte de Aviñón y eligieron a Urbano VI, lo que precipitaría el Cisma de Occidente. Como reacción, los cardenales menospreciados eligieron al español Pedro Martínez de Luna ―el papa Luna― que asumió el papado como Benedicto XIII. Hubo un largo proceso en el que la Iglesia buscó la reunificación. Las opciones de solución contemplaban que Luna renunciase, de lo que en algunos momentos se mostró partidario. Pero, al final, siempre se negaba y se obstinaba en mantenerse en el puesto. Incluso condenado y declarado antipapa, terminó por refugiarse en Peñíscola, donde vivió hasta su muerte sin renunciar jamás al papado. Por su nombre, Benedicto XIII, se dice que surgió la expresión mantenerse en sus trece para significar «persistir de forma obstinada en un error u opinión». Esta tercera es la que más se parece a la actitud del conde Lozano.

            Me pregunta Zalabardo cuál de esas tesis tiene mayor verosimilitud y le contesto que no lo sé, aunque le sugiero que él se acoja a la que mejor le parezca. Me pregunta, luego, si creo que hoy hay mucha gente a la que le cuadre este persistir tozudamente en el error manteniéndose en sus trece. Le hago otra sugerencia: que mire detenidamente a su alrededor, porque podrá encontrar ejemplos entre empresarios, políticos, jueces, comunicadores… Quizá más de lo que sería deseable. 

sábado, abril 12, 2025

TIRAR DE LA MANTA Y DESCUBRIRSE EL PASTEL

 

Pudiera pensar alguien que en estos apuntes cito reiteradamente a mi paisano Francisco Rodríguez Marín, pero es que, en lo que se refiere a los temas que con frecuencia trato, es una autoridad no solo nacional, sino internacional. Otra figura de gran talla, Antonio Machado Álvarez, Demófilo, padre los poetas, dice en una introducción a la monumental Cantos populares españoles (1883), que es «la [obra] de más importancia nacional que actualmente se publica en la península». Pues bien, entre esos cantos aparece uno que dice: «Tú me estás dando lugar / de que eche la capa al toro / y que tire de la manta / y que se descubra todo», cantar que más tarde volvía a citar Melchor de Paláu en su libro Cantares populares y literarios, publicado en Barcelona en 1900. Traigo aquí ese cantar porque Rodríguez Marín le añade una nota en la que dice que tirar de la manta significa ‘descubrir, revelar lo que está oculto’, añadiendo como prueba estos versos de otro cantarcillo: «Tiró el diablo de la manta / y se descubrió el pastel». Se unen ahí dos locuciones aparentemente diferentes, pero que significan lo mismo: ‘poner al descubierto algo que antes no se sabía’, aunque el diccionario académico dice de la primera que lo que se hace público ‘es algo escandaloso’.

            Como Zalabardo me hace notar que muy poca gente habrá que no sepa el significado de dichas locuciones, me veo obligado a responderle que, siendo verdad lo que me dice, traigo aquí el asunto por la sencilla razón de que extraña que Rodríguez Marín considere preciso utilizar esa nota aclaratoria. Hacerlo ―le digo a mi amigo― tal vez responda a que consideraba que la locución, aun siendo antigua, podía haber adquirido un sentido nuevo respecto al original. La explicación a todo ello, supongo, podría estar en que ya para esa época ―finales del siglo XIX y principios del siglo XX― los hablantes tuvieran dudas acerca de la manta de que se tira o del pastel que se descubre. Porque para el común de los hablantes la manta es la ‘pieza de lana, algodón u otro material, de forma rectangular, que sirve de abrigo en la cama’ y el pastel es ‘cualquier tarta, bizcocho o dulce’.

            Pero no siempre fue así. El andaluz Nebrija, en diccionario de 1495, traduce el término latino aulaeum como manta de pared, que se corresponde con lo que hoy llamaríamos tapiz. Y en el Diccionario de autoridades, de 1737, entre los significados de manta encontramos el siguiente: ‘cubierta que para el abrigo se pone en la pared, como los paños de corte u otros’. ¿Tiene esto algo que ver con tirar de la manta? Pues sí y, además, con la situación de los judíos en España desde que los Reyes Católicos decretaron la expulsión de quienes no se convirtieran al cristianismo. Muchos judíos emigraron hacia tierras del norte, donde existía mayor tolerancia.



            Pasado un tiempo, esta tolerancia fue decayendo y los judíos se vieron forzados a convertirse. Aquí surgen entonces dos teorías en torno a qué hay que pensar que sea la manta. Una dice que, para preservar la pureza de sangre de los cristianos viejos, se ordenó hacer un censo de judíos conversos, con el fin de evitar los matrimonios mixtos. Estas nóminas que daban cuenta de quiénes tenían una ascendencia judía quedaba reflejada en mantas ―las que Nebrija llamó de pared― que se colgaban en lugares visibles de los templos. Se cita como una de las más conocidas la llamada Manta de Tudela, colocada en una pared de la Capilla del Perdón de su Catedral.

            La otra teoría ―que implica también a los judíos― se asocia con el sambenito o manta que la Inquisición imponía a los condenados por judaísmo, en la que quedaba reflejado su «delito». Cuando se consideraba que había cumplido su castigo, el antiguo judaizante entregaba su manta o sambenito a una iglesia, que iba componiendo un tapiz con estos lienzos. Se dice que llegó un tiempo en que se consideró procedente tapar estas mantas o sambenitos con una manta (de pared) mayor. Esto hacía que, si alguien quería conocer quiénes pertenecían al linaje de un condenado por la Inquisición, tuviese que destapar o tirar de la manta para conocer lo que la vergüenza ocultaba.

            Aunque nada tenga que ver con esta historia, le digo a Zalabardo que, en algunos países de América del Sur sigue usándose la palabra manta como ‘tela larga y rectangular en la que se pintan eslóganes y mensajes comerciales.

            «¿Y qué relación tiene esto con descubrirse el pastel?», me pregunta Zalabardo. Le cuento a mi amigo la curiosa historia que ha llevado a esta locución a significar ‘hacer público y manifiesto algo que se procuraba ocultar o disimular’. Y es que pastel, en un principio era una ‘composición de masa de harina, manteca y carne picada que se hace formando una caja de dicha masa y poniendo en ella la carne, se cubre con otra masa más delicada, que llaman hojaldre’. Aquellos pasteles se correspondían más con lo que hoy llamamos empanadas, pues, para los actuales, la palabra común era confite, de donde procede confitería.



            La literatura del siglo XVII está llena de alusiones a estos pasteles. Concretamente sobre los llamados pasteles de a cuatro, Fernando Cabo Aseguinolaza, en nota a una edición de La vida del Buscón, de Quevedo, comenta la mala fama que arrastraban por admitir en sus rellenos, aparte de carne de ínfima calidad, moscas, cabellos o cualquier otra materia inmunda. Incluso en tono burlesco se los acusaba de que en ellos se utilizase carne humana. En el capítulo cuarto del libro segundo de esta novela, asistimos a una escena entre cómica y macabra: «…después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su réquiem aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes». Alonso Ramplón, verdugo de Segovia y tío de Pablos, le dice después de haber abierto un pastel y descubrir la calidad de su relleno, que aquella carne pudo pertenecer a su padre, recién ajusticiado.

            Esta anécdota aclara que solo levantando la tapa de hojaldre del pastel era posible cerciorarse de su calidad, o sea, que había que descubrir el pastel para conocer lo que ocultaba en su interior, del mismo modo que solo levantando la manta ―o tirando de ella― se podía tener seguridad del linaje de alguien. Todo lo anterior explica que hoy, si queremos hacer pública la vergonzosa conducta de alguien lo amenacemos con tirar de la manta; o que, si algo que se pretende mantener oculto sale a la luz, digamos que se ha descubierto el pastel.

sábado, abril 05, 2025

EL ESPETO Y LA PAELLA

 

Hablo con Zalabardo sobre las maneras de que se vale la lengua para crear nuevas palabras o significados. Existe en la retórica un recurso o figura llamado tropo que consiste simplemente en un desvío ―así lo califica el Diccionario de Lingüística, de Jean Dubois― del sentido de una palabra. Es decir, tenemos un tropo cuando se produce un desplazamiento significativo y utilizamos una palabra con un sentido que, inicialmente no le corresponde. Lo que ocurre es que ―por múltiples razones― a veces un tropo se fosiliza y deja de ser un simple recurso ―más o menos decorativo― para incorporarse a la lengua como nuevo elemento.

            Quizá el tropo por excelencia sea la metáfora, que identifica dos términos que, aun siendo distintos, aceptamos utilizar el uno por el otro para reforzar lo que deseamos decir. Por eso, cuando empleamos estrellas en lugar de ojos o llamamos asno a una persona, entramos en el juego de elogiar esa parte de la anatomía o de hacer patente la torpeza de una persona.

            Otro tropo notable es la metonimia, que aparece cuando entre las cosas significadas por las palabras intercambiadas se da una relación bastante directa. Si hablamos de tomar una copa, sabemos que usamos continente por contenido; si de comprar una bella porcelana, sabemos que la palabra que designa una materia la usamos para significar el objeto que con ella se crea. Y así sucesivamente.

            Pero ―como le he dicho a Zalabardo―, hay tropos, en este caso metonimias, que se fosilizan y sobrepasan lo que sean puros efectos lingüísticos para adquirir una dimensión diferente. Eso es lo que ocurre con espeto y con paella. Hablar de la costa malagueña y parte de la occidental granadina es casi imposible si no sale a relucir el espeto. Y, para muchos extranjeros, hablar de Valencia ―y por extensión del resto de España― no es posible si no aparece la paella.

            Sin embargo, ni el espeto ni la paella son lo que en sus orígenes se entendía por tales términos. Si acudimos al más clásico de nuestros diccionarios, el Tesoro de la lengua castellana o española (1611), de Sebastián de Covarrubias, leemos que el espeto no es otra cosa que el hierro con que se ensarta o atraviesa la carne para asarla en el fuego. Por su función y tamaño, al espeto se le llamó también espada; se hablaba de espetar al hecho de atravesar la carne con el asador y de espetera para referirse al vasar donde se cuelgan los espetos cuando no se usan.



            Y si vamos a paella, nos llevamos la sorpresa de que no es palabra castellana. Covarrubias habla de padilla, palabra derivada de la latina patella, ‘plato pequeño’, que en Castilla pasó a designar una sartén pequeña, baja y con asas. Pero esa palabra latina, en valenciano dio paella, que es el actual recipiente, sartén no ya necesariamente pequeña, de poco fondo y con asas.

            La situación actual es que la paella ha pasado a designar la modalidad de preparar el arroz en ella porque lo que en principio se cocinaba, según se observa en libros de cocina era arroz en paella. Y esa receta tenía su manera estricta de ser preparada, los ingredientes, el tiempo y el modo preciso de preparación. Hoy, en cambio, cualquier modalidad imaginable de esa receta ―y hay algunas horribles― recibe el nombre de paella y el recipiente en que se prepara ha pasado a ser la paellera, palabra de nuevo cuño que sustituye a la original.

            Algo semejante ―le digo a Zalabardo― ocurre con el espeto que, al menos en esta zona mediterránea del mar de Alborán, ha pasado a ser ‘conjunto de sardinas atravesadas con una caña y alineadas convenientemente para ser asadas’. Los cambios no son banales, no se reducen a una simple metonimia, sino que hay mucho más. Por lo pronto, al primitivo pincho para ensartar la carne, en el caso de asar sardinas ya nadie llamará espeto, sino caña, porque es inconcebible que se use cualquier material que no sea este, una caña de las que tanto abundan en las riberas.

            La caña exige su preparación. En realidad, lo que se emplea es media caña, de entre 30-50 centímetros de longitud, que se talla a modo de lanceta y se le desbastan los bordes. La razón de que se emplee caña en lugar de metal se debe al modo de resistencia de este material al calor y, además, a que, teniendo esta caña forma semicilíndrica, su curvatura crea un efecto chimenea que ayuda a asar mejor el interior de la sardina.



            En el caso que le comento a Zalabardo llama la atención el amplio campo semántico aparecido. Por un lado, tenemos que para ese conjunto de sardinas asada existen dos términos, espeto y espetón, aunque el primero sea más común. Y para la operación de asar el espeto existe el nombre de moraga que, a su vez, sirve también para designar la reunión festiva nocturna que tiene lugar en la playa y cuyo fin principal es comer espetos. Por fin, hay otros dos términos: espetero y amoragador, que, aunque en ocasiones se confundan, designan funciones diferentes. El espetero es la persona que prepara el espeto, que ensarta las sardinas y las deja dispuestas para asar; en cambio, el amoragador es la persona que tiene como función asar esos espetos ya preparados.

sábado, marzo 29, 2025

FANATISMO EN LAS REDES

Me gustaría que se entendiese ―así se lo digo a Zalabardo― que este apunte no es ni defensa ni condena de la novela El odio por la sencilla razón de que no la he leído. Y, aunque hubiese querido hacerlo, su lectura me es absolutamente imposible porque dicha novela no ha sido publicada y, por el momento, no se publicará. Pero no me resisto a hacer algunas reflexiones.

            Yuval Noah Harari, en un libro que he citado aquí con anterioridad, Nexus (2024) explica cómo en las redes sociales rigen unos algoritmos que incentivan los contenidos más virulentos, malignos y tóxicos haciendo que se viralicen, mientras que los contenidos más moderados se penalizan con una redistribución menor. Que esto sea así obedece a criterios difíciles de entender y, en casos, poco éticos. Han surgido voces autorizadas que piden que las redes modifiquen sus algoritmos para evitar esta masiva difusión de contenidos tóxicos, a lo que las plataformas se han opuesto siempre con el argumento de que hacer tal cosa sería interferir en la libertad de expresión de los usuarios. En un documento de Amnistía Internacional sobre este asunto, Social Atrocity, se hacía la recomendación de que, si las redes no pueden eliminar todo el contenido dañino presente en una plataforma utilizada por millones de personas, al menos deberían «dejar de amplificar el contenido dañino mediante una distribución forzada».

            El modo en que las redes sociales actúan buscando un provecho no siempre legítimo lo tenemos en el papel del más que muchimillonario Elon Musk que, gracias a su red X se ha convertido en una especie de presidente paralelo de los Estados Unidos. Y vivimos siendo víctimas de la gran paradoja que supone que, teniendo acceso a uno de los más grandes avances de nuestro tiempo, internet, no acertamos a ver el modo de evitar que su empleo sirva para tantos objetivos negativos. Harari hace una comparación muy clara: si un cuchillo puede servir para curar a los humanos en cirugía, o para alimentarlos ayudando a cortar y pelar alimentos, ¿por qué utilizarlo para quitar la vida?

            En España, en estos últimos días, estamos asistiendo a un caso más de mala utilización de las redes y los medios. Una editorial, Anagrama ―según leo― decide suspender de manera indefinida la publicación de una novela de Luigé Martín titulada El odio. Comento con Zalabardo el asunto, que me parece más complejo de lo que muchos creen ¿Qué ha ocurrido para que se dé tal suspensión? Que se ha montado una campaña en contra de la novela y de su autor porque, se dice, da voz a un asesino y amplía el dolor de sus víctimas. Ha alcanzado tal nivel la campaña que la editorial, prudentemente, ha decidido dar un paso atrás y no sacar la novela, al menos, por el momento.

            ¿Pero ―le digo a mi amigo― qué argumentos avalan la validez de la campaña? Porque, yendo a la raíz del asunto, lo único cierto es que la novela no se ha publicado y, por tanto, nadie la ha leído salvo un reducidísimo grupo de personas a las que la editorial hizo llegar una prepublicación con vistas a su comercialización. La mera existencia de unas reseñas ha valido para que se monte este tinglado.


           Confieso a mi amigo que no tenía la menor noticia de que existiera este escritor Luisgé Martín que ―por lo que he indagado― compagina periodismo y literatura e incluso ha recibido varios premios, lo que me hace pensar que no es ningún zoquete. ¿Leería yo su novela si se publicase? En condiciones normales, tal vez no me hubiese interesado. Pero en las actuales circunstancias, garantizo que no, porque la leería cargado con muchísimos prejuicios, y me alejaría de la búsqueda de cualquier mérito literario que tenga para internarme en el morbo de la polémica. Una polémica ―ya digo― creada en las redes sociales y mantenida por personas que no tienen ningún conocimiento de la novela. Como no lo tengo yo.

            ¿Tengo derecho a condenar un libro que no he leído? Por supuesto que no. Pero que nadie se equivoque. Por idéntica razón, tampoco razones para defenderlo. Podría achacarse al autor falta de tacto por no haber contado a la hora de redactarla con víctimas de la tragedia que aborda y que aún viven. Pero Luisgé Martín está actuando como novelista y no como periodista. Escribe una obra de ficción, aunque basada en hechos reales. ¿Es eso raro en nuestros días? Sobre tragedias y sobre crímenes reales ―el llamado true crime es un género en alza― hay muchos libros y películas de televisión. El último ejemplo lo tenemos en la serie británica Adolescencia, pero también Monstruos o Dahmer. Y sobre sucesos acaecidos en España, recordemos El caso Asunta, El caso Alcàsser, Las niñas o ¿Dónde está Marta?


            Me pregunta Zalabardo si lo que ocurre es que nos estamos convirtiendo en defensores de la censura, en nuevos inquisidores que, en nombre de cualquier ideología o principio, por negar negamos hasta la libertad de expresión. Le respondo que a lo mejor nos vamos haciendo fundamentalistas y pretendemos negar la existencia a cuanto no nos gusta. Bien mirado, España es un país muy dado a la censura. Las imágenes con que acompaño este apunte son ejemplos. La primera imagen es de una curiosa edición facsimilar de La celestina, de 1575, que estaba en el Convento de Santa Caterina de Barcelona. Se puede ver la saña con que se tachó todo lo que se consideraba improcedente. En otra imagen, de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, subrayo en rojo un ejemplo de lo que la censura no consintió que apareciera en la edición de 1961 y no se repuso hasta la edición definitiva de 1984. Y la otra imagen es una página del manuscrito de La colmena presentado por Cela a la censura, con las tachaduras que se le impusieron. La novela tuvo que publicarse en Buenos Aires en 1951, antes de que autorizase su publicación en España

            ¿Hemos de volver a aquellos tiempos? ¿Nos convertiremos en imitadores de grupos como Hazte oír o Abogados cristianos que pretenden la desaparición de lo que no es afín a lo que ellos piensan? ¿Exigiremos que se reimplante la censura previa? Sería una atrocidad y una puñalada trapera a cualquier creador y a las libertades que creíamos haber obtenido.

            Si El odio provoca un daño culpable a la persona que sea, en sus manos está querellarse y que los jueces dictaminen si el contenido de la novela constituye o no delito de intromisión en la privacidad inviolable de la persona querellante. Los demás, si por cualquier razón nos sentimos dolidos o afectados, tenemos en nuestras manos un recurso del que nadie nos puede privar: negarnos a comprarla o a leerla.