Zalabardo, por mor de los tiempos que le tocaron vivir, tiene pocos estudios. Por eso, nunca respalda sus opiniones con la presunción de un título, máster o diploma; se limita, sin presumir tampoco, a valerse de su sentido común. Me comentaba hace unos días que, a veces, muchos de nuestros políticos parecen haber aprendido en la escuela barriobajera de la que han salido bastantes protagonistas de esos peculiares programas televisivos que tienen la desvergüenza de llamar a lo que hacen “periodismo de investigación”. ¿Saben ellos lo que es eso y saben nuestros políticos lo que es la política?
Me parece duro en su opinión y así
se lo digo. Me responde que habla así porque, cada vez que contempla una sesión
parlamentaria, no encuentra sino individuos gritones, egocéntricos y
maleducados que, más que trabajar en la búsqueda del bien de la comunidad (con
lo que se ajustarían a aquella definición de animales políticos que hizo Aristóteles),
parecen ocupados en dirimir quién de ellos la tiene más larga. Y me pide
disculpas por usar esa vulgar expresión.
Zalabardo, desde luego, me suele
poner en aprietos cada vez que plantea una de estas cuestiones. Porque me sigue
diciendo, además, que, por lo que lee en los diccionarios, parlamento,
aparte de la sede de la asamblea legislativa de un país, es también la sencilla
acción de parlamentar, es decir, dirigir la palabra a una
audiencia, y que este verbo, sin salirnos del terreno de la política, es
entablar conversaciones con quienes piensan de modo contrario con el fin de
zanjar diferencias y buscar un punto de encuentro.
Se toma un respiro y me dice: Por lo que veo, lo que hacen es prostituir las palabras y la función para la que fueron elegidos. ¿Te has dado cuenta de que en estos tristes momentos en que pasamos por una de las crisis mayores que haya conocido nuestro país, en el Parlamento se habla poco de cómo encarar con seriedad el problema sanitario, o el problema económico derivado del anterior? ¿Ves preocupados a los que se sientan en esos escaños por cómo afecta todo lo anterior a las relaciones sociales de la población, a la cultura, a la educación? En lugar de eso, no escuchamos más que “tú eres un mentiroso”, a lo que se responde “pues tú lo eres más”, o “tú eres un chorizo”, a lo que, cómo no, se contesta “más chorizo eres tú”. Y mientras, la casa sin barrer, el virus campando a sus anchas, los sanitarios desbordados, los profesores recurriendo, como casi siempre, a su mejor buena voluntad, pues faltan medios, espacio y personal, y mucha gente angustiada porque se ve abocada al paro.
Siento tener que darle la razón a mi
amigo y me hago la pregunta de qué pensaría Antonio Machado de una
situación como esta. Zalabardo, que no tiene estudios pero no es ignorante, me
recuerda que, en uno de sus proverbios, don Antonio aconsejaba guardarse
la verdad propia y buscar, junto a los otros, una verdad válida para todos. Y
que en el famoso Autorretrato con que encabeza Campos
de Castilla, al preguntarse si era clásico o
romántico, respondía “No lo sé”. Otros más poseídos de sí mismos que él, añade,
no hubiesen tardado un segundo en definirse.
Hablamos, entonces, de si es ignorancia la duda que expresa Machado.
Concluimos en que ni mucho menos; coincidimos en pensar que lo que el poeta
hace es aplicar el principio propio del método socrático, que mantiene que es
más sabio quien pone en duda sus conocimientos que quien proclama, sin
reflexionar, la certeza de los suyos. Porque el primero estará siempre en
condiciones de descubrir sus errores; pero no el segundo. Machado, para
quien la etiqueta, lo accesorio, es lo menos importante, solicita el debate en
campo abierto, limpio; y, para ello, no siente la menor vergüenza por partir de
la idea de que la razón pudiera no estar de su parte. Por eso siempre hay que
hablar y sin ninguna clase de complejos.
En democracia, le digo a Zalabardo, eso debe hacerse en el
Parlamento, donde, tras el debate correspondiente, habrá que decidir las actuaciones
más pertinentes y beneficiosas para los ciudadanos, no las que interesan a los
respectivos partidos. Y como una parte muy considerable de nuestros políticos
tienen las miras puestas más en su propia casa, su partido, que en la casa
común, el país, rehúyen el debate parlamentario y se explayan en las redes
sociales.
O sea, me interrumpe Zalabardo, que igual que el aire acondicionado nos robó el placer de disfrutar de una película en un cine de verano, el túiter y el feisbu esos nos están privando de los debates políticos, que deberían tener lugar en su verdadero escenario, el Parlamento. Y he de reconocerle que es así. Aunque en el hemiciclo debiera debatirse todo aquello de lo que se espera un bien para la comunidad, lo cierto es que son las redes el escenario donde cada uno airea “su verdad”, aquella de la que abominaba Machado, para evitar someterla debate; se diría que hay miedo a un diálogo socrático que pudiera dejar al descubierto los puntos flacos del argumentario de alguien.
A lo que parece, a los políticos les cuesta reconocer que la
razón pudiera estar del lado de otros. Por eso, en el hemiciclo se limitan a
actuar de cara a la galería; para eso les viene muy bien insultar y mentir. Lo
decía Gabriel Rufián, portavoz de ERC: “Se miente más en el
hemiciclo que en una entrevista de trabajo”. En las redes es más fácil dar
rienda suelta a toda la demagogia con la que se pretende lograr las ambiciones políticas.
Estos comportamientos hacen creer que, por desgracia,
padecemos un acusado déficit de conciencia democrática. Y el mismo Aristóteles
que nos definió como animales políticos dejó dicho que la demagogia es el
principal enemigo de la democracia.
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