En la última novela de Garriga Vela, Horas muertas, uno de los personajes dice a otro (ambos son guionistas de series de televisión) que «no era aconsejable obligar al espectador a cavilar después de cada frase porque entonces la visión se obstruía y cambiaba de canal».
Zalabardo
y yo cada día huimos más de ese tipo de televisión en el que todo es vértigo,
celeridad, chabacanería, predominio de una imagen, la que sea, que impacte
aunque no diga nada; esa televisión atiborrada de ruido y confusión en la que
se persigue hacer adictos a un programa antes que espectadores críticos, esa
televisión que sitúa el burdo espectáculo por encima de la verdad esclarecedora.
Nos ha
surgido hablar de este tema porque leemos, no sin cierto estupor, que el Ministerio
de Igualdad y la Delegación del Gobierno en Madrid, premian a dos
profesionales de la televisión, Ana Isabel Peces y Carlota Corredera
por su trabajo en una docuserie sobre los conflictos familiares de Rocío
Carrasco. En principio, nada tengo que alegar contra la valía profesional
de estas dos profesionales. Sin embargo, nos extraña mucho que se justifique el
premio con el argumento de que es una «contribución a la concienciación ciudadana»
sobre la situación de la mujer.
Confieso
que no he visto ninguna de las entregas de dicho programa, y creo que Zalabardo
tampoco. Desde la misma promoción de la docuserie supe que no me interesaba
porque estoy harto de tantas rociocarrascos, belenesesteban y compañía que venden en almoneda y sin ningún pudor todas sus vergüenzas y desvergüenzas, que de
todo hay, como si en ello hubiese algún ejemplo digno de ser imitado por los
espectadores.
Por eso
me valgo de la opinión de un analista de televisión, Sergio del Molino,
que afirma que se ha premiado una producción que se presenta como documental
sin serlo, que conculca cualquier principio deontológico con el único fin de
aumentar la audiencia, que exhibe de forma descarnada una versión unilateral de
la historia y opiniones y juicios sin contrastar, pues se omite la
participación de personajes implicados sin darles la menor oportunidad de exponer
sus puntos de vista y defenderse. En resumen, que no se premia una labor de análisis
de una cuestión que debe preocupar a la sociedad, sino el morbo y la
explotación comercial de un escándalo.
¿Y para
qué queremos análisis que nos hagan perder audiencia? Es lo que sostiene Garriga
Vela en su novela. Hablamos de un programa de televisión, le digo a
Zalabardo, en el que no se concede al espectador ni tiempo ni ocasión para
cavilar, pensar y decidir, un programa en el que no se fomenta la actitud
crítica, analítica ante un problema, pues resulta más rentable ganar adictos
necesitados de esa droga de la que no se pueden desenganchar. Si se les
permitiera por un momento pensar en lo que están viendo, es posible que
cambiaran de canal. Y eso va contra el negocio. Que el Gobierno de la Nación
fomente todo lo que mire hacia la consecución de igualdad de derechos para las
mujeres es objetivo loable; pero pensar que tal fin se consigue con programas
de esta índole es desalentador.
Hace un tiempo, mientras me trasladaba en coche, escuchaba en la radio una tertulia en torno a la influencia de los medios de comunicación y las redes sociales. Una participante cuyo nombre no recuerdo, sicóloga de profesión, mantenía que el gran mal de los medios de comunicación (y de las redes) actuales es la ausencia de análisis. La rapidez, la inmediatez, el vértigo informativo prevalecen sobre el sereno y necesario análisis que busque la verdad. Analizar supone examinar minuciosamente los detalles de algo para conocer todas sus características y estar así en condiciones de formular conclusiones. El análisis pide distinguir y separar las partes para poder conocer la composición de un todo. El análisis no es solo reflexionar, sino también debatir, contrastar nuestras ideas con las de los demás.
Cuando falta el análisis, el riesgo es acabar aceptando como verdades formulaciones
que no lo son, aceptar como bueno lo que otros nos presentan como tal, aceptar y ayudar a difundir juicios que carecen de base. No analizar es renunciar a
nuestra capacidad crítica, es entregarnos a la verdad que nos venden otros. ¿Y
para qué queremos la verdad si nos va bien con el mito?
Me entero de que se acaba de publicar El Libro del Génesis liberado, una versión del primer libro de la Biblia desprovista de cualquier enfoque religioso y que se nos presenta solo como un relato literario propio de una sociedad primitiva y comparable en no pocos aspectos a la Ilíada o al Poema del Gilgamesh. Me alegro, porque defender de manera apasionada y tenaz creencias y opiniones sin preocuparnos por la base en que se sustentan conduce al fanatismo.
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