Componer
el Quijote a principios del siglo xvii
era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del xx, es casi imposible. No en vano han
transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos,
para mencionar uno solo: el mismo Quijote. (Jorge Luis Borges)
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Moreno Carbonero. 1ª salida de don Quijote, 1889 |
Me pedía Zalabardo opinión sobre la
no demasiado antigua costumbre de “modernizar” textos antiguos para hacerlos accesibles a
los lectores actuales. Él sabe bien que siempre he defendido el valor del texto
original sobre cualquier intento de adaptación o cambio que busque “ponerlo al
día”, si no es del todo imprescindible. O, matizando, que se puede adaptar un texto
para permitir que se acerque a él cualquier persona que carezca
de los medios y formación suficientes que les permitan enfrentarse a ellos.
Pero una persona de mediana cultura no necesita que le destripen un libro.
Hablando con un viejo amigo, Pepe Navarro, salió a relucir un
trabajo que una editorial le había encomendado: una traducción de las Metamorfosis
de Ovidio, destinada a escolares. No
sé si pretendía alguna disculpa, pero mencionó el conocido dicho italiano traduttore,
traditore, que pretende defender la tesis de que toda traducción es una
traición.
Intenté argumentarle que la
traición, si acaso, será siempre la mala traducción. Porque sin las
traducciones desconoceríamos muchas obras maestras compuestas en otros idiomas.
La cuestión, pienso, es cómo se aborde la tarea. Simplificando bastante, digamos
que una traducción debe ceñirse lo máximo posible al original, lo que no significa
traducir palabra por palabra de forma literal, sino procurar transmitir al lector
la esencia de la obra de manera que le sea comprensible según los principios de
su propia lengua y cultura sin forzar demasiado la lengua y cultura de que proviene.
Le pongo a Zalabardo un ejemplo que
creo fácil. Tengo dos ediciones de Ulises, de Joyce. La primera es una traducción de José Salas Subirats, de 1945; la segunda, de José María Valverde, treinta años posterior. En el párrafo inicial
de la traducción de Salas, vemos que
para la palabra bowl, que aparece dos veces, se prefiere, primero, bacía
y luego tazón. Valverde se decanta
ambas veces por cuenco, que me parece más natural.
Pero modernizar, “traducir” una obra
clásica sin moverse del ámbito de la lengua en que fue escrita es caso
diferente. No me opongo a una modernización de las obras de Berceo o del Poema de Mío Cid, por
ejemplo. Son muchos los años que nos separan de su aparición y muy acusada la
evolución de la lengua. Pero con la misma sinceridad digo que no creo el
argumento de que un español de hoy no es capaz de leer el Quijote, escrito hace
cuatro siglos. La lengua no ha cambiado tanto como para eso. Tampoco, lógico,
es la misma. Por eso me parece suficiente la existencia de ediciones anotadas, sin
mucha carga de erudición. Es el mejor camino para que un hablante cobre conciencia
de cómo evoluciona el idioma que habla y qué cambios se han experimentado.
Pongo dos ejemplos. Si alguien lee
en una de las obras de Calderón de 1635: Señor, si quieres saber / quién estaba
en mi retrete, / don Juan era, no queda duda de que habrá qué
explicarle el sentido de retrete en la época. De hecho, el
diccionario español-italiano de Franciosini,
de 1620, al comentarlo, dice que es un aposento pequeño y recogido en la parte
más secreta de la casa a donde uno se retira ‘a far i suoi studi’. El primer
caso que encuentro de retrete con el sentido que tiene hoy
es el diccionario de Terreros, de
1788, que dice que es el ‘lugar o cuarto separado para hacer las necesidades
comunes'.
Del mismo modo, a un lector de Manrique
habrá que explicarle que, en el siglo xv,
el verbo recordar significaba ‘despertar’, ‘prestar atención’, pero
nunca suprimir ni modificar la palabra. Y así todo.
Andrés
Trapiello, ha escrito una “traducción” del Quijote al español de hoy
que, con todos mis respetos, me parece innecesaria. En un artículo reciente,
cuenta la anécdota de las dificultades que tuvo para hallar el equivalente de
la expresión lanza en astillero, que siempre se ha venido interpretando como
‘de lanza abandonada, vieja o mohosa, inútil ya’. Hasta que un archivero de La
Puebla de Cazalla, pueblo sevillano cercano al mío, lo puso en antecedentes de
haber encontrado documentos de la época de Cervantes
en que la expresión en astillero no significa ‘colgado, guardado o mohoso’, como se
viene diciendo, sino ‘dispuesto, a punto de ser usado’. ¿No es mejor, pues, explicar
cómo ha evolucionado el término astillero desde lo que significó
hasta lo que significa hoy en lugar de suprimir la palabra y decir ‘de lanza
olvidada’ cuando tal vez Cervantes
quiso decir ‘dispuesto a coger la lanza’, que es lo que escribe Trapiello?
Y pienso, ¿no es mejor que los lectores
del Quijote
vean que luego, ‘inmediatamente’ ha pasado a significar ‘más tarde’,
qué sepan lo que es una puerta falsa o un becoquín
pese a que sean palabras o expresiones caídas en desuso?
Le digo a Zalabardo que debemos
estar agradecidos a personas como este
archivero, José Cabello, que nos
ayudan a conservar la memoria de muchas palabras que ya se habrían perdido, sobre todo en estos tiempos tan
dados al ‘usar y tirar’, a considerar que el tiempo no vale nada y que
hay que desechar cualquier cosa (o palabra) que tenga una vida superior a unos
breves días. Porque si hubiera que contar la historia de
don
Quijote en la lengua que hoy se gasta en los medios, estaríamos
apañados.
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