Ja sóc aquí,
ya se acabaron las vacaciones y regresamos Zalabardo y yo a la tarea de recuperar
el contacto con quienes tengan la amabilidad de seguir esta Agenda.
Había pensado comenzar con una entrada sobre la palabra pastilla.
O, mejor, sobre un significado concreto que no
encuentro en ningún diccionario: ‘en un cementerio, conjunto de panteones
limitados por cuatro calles’; sería el equivalente a manzana en una estructura
urbana.
Pero resulta que casi ha pasado el
verano y seguimos sin gobierno, después de dos procesos electorales. Y lo peor
es que los partidos están empecinados en no pactar, en rehuir cualquier modo de
diálogo, en no mirarse más que su propio ombligo y creerse, cada uno, centro
del mundo. La amenaza de unas terceras elecciones nos acecha.
Porque si lo anterior fuera poco,
hay algo peor: nadie renuncia a sus líneas rojas (¿qué líneas serán esas?), ni
mira hacia el bien de los ciudadanos y del país. Todo lo que hacen obedece a criterios
egoístas y electoralistas. Les interesa más el partido, su propia imagen
personal, que el beneficio de la nación. Todo es crispación, ver archidiablos
por todas partes, negar el pan y la sal a los otros. Los ciudadanos les
importamos un pimiento.
Y, entonces, pienso en unos tiempos
que estos jovenzuelos de ahora (Iglesias,
Errejón, Sánchez, Rivera, Rufián…) ni siquiera conocieron y que
otros (Rajoy, Artur Mas…) parecen olvidar. Cito dos casos: el 9 de abril de
1977, alguien llamado Adolfo Suárez
(¿os suena?), nacido a la política en el seno de la Falange, decidió que, una
vez muerto Franco, la dictadura no
acabaría ni la democracia sería posible si no se legalizaba el PC de Santiago Carrillo. Y el 23 de octubre
de ese mismo año, Josep Tarradellas
pudo asomarse al balcón de la Generalitat y gritar aquello de “¡Ciutadans de
Catalunya, ja sóc aquí”. Mucho se habló de la frase. Se decía que usó ciutadans
de Catalunya en lugar de catalans para así englobar a cuantos
vivían en Cataluña sin dejar fuera a nadie.
Sea lo que sea, el país se alegró de
que el PC pudiese participar en las decisiones que marcasen el rumbo de nuestro
país. Lo mismo que todo el país se alegró de que Tarradellas volviese, se expresase públicamente en catalán sin que
se hundiera el mundo y reconociese que España y Cataluña sentían una mutua
necesidad; ninguna existiría en plenitud sin la otra. O que otros pudieran
comunicarse en vasco o gallego.
Mirad las fotos que incluyo en este
comentario. ¿Ve alguien crispación en las personas que aparecen? ¿Alguien diría
que hay frialdad o abierto rechazo entre Suárez,
Carrillo, González o Tarradellas?
¿Por qué Iglesias, Sánchez, Rajoy y los demás no miran estas
fotos y reflexionan? Aquellos años fueron aún más difíciles que estos. Ningún
político actual siente a sus espaldas ruido de sables ni tememos ningún
cuartelazo. La economía estaba igual o peor de mal. Sin embargo, los vemos, al
menos Zalabardo y yo, desnortados, temerosos de dar el menor paso que suponga
la superación del bloqueo en que nos hallamos. Y, por supuesto, sin la altura
personal y política que los hombres de aquellos años demostraron en momentos
que no eran fáciles.
No es solo la corrupción lo que los
pierde. Es, me temo, la falta de formación y de capacidad intelectual para
hacer frente a la situación. No me extraña, Zalabardo y yo lo hemos hablado
bastantes veces, que los ciudadanos estemos hartos y aun asqueados de estos
políticos que, por no saber, no saben siquiera el laberinto en que están
metiendo al país.
Y en este ambiente, ahí tenemos (y no es el único) el
‘problema catalán’, que nadie decide encarar, y, si nos descuidamos, tendremos
otros problemas semejantes. Empiezan a campar a sus anchas los nacionalismos de
todo tipo: catalanista, vasquista, españolista… Tengo que recordar entonces las
palabras de un escritor serbio, Danilo
Kiš (las he leído en La hija del Este, novela de Clara Usón): El nacionalismo es en esencia una paranoia individual y colectiva […]
El nacionalismo es el camino más fácil, de menor resistencia. El nacionalista
no tiene problemas; conoce (o cree conocer) sus valores básicos, los suyos y,
por tanto, los de su pueblo, los valores éticos y políticos de la nación a la
que pertenece. No le interesan ningunos otros […] El nacionalismo es la
ideología de la banalidad. Es una ideología totalitaria […] Pero sobre todo el
nacionalismo es negación, una categoría espiritual del espíritu que se alimenta
de la repudiación. No somos como ellos. Nosotros somos el polo positivo; ellos,
el negativo. Nuestros valores nacionales y nuestro nacionalismo sólo tienen
sentido en relación al nacionalismo de otros. Sí, somos nacionalistas, pero
ellos lo son más.
Así nos va.
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