Mi
próximo libro entra y sale de las imprentas sin decidirse a mostrarme la cara.
Se ha visto envuelto en la guerra de las erratas. Este es el sangriento campo
de batalla en que los libros de poesía comienzan a doler al poeta. Las erratas
son caries de los renglones, y duelen en profundidad cuando los versos toman el
aire frío de la publicación (Pablo
Neruda)
Al libro lo acompaña una dilatada
historia. Leía hace poco que primero fue el libro y luego la imprenta. Si ya
crear una novela, un poemario, etc. es trabajo complicado, no debemos olvidar
el que entraña convertir esa creación en el objeto material que llamamos libro.
Mucho ha llovido desde que se compuso hace 4500 años, sobre tablillas de
arcilla, el que se supone primer libro conocido, el Poema de Gilgamesh, hasta
el último ejemplar que haya salido de una imprenta cuando estemos leyendo este
apunte. Pero le aclaro a Zalabardo que no me interesa hablar de la historia de
los libros, sino de un problema que los acompaña desde su inicio.
Ya desde la más remota Edad Media, amanuenses,
copistas
y pendolistas
debían ser sumamente cuidadosos. El pergamino era un material costoso y el
proceso de preparar las hojas que compondrían el libro complejo: tratamiento
para que admitiesen las tintas, elaboración de las pautas sobre las que se
escribía, distribución de márgenes para dejar el espacio preciso en que irían
las capitulares y la ornamentación de las que se encargaban los ilustradores...
Cualquier error resultaba fatal porque había que raspar encima del texto
equivocado para escribir de nuevo sobre él. Los palimpsestos no son sino
manuscritos desechados que se raspaban cuidadosamente para reutilizarlos.
Luego vino la imprenta. Fueron
necesarios grabadores y fundidores que fabricasen los tipos
de letra (al comienzo, de madera; luego, de plomo) para preparar las planchas. Ello
aparejó la necesidad de un nuevo oficio: el de los correctores que vigilaban
que el texto llegase al lector con el menor número posible de erratas.
Con la revolución industrial ya
aparecieron los tipógrafos y cajistas, que componían a
mano las páginas, escribiendo al revés, con una velocidad y pericia casi
inconcebible; también aumentaba el riesgo de errores. Les seguirían los linotipistas
y monotipistas,
que ya disponían de máquinas para la composición. Pero, detrás de ellos,
siempre había un corrector que vigilaba la calidad del producto final.
Del siglo xx son ya técnicas como la fotocomposición. Las galeradas,
composición de un texto aún sin paginar, se entregaban a los correctores
(y, a veces a los propios autores) para su revisión pertinente. Esta
corrección, digámoslo, nunca es fácil. En pocas líneas hemos dado un gran salto
que nos acerca a la actualidad. Aparece la edición digital y, con ella, los diseñadores
y los maquetistas. El original se envía en formato digital al
maquetista y este se encarga de lo demás. Los programas de edición de textos
vienen acompañados, por lo común, del pertinente corrector. Pero estos correctores
de texto, pese a lo avanzados que puedan ser, nunca serán equiparables al corrector
humano. ¿Cómo decide una máquina si hemos querido decir Luis
hacia las Américas o Luis hacía las Américas? ¿O cómo
distingue entre lo acompañaba un varón joven y lo acompañaba un barón joven?
¿O qué forma es la correcta entre hemos dejado a parte este asunto y hemos
dejado aparte este asunto?
Las erratas en tiempos de los
correctores podían ser chuscas o incluso impertinentes, pero se entendían y se
perdonaban. Se cuenta, no sé hasta qué punto es verdad, que en la primera
edición de Arroz y tartana, de Blasco
Ibáñez, en su capítulo iii, donde
debería decir y ella [doña Manuela] quedó
con los ojos fijos en el suelo, el ceño fruncido y las mejillas de un rojo
violáceo, un descuido del cajista y el despiste del corrector hizo
que doña Manuela quedase con el coño
fruncido. Esa edición apareció editada como folletín en la Biblioteca
de El Mundo y no he logrado verla. También se cuenta que un verso del
cuidadoso Ramón de Garciasol que debería
decir Y Mariuca se duerme y yo me voy de
puntillas dijo que se fue de
putillas. Repito que no he llegado a ver estas erratas, pero me merecen crédito las personas que las cuentan.
Las otras erratas, las provocadas
por los correctores informáticos, son más groseras. No hay sino ver la imagen
que adjunto de una fe de erratas de El País, que pertenece a la colección
particular de Álex Grijelmo. Lindan con lo absurdo. Un corrector profesional nunca incurriría en tales desatinos.
Todo
esto se lo cuento a Zalabardo porque en mi novela No tendrías que haber vuelto
se nota la falta de la figura del corrector. El proceso de creación, lo
he contado varias veces, resultó laborioso, hasta diez redacciones diferentes para
llegar a la definitiva. El aspecto final del libro, no lo negaré, creo que es
agradable. Pero en su interior se deslizan erratas que me gustaría no haber
visto.
La culpa es mía. Al tener que optar por la autoedición, para
ahorrar gastos decidí que la corrección sería responsabilidad mía. Mala
decisión, porque cuando uno le ha dado tantas vueltas a un texto acaba leyendo
lo que tiene en la cabeza y no lo que aparece en la pantalla del ordenador. Así
se me escaparon algunas erratas.
Zalabardo
y otros amigos me consuelan diciendo que ni son tantas ni ninguna de ellas
excesivamente grave. Pero en un libro que me parece de estimable presencia, y,
aunque no debiera decirlo yo, de más que regular contenido, no deberían haber
aparecido. De haber mediado un corrector profesional, eso no
hubiera pasado.
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