Las costumbres, como las modas, cambian con los tiempos. Zalabardo, que siempre fue consumidor fiel de la aspirina, es ahora adicto al paracetamol. Casi merece comisión por la propaganda que le hace. Pero es otra cosa lo que ahora importa. Salíamos ayer de la farmacia y, como es habitual en él, me soltó la pregunta de sopetón: ¿Por qué antes se hablaba de boticas y hoy no tenemos sino farmacias?
Y, como siempre, no acepta que difiera una respuesta y la
desea de inmediato. Tuve que hablarle del carácter mágico-religioso que tenía
la medicina en tiempos muy remotos. La gente buscaba remedio a sus dolencias,
del tipo que fueran, en los templos, en los oráculos o en los curanderos y
brujos ambulantes, expertos en preparar hierbas y brebajes de muy variada
naturaleza con los que combatir determinados males.
Le cuento, por ejemplo, cómo todas las culturas han
tenido rituales sustentados en la creencia del poder curativo de alguna materia
o hecho. Entre los más antiguos, se encuentran los ritos relacionados con el
agua, a la que siempre se otorgó una gran fuerza sanativa. Las religiones fomentaban
estas creencias con el fin de conseguir adeptos. Daba igual que fuesen males
del cuerpo o del alma. El agua lo curaba todo. El Nuevo Testamento
recoge la historia de un Bautista a cuyo rito se sometió el mismo Cristo,
que, más tarde, enviaría a un ciego de nacimiento a la piscina de Siloé para
que recuperara la vista; la lista de santuarios y ermitas en los que hay un
manantial de agua milagrosa sigue siendo inagotable.
Otro ritual, muy extendido en la antigua Grecia, es el
del pharmakós, que me lo explica muy bien Aurora Luque, a
quien quedo agradecido. Con él se buscaba calmar a los dioses para liberar a la
ciudad de cualquier mal. El sexto de Targelión, aproximadamente nuestro 29 de
abril, se mataba o expulsaba de la ciudad a una persona que hubiese sido
acusada de defectos físicos o de haber cometido un delito. Esta persona, el pharmakós,
a quien se consideraba causante de los males, sufría este castigo para que la
ciudad se salvase. La finalidad expiatoria y purificadora estaba clara. El pharmakós
era, pues, lo que el chivo expiatorio en la cultura judía.
—Vale, vale —me interrumpe—, pero, ¿qué tiene eso que ver
con boticas y farmacias? Le pido paciencia y le
aseguro que no olvido su pregunta. Además, le adelanto para su tranquilidad,
que botica y farmacia son básicamente la misma cosa.
Los griegos, continúo, tenían otra palabra, phármakon, que
significaba tanto ‘remedio’ como ‘veneno’ y que, por influencia del ritual,
acabó denominando preferentemente al ‘producto que se administraba para curar
un mal’.
La medicina, le insisto, antes que ciencia, era cosa de fe y de magia. Asclepio, Esculapio para los romanos, era el dios de la Medicina, porque tenía el poder de sanar e incluso hacer volver a la vida. Este don se lo dio su padre, Apolo, que se lo había arrebatado a Pitón. En su recuerdo, las personas que practicaban actividades sanatorias eran llamadas asclepiones. Incluso las actuales farmacias siguen luciendo como símbolo la copa de Higía, una hija de Asclepio. Es esa copa en la que se enrosca una serpiente y en la que se recogen los remedios de los que Pitón había sido poseedora. Con ello se quiere dar a entender que lo que puede matar, el veneno, administrado convenientemente puede curar.
Hasta la aparición de Hipócrates, que vivió entre
los siglos V y IV a.C. y a quien la leyenda consideraba descendiente de Asclepio,
no puede hablarse de medicina en el sentido que hoy entendemos el término. Pero
entre los médicos hipocráticos había tendencias diferentes. Unos, los dietéticos,
consideraban que la salud del cuerpo dependía de los alimentos que se
consumían; otros, los quirúrgicos se valían de la manipulación de
los cuerpos y el uso de sus manos para curar; y un tercer grupo, los farmacéuticos,
confiaban en la administración de remedios con propiedades para sanar.
Ya llegamos al final. Todos aquellos productos que
servían para elaborar remedios se conservaban en tarros, los albarelos,
depositados en las estanterías de almacenes que, a la vez servían como tiendas
para su venta. Estas son las boticas, palabra de origen griego, apotheke,
que significa ‘almacén, tienda’. La botica no era más que un
lugar de venta o almacenamiento de algo. Tengamos en cuenta que de esa palabra
proceden también bodega y boutique.
En tiempos en que la actividad farmacéutica no estaba reconocida, el médico prescribía un tratamiento que tenía que ser elaborado y vendido en las boticas. Dice Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española que farmacopola era ‘el que vende drogas o medicinas. Vulgarmente le llamamos boticario’. Cuando ya en los inicios del siglo XIX se regularizaron de modo oficial las enseñanzas de Farmacia, la palabra designaba tanto la ciencia como la actividad de venta; farmacia y botica coexistieron como la misma cosa. Las boticas se especializaron en venta de medicamentos y en la elaboración de las fórmulas magistrales; para venta de otro tipo de productos, aparecieron las droguerías.
En mi novela La última travesía del Goede Hoop,
ambientada en 1823, un personaje, don Miguel Torres, boticario en
Marbella, prepara para uno de los contertulios de su rebotica un antitusígeno:
cocimiento de cebada entera, azofaifas, higos pingües, pasas, culantrillo de
agua y regaliz. Y en la misma novela, un farmacéutico de la calle Espartería,
de Málaga, prepara contra la fiebre y la inflamación intestinal una pomada hecha
con cuatro onzas de manteca fresca sin sal y una onza de alcanfor con la que se
friccionará espalda, pecho y vientre. Estas fórmulas magistrales no
las inventé; las saqué de una Farmacopea española, de 1833.
Zalabardo se ríe porque dice que aprovecho para hacer
propaganda de mi novela y le respondo que no hay más remedio, que, tal como
están las cosas, de alguna forma tengo que difundir su existencia y buscar
posibles lectores. Le pregunto si a él le ha gustado y me responde afirmativamente.
Pero lo que me interesa, le aclaro, es que sepa también las farmacias
conocen cierto declive, pues apenas encontramos alguna en que elaboren fórmulas
magistrales; los fármacos vienen perfectamente envasados
desde modernos y asépticos laboratorios. Así, vivimos la paradoja de que las farmacias
funcionan como lo que eran las boticas a las que despojaron de su
nombre, pues vuelven a ser tiendas de medicamentos.
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