Cualquier comparación, como el dios Jano, tiene dos caras: la positiva, concede la oportunidad de comprobar que no hay dos cosas iguales; la negativa, plantea el peligro de levantar un juicio valorativo que pueda nacer de una perspectiva equivocada.
Zalabardo, hablábamos de Internet y
de redes sociales, me pregunta si participo de la opinión de que hoy se escribe
y se habla peor. Él, lo sé bien, no acaba de estar de acuerdo con esa manera de
expresarse mediante acortamientos de palabras, símbolos, abreviaturas y cosas
así; he querido hacerle entender que, con esa actitud, se suma a los defensores
del tópico de que todo lo anterior fue mejor, cuando lo único cierto es que
cualquier tiempo pasado ha sido… más antiguo. ¿Mejor, peor? Eso habría que
estudiarlo muy detenidamente.
¿Tiene un carpintero de hoy —le
pongo como ejemplo— mejores herramientas que uno de hace varios siglos?
Indudablemente; lo que no podemos afirmar es que por ello sus virtudes al
trabajar la madera superen a las del que careció de ellas. El lenguaje no es
carpintería, claro está, pero evoluciona continuamente y el hablante dispone de
medios que hace, no ya siglos, solo unas decenas de años, no existían. Disponemos
de más herramientas para comunicarnos. Es el uso de la herramienta lo que hará
mejor, o peor, tanto al carpintero como al hablante.
Porque no cuesta trabajo ver que la
lengua, siendo la misma para todos, presenta, sin embargo, lo que llamamos niveles
o registros de habla, que dependen de circunstancias de muy
diversa índole: la clase social, el grado de cultura, el objetivo pretendido,
la situación en que nos hallamos, etc. No nos expresamos igual en una reunión
técnica de trabajo, por ejemplo, que en una reunión de amigos. Ni nos dirigimos
de igual forma a un desconocido que a alguien con quien nos une una gran
confianza.
Pensemos lo que sucede con el tuteo. Su diferencia con usted marca el grado de confianza entre personas. Pero lo cierto es que se está imponiendo su uso indiscriminado. No acaba de gustarme, aunque sé que pudiera generalizarse dentro de un tiempo. Por la generación a la que pertenezco, todavía tiendo a hablar de usted a quien me atiende en un establecimiento; aunque, cuando voy a la carnicería o a la panadería a la que acudo con frecuencia, nos tuteamos. A mis alumnos les permitía que me tutearan para establecer un lazo de confianza. Los alumnos, como los profesores, podíamos llegar a clase afectados por problemas muy distintos. Otorgarles esa confianza del tuteo ayudaba a que ellos y yo olvidásemos, siquiera temporalmente, nuestro problema.
Si volvemos a los registros
o niveles de habla, lo que importa es saber cuál de ellos —culto,
familiar, técnico, popular, vulgar incluso— es el que debo utilizar en una situación
precisa. Eso es hablar bien o mal, saber amoldar el registro a la
situación. Cualquier otra opinión, aun siendo respetable, la veo poco
convincente. Sin entrar en la calidad de los mensajes, sino en su cantidad, hoy
se escribe y se habla más que en ninguna otra época, lo que ha sido posible
gracias a unas herramientas que, pienso en Zalabardo y en mí, no teníamos hace
treinta años: Internet, Facebook, Twitter, WhatsApp…
Aquello de: “Señorita, deseo una
conferencia con Salamanca” y la respuesta: “Salamanca tiene una demora de
cuatro horas” es algo desconocido para las generaciones actuales.
Afortunadamente. Mientras, escribo esto, he estado chateando con un buen amigo.
Chat, palabra novedosa; conversación, charla… Pero ni él me ha
visto ni lo he visto yo, ni nos hemos oído. ¿Qué ha sucedido con los gestos o
las inflexiones de la voz tan importantes en la comunicación? Pues que han
desaparecido.
Internet, las redes sociales, piden,
imponen una comunicación breve y rápida. Zalabardo y otros muchos, entre los
que me incluyo, se extrañan de la lengua que se usa en Internet: acortamientos,
abreviaturas… Pero seamos conscientes de que en esos medios se utiliza un registro
informal que permite bastantes licencias. ¿Cómo se manifiestan en ellos
esos gestos y modulaciones de voz perdidos? Ahí encuentran su sentido las abreviaturas,
los emojis, los acortamientos y otros recursos
semejantes.
Puede que a muchos sorprenda que
nada de eso es nuevo. Si no los mismos, recursos de idéntica finalidad se
empleaban ya en la Edad Media, porque escribir era una tarea lenta y pesada y
los instrumentos que se poseían eran rudimentarios; además, el papiro era un
material caro. ¿Qué justifica, si no, el empleo de tantas abreviaturas —¶
o § para indicar párrafos y apartados, τ en lugar de et—
y tantas abreviaturas? En la imagen que encabeza este apunte, una línea del Beato
de Liébana, hay que leer euangelium domini nostri Ihesu Christi,
es decir, las cuatro últimas palabras están abreviadas. Y símbolos no
alfabetizables los continuamos usando hoy con toda naturalidad: @,
&, #...
La Fundéu —Fundación para el español urgente— publicó una serie de consejos para expresarse en Internet. Le enumero a Zalabardo algunas: respetar la ortografía; procurar, puesto que de una forma de diálogo se trata, ser cortés y respetuoso con la forma de hablar de otros lugares; al ser escritos dirigidos a un amplio número de personas, usar las palabras más precisas y adecuadas a lo que queremos comunicar, para evitar confusiones en quien nos lea; no abusar de la escritura consonántica (bss, pq); no escribir todo con mayúsculas, que en Internet se interpreta como grito, deseo de mostrar superioridad o descortesía; no abusar de los emojis para manifestar los gestos y emociones; buscar siempre la brevedad. Y algunos consejos más.
Le confieso a Zalabardo que esto
último me cuesta; me veo incapaz de comunicarme en WhatsApp mediante solo dos o
tres líneas. Soy de otra época, la de las cartas y durante una larga etapa de
mi vida llegué a escribir incluso más de una diaria. ¿Quién escribe hoy una
carta? En fin, concluyo, la lengua de Internet no es más que un registro
como otros, un registro de habla informal. Si actuamos dentro de
unos cánones precisos, no es nada censurable.
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