Zalabardo es, en cierto modo, mi conciencia, pero no conciencia que condena, sino siempre abierta a la disculpa. Mi amigo mantiene con firmeza que nadie está libre de error y huye de los farisaicos defensores de una única línea de pensamiento. De ellos suele decir: “¡Qué sabrán de la cantidad de caminos que hay y de la dificultad para acertar con el conveniente en cada momento!”
Jamás imaginé, cuando se la pedí, que esta Agenda
durase tanto. Para mí, ha sido y sigue siendo un instrumento que me ha ayudado
a exponer algunas cuestiones referidas al lenguaje y, si lo he considerado
preciso, comentarios de temas ante los que he creído que no debía callar. Algunos
han hallado interés en mis apuntes; otros, los han dejado correr como esa agua
que no se bebe. Normal. Como instrumento, la Agenda no es mala en
sí misma, porque ningún instrumento lo es. Su maldad, cuando la haya, habrá que
achacarla al uso inadecuado que se le dé. Por eso no culpamos a un cuchillo de
causar una herida; el culpable es quien lo blande con ánimo de dañar.
Pero el peligro, que no el diablo, pues hasta el diablo
es bueno, aunque lo pinten así, acecha en cualquier esquina. El día que se me
ocurrió publicar No tendrías que haber vuelto, en la editorial me
dijeron: “¿Tienes Facebook?” No, respondí. “¿Tienes Whatsapp?” No, volví a
responder. “Pues ya te estás abriendo sendas cuentas, pues en este mundo no se
es nadie si no se exhibe en el escaparate de las redes sociales”, me dijeron.
Zalabardo, que es aún más torpe que yo en el manejo de
las modernas tecnologías —nos cuesta manejarnos con el móvil, actualizar el
portátil, acertar con el botón preciso de un smartv para ver cualquier cosa; él
ni siquiera tiene móvil y si tiene televisor en color es porque ya no queda
ninguno de aquellos en blanco y negro y con botones en lugar de mando a
distancia— me lo advirtió: “¿Sabes en qué berenjenal te metes?”
No lo escuché y tengo mi cuenta de Facebook y de
Whatsapp. Con Twitter y demás redes posteriores ni siquiera lo he intentado. Confieso
que he comprobado que esos instrumentos me ayudan. Accedo a la opinión de otros
sobre diversas materias del mismo modo que puedo difundir la mía. En ocasiones,
solvento una gestión en cuestión de segundos, envío una foto del lugar en que
me encuentro como otros me la envían de donde están ellos. Puedo, en fin,
ponerme en contacto con personas a las que había perdido la pista bastantes
años atrás e incluso hacer nuevas amistades.
Pero también, ay, he ido descubriendo cosas que no me gustan.
Me causa desasosiego la facilidad con que se difunden bulos, infundios, ofensas
injustificables, con qué descaro se pone en boca de otras personas lo que jamás
han dicho. Por las redes las mentiras corren a velocidad de vértigo sin que
nadie ponga coto a tanto desenfreno.
Un día descubrí que existe algo llamado grupo de whatsapp. Y me sentí feliz porque gracias a uno de ellos conseguí contactar, tras más de cincuenta años, con quienes habían sido mis amigos de bachillerato. La alegría por sentirme de pronto junto a esas personas a las que no había olvidado ni dejado de querer, pero de las que no sabía nada fue inmensa. El grupo se puso en marcha y todo parecía el país de las maravillas.
Por desgracia, a veces la felicidad es algo efímero. He
visto que, no ya en el mío, en cualquier grupo de Whatsapp, se cometen los
mismos errores que en Facebook. Lo que peor llevo son los reenviados,
cuando no se revisa la veracidad de su contenido; y es un martirio recibir
seis, siete, diez y más veces el mismo mensaje por otras tantas vías distintas.
¿Qué decir de los que portan el encabezamiento reenviado múltiples veces?
Un ejemplo: estos días circula uno referido a la figura de Ángeles Alvariño.
¿Quedará alguien que no se haya enterado de quién es? Pero me pregunto,
¿alguien sabría algo de ella de no mediar una trágica noticia?; ¿alguien se ha
preguntado por qué ella, y otras muchas mujeres, han tenido que alcanzar fuera
el prestigio que en su país no consiguieron? Y me digo: ¿cometeré la torpeza de
reenviarlo sabiendo que su destinatario lo habrá recibido ya tantas o más veces
que yo? Decido dejar quieto el dedito y evitar a otros el suplicio que sufro yo
sin desearlo.
Mi conclusión sobre los grupos de Whatsapp es que jamás
podrán sustituir a un verdadero grupo. Los grupos virtuales, además, tienden a olvidar
la realidad. Analizo el mío. Quienes lo formamos, pasados sesenta años, no
podemos pretender ser quienes fuimos en nuestra adolescencia. Porque la vida es
cambio continuo y nadie se libra de él. En consecuencia, si voy a decir algo
destinado a ese grupo, qué menos que ser consciente de esa indiscutible
diversidad y no decir nada que pueda resultar molesto o herir alguna
sensibilidad. Pero, por otra parte, el grupo carecerá de sentido si no se acepta
la libertad y la espontaneidad. Con respeto, con actitud razonable, se puede
hablar de todo. Y se puede criticar cuanto se considere criticable. Y ha de
tener cabida el debate, que es camino para hallar un punto de encuentro. Lo que
no es admisible es pensar que yo puedo lanzar un exabrupto y luego escandalizarme
porque otro estornude.
Zalabardo mira lo que escribo en esta noche del viernes, después de un delicioso día con parte de esos amigos (¿qué Whatsapp puede sustituir eso?). Ahora mismo, se da la coincidencia de que escucho al grupo Alameda que canta Despierta de tu silencio; amigo, coge el timón y pon rumbo a la esperanza… Y me pongo triste, porque veo que el grupo inicial va perdiendo la inocente alegría de los primeros tiempos. Y me he visto precisado a ir silenciando el contacto con algunos de esos amigos, pese a que los quiero con toda mi alma; pero prefiero el silencio antes que perder el lazo que me ha mantenido unido a ellos en los tiempos en que no había redes. No quiero que ninguna red se me convierta en una trampa fatal.
Zalabardo me dice que me lo avisó y me recuerda unas
palabras de Baroja: “Yo no creo que en nada haya sólo dos posiciones,
decir sí o decir no. Me parece que la vida es bastante complicada para no tener
más que soluciones simplistas”. Y le digo que no me gusta ningún grupo donde no
se reconozca que entre sí y no cabe una inmensa cantidad de respuestas tan
válidas las unas como las otras.
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