Hoy puede ser un día raro para muchos. Comienza a regir la norma por la que el Consejo de Ministros nos permite, en ciertas circunstancias despojarnos de la mascarilla que nos ha venido martirizando, al menos a mí, desde hace más de un año. Y muchos, Zalabardo dice encontrarse entre ellos, lo hacen con recelo, pues igual que la pandemia se instaló entre nosotros sin que apenas nos diésemos cuenta hasta que, cuando fuimos conscientes, ya se había hecho tarde para tomar las medidas preventivas suficientes, puede que aún se encuentre agazapada entre nosotros —de hecho sigue mostrando su fea cara— y tarde en retirarse más de lo que sería deseable.
Hablamos Zalabardo y yo de la curiosa historia que nos
ofrecen determinadas palabras. Por ejemplo, mascarilla, que en
otras zonas de habla hispánica es nasobuco, barbijo,
tapabocas y alguna más, no es sino una máscara
pequeña que cubre solo una parte del rostro, entre la nariz y la barbilla. La
curiosidad estriba, le digo a mi amigo, en cómo el tiempo ha hecho cruzarse dos
palabras, máscara y persona, tan diferentes entre
sí y que, sin embargo, acaban por designar la misma cosa.
Máscara que nos llega del italiano, aunque posiblemente pasando por
el tamiz del catalán, se remonta hasta el árabe masharah, ‘lo que
hace reír’ y también ‘payaso’. La máscara es, en efecto, un
aditamento, una careta, con que nos cubrimos la cara con el
objeto de no ser reconocidos, de disimular nuestro aspecto y ofrecer el de otro
o para participar en determinados rituales.
Aquí es donde el término cruza su camino con persona, que nos viene del griego prósopon, palabra que designaba la careta con que los actores se cubrían el rostro no solo con el fin de reflejar mejor los distintos sentimientos, sino para que sirvieran como caja de resonancia y su voz llegase mejor a los espectadores. Aunque la expresión va desapareciendo, aún algunos llaman dramatis personae a los personajes que intervienen en el drama.
Le digo a Zalabardo que se fije en como las palabras, a poco
que les demos libertad, comienzan a caminar a su antojo y van conformando
modelos que, en definitiva, serán los que marquen el camino de nuestro
pensamiento. Porque el caso es que prósopon pasó de designar la careta
a designar al actor que se la ponía y, en un paso siguiente, a cualquier
individuo, con lo que todos nos convertimos en personas, es
decir, lo que mostramos de nosotros a los demás. Hubo entonces que adecuar una
nueva palabra para el papel desarrollado por los actores, a los que se comenzó
a llamar personajes, palabra que no tardaría en compartir este
significado con el de ‘individuo importante’.
Y mientras persona adquirió ese sentido
positivo y superior que ahora le damos, su primitivo significado vino a
sumarse, pues casi eran lo mismo, a máscara, es decir, la careta,
el antifaz. Hasta tal punto que no tardarían en nacer los verbos enmascarar
y desenmascarar, ‘cubrir o descubrir algo’ y la expresión quitarse
la careta, o la máscara, desprenderse de la falsedad y
simulación que alguien representa y dejar a la vista lo que de verdad se es.
Quizá por eso, le digo a Zalabardo, y no tanto por razones higiénicas, tengamos ahora miedo a despojarnos de la mascarilla, o de la máscara, o de la careta, tras la que, por fuerza, nos hemos venido ocultando durante más de un año. Porque el miedo nace de que, aunque al quitarnos la mascarilla lo que dejamos al descubierto es la persona, olvidamos que, al fin y al cabo, esta no es sino otra careta, otra forma de ocultación, como muy bien nos enseñaron los griegos.
Y, como viene siendo habitual, Zalabardo y yo nos tomamos una
vacaciones y dejamos esta Agenda en suspenso. Hasta la vuelta y
felices vacaciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario