Las películas que nos
acosan con inacabables secuelas y precuelas hasta casi el infinito…, y más allá,
no son cosa de hoy. Siendo niño, le
comento a Zalabardo, ya ocurría eso con las de Fu Manchú, el villanísimo capaz
de inventar las más sofisticadas armas destructoras, pero que siempre resultaba
vencido (y, al parecer, muerto) por sir Danis Nayland y su compañero el doctor
Petrie, aunque a la postre siempre aparecía una nueva película en la que volvía
a las andadas.
Hoy regresa la Agenda
de Zalabardo. Cuando
nos hemos encontrado (¿acaso nos habíamos separado?), me pregunta mi amigo por
mi verano y por mi ocio. Le cuento que, aun con bastante precaución, he podido
salir algo —unos días por la Alpujarra granadina, paseos por los pueblos de la
Axarquía, ¡cómo los echaba de menos!— y he leído bastante, pues los coletazos
de la pandemia invitaban a ser prudentes y a no moverse demasiado.
Se interesa por la
tardanza en la reaparición y no tengo más remedio que confesarle la verdad: que
a veces siento ganas de dar carpetazo y cerrar la Agenda para
siempre. ¿Motivo? Mi creciente desconfianza en las redes sociales. Hablando de
ellas, Aramburu sostiene en su última novela que son un enorme poder anticultural que nos empeora como
personas, porque en ellas nos servimos de cualquier cosa para generar
conversaciones sobre lo que, en el fondo, solo nos interesa por el placer
morboso que nos provocan. Puede que tenga razón. No hace mucho, alguien decía
en la radio que, hoy, la información circula con tanta rapidez que no tenemos
tiempo siquiera de analizarla, por lo que pronto deja de interesarnos. En las
redes sociales, digo a Zalabardo, es donde menos disposición al análisis
encuentro.
Los
valores del progreso y la utilidad de los nuevos instrumentos que se ponen a
nuestro alcance tienen un valor incalculable. Las redes sociales suponen un
gran avance, pues hacen posible una rápida y eficaz comunicación entre las personas
y nos acercan a conocimientos que de otra manera nunca alcanzaríamos. Pero
igual que un instrumento se vuelve inútil si no lo empleamos bien, las redes dejan
de ser valiosas cuando no las usamos de manera acertada y prudente.
De
internet, es bien sabido, obtenemos una ingente cantidad de información no
significa que sepamos más, salvo que nos concedamos el reposo necesario para el
análisis. En wasap y demás redes, en blogs (y no olvido que ahora escribo en
uno de ellos), como en cualquier diario, radio o televisión abundan informaciones,
juicios y aseveraciones de utilidad y veracidad no contrastada adecuadamente.
Redes y plataformas tienen un gran peligro que no veo en la comunicación interpersonal directa, cara a cara, donde un simple gesto puede delatar cómo nuestro interlocutor percibe el discurso que enviamos. Eso basta para matizar las palabras y saber cuándo no estamos siendo entendidos o cuándo es preferible callar. Pero ante la pantalla del móvil o del ordenador nos sentimos reyes, dueños completos de la situación y portadores de la verdad indiscutible. Estamos convencidos de que el valor del mensaje estriba en el simple hecho de que lo digo yo. Lo cual, no creo que haya que explicar mucho, es totalmente falso. Ese error nos hace enviar y reenviar esa retahíla de mensajes que o bien no interesan al interlocutor o bien carecen de veracidad.
Los grupos de wasap (y
supongo que Twitter, Instagram o Facebook) sirven para lo que sirven y son
efectivos si se limitan al objetivo para el que nacieron, facilitar el contacto
personal. Pero me provoca un insoportable sarpullido que un pretendido amigo
de Facebook o un miembro de un grupo se sirva de la plataforma para enviar
comunicados falaces o difundir informaciones faltas de veracidad. Me niego a
participar en redes disfrazadas de púlpito, de tribuna política, de sala de
catequesis, de agencia de publicidad o de escenario para el autobombo.
Insisto en que no soy contrario
a los medios ni a las redes, ni nunca me pondría al lado de quienes piden su
abolición por considerarlos instrumentos nocivos. Creo que la intercomunicación
es en nuestro tiempo infinitamente mejor que en épocas pasadas, gracias
precisamente a esos medios. Lo que falla no es, pues, el instrumento, que es
bueno; lo que falla es el mal uso que hacemos de él. A quien quisiera rebatir lo
que digo esgrimiendo el sagrado derecho a la libertad de expresión y
pensamiento le contestaría que ese derecho pierde su sacralidad si no va
acompañado de la imprescindible dosis de autocrítica. Porque son demasiados los
que se pasan el día
atados a las redes sin pensar, ese es su gran error, que no siempre está
el horno para bollos, y no siempre estamos en condiciones de soportar
según qué cosas y planteamientos.
Y si vuelvo
a escribir en esta Agenda, le digo a Zalabardo que quisiera
hacerlo respetando el objetivo que alentó su nacimiento. Así, le cuento el
origen de la expresión empleada líneas más arriba, No estar el horno para
bollos; su significado lo sabemos, que no es el momento oportuno para
algo. Sobre su origen, otro buen amigo, excelente repostero, supongo que sabrá
que procede del mundo de la cocina. Dado que cada alimento necesita su tiempo
de cocción y su temperatura, si un horno está preparado para cocer pan, valga
el ejemplo, no es momento adecuado para meter en él bollos, que requieren condiciones
diferentes.
Hay otras formas que, aun siendo distintas, no dejan de significar lo mismo. Empiezo por una en la que, curiosamente, se confunde la repostería y la historia: No estar la magdalena para tafetanes no tiene nada que ver con los pastelillos. Esa magdalena no se refiere al pastel, sino a María Magdalena, a quien suele representarse vestida con tosco sayal y que, tras la muerte de Cristo, de quien era seguidora, no estaba en condiciones ni con ánimo de vestir tafetanes, es decir galas. Otro dicho válido es el que afirma No estar la marrana para arrimarle más lechones; si ya está amamantando a los suyos, ¿no debemos evitar acercarle otros que no lo son? Y, por fin, hay uno en el que a ese acto de juzgar improcedente una ocasión, se le suma la falta de ánimo para que nos vengan con ella. Tengo que reconocer que es tan claro como vulgar: No tener el coño para fiestas. Por suerte, en este último caso, una amiga más, en un día de placentera reunión, nos enseñó una versión que a mí me gusta más, No tener el chichi pa farolillos.
Pues eso es
lo que pasa con las redes y esa es la razón por la que recelo de ellas e
incluso me resisto a internarme en ciertos grupos y foros, porque no
siempre tengo el chichi pa farolillos.
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