Escribía Rosa Montero en un reciente artículo: “Las ideas son y deben ser mudables, repensables, redefinibles. Si se convierten en una verdad intocable, ya no son ideas, sino dogmas. Y el dogma es la negación del pensamiento”. Zalabardo, contrario a la tiranía de los dogmas, asiente: “Si existiera algo —me dice— que fuese siempre igual, indiscutible, de lo que no se pudiera disentir, habría que suprimirlo por dañino”.
Las
palabras de Rosa Montero, medito mientras oigo a mi amigo, podemos
aplicarlas a la lengua, mágico instrumento que organiza nuestros pensamientos y
nos permite exteriorizarlos. ¿Cómo imaginarla inmutable si la esencia del
pensamiento, como la de la sociedad y el progreso, es el cambio constante? Si fuera
tan perfecta que no necesitara cambiar, seguiríamos hablando en latín, o en la
lengua de la que se derivó el latín o en aquella de la que nació lo que terminó
por ser latín.
A esa
naturaleza viva y cambiante de la lengua se refiere Francisco Rico en
otro reciente artículo en el que defendía la necesidad y conveniencia de leer a
los clásicos en textos anotados porque “hay pasajes que un lector no puede
descifrar si no es con la muleta de una glosa”. Nos habla de que, sin esa
explicación, no sabríamos que si el Cid lloraba de los ojos
es porque, en otro tiempo, llorar significaba también
‘lamentarse’, o que si Manrique escribe recuerde el alma dormida
es porque recordar era más ‘despertar’ que ‘traer a la memoria’.
Sin embargo, no faltan entre nosotros, le hago saber a Zalabardo, quienes se empeñan en mantener una noción inmovilista de la lengua y, por ignorancia o cabezonería, solo juzgan correcto lo que muestran gramáticas y diccionarios. Craso error. Un personaje de Valle-Inclán afirmaba que nuestro teatro, enfrentado al de Shakespeare, “tiene la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática”. Afirmación certera, porque los códigos, si no admiten revisión, son dogmas que conducen al inmovilismo, trabas que se le ponen al progreso y que encorsetan la expresión natural. Por eso resulta triste el espectáculo que dan esos políticos que, para negarse a debatir un asunto sobre el que no quieren hablar, se escudan en la Constitución. Por eso también se entiende el recelo con que los adolescentes miran la Gramática.
Quienes
defienden la prevalencia de diccionarios y gramáticas no conocen cuál es su
verdadera naturaleza. Ignoran que la Nueva gramática de la lengua
española, es decir, la amparada por todas las Academias, proclama
ya en su prólogo que “la norma no es sino una variable de la descripción”. Eso
indica que nuestra gramática es descriptiva, se limita a explicar un estado de
la lengua, y no es normativa, pues no impone nada; si acaso, recomienda
aquellos usos que se consideran mejores.
No otra
cosa puede decirse del Diccionario. El DLE da fe de
las palabras que se utilizan, sin imponer ni rechazar ninguna. Además, un
diccionario va siempre muy a la zaga de la lengua viva, lo que justifica que
algunas palabras o significados tarden en aparecer o desaparecer en su corpus. Aun
siendo así, el Diccionario no deja de despertar dudas y podríamos
preguntarnos por qué se da entrada a duopsonio o por qué se
suprime birlibirloque. Feijóo, ya en el siglo XVIII, decía
que pretender que un diccionario fije la lengua no es útil porque cerraría la
puerta a muchas palabras que pueden ser convenientes; y no es asequible porque
ningún escritor de calidad se aviene a encerrarse en los límites que un
diccionario le imponga.
Las palabras nacen, mueren, cambian su significado, adquieren alguno nuevo o pierden otros que tenían. No hace mucho, mantuve un enfrentamiento con un amigo que me reprendía por haber escrito desunció el mulo; diccionario en mano, argumentaba, uncir es ‘atar o sujetar al yugo bueyes, mulas u otras bestias’. Yo le contesté que no le faltaba razón, pero que, también diccionario en mano —el de Manuel Seco, más actual, en parte, que el académico—, hay que saber que, con el tiempo, uncir ha unido a su significado original el de ‘unir o atar a alguien o algo a una cosa’.
Si no
partiéramos de aceptar eso, que las palabras cambian, aumentan o restringen sus
significados, a veces hasta grados que resultan paradójicos, no podríamos
viajar en avión, palabra que, lo vemos en el diccionario de Covarrubias,
el primero de nuestra lengua, designa a un ‘pájaro conocido, que por otro
nombre se llama vencejo’; o habría que rechazar coche para automóvil,
pues en el mismo diccionario leemos que coche es un ‘carro
cubierto y adornado, con cuatro ruedas, que le tiran caballos o mulas’. Tampoco
podríamos calificar como formidable ‘lo que causa admiración y
elogio’ si ya en 1732, el Diccionario de Autoridades nos indica
que ese latinismo significa ‘horroroso, pavoroso, que infunde asombro y miedo’.
La
consecuencia que sacamos Zalabardo y yo es que no podemos conceder a
diccionarios y gramáticas una tiranía que, ejercida con rigor, daña más que
beneficia. Si no olvidamos lo que un diccionario es, estaríamos obligados a no
confundir género con sexo, influenciar
con influir o severo con grave. ¿Y
qué decir de ventana para ‘cada una de los recuadros
independientes en la pantalla de un ordenador’ o, como nos ha impuesto
últimamente el fútbol, ‘momento en que se puede realizar un cambio de
jugadores’? Tampoco deberíamos aceptar que el canarismo fajana,
‘terreno llano al pie de laderas o escarpes formado por los materiales
desprendidos de las alturas que lo dominan’, se utilice para designar los
‘depósitos sobre el mar de la lava arrastrada por las coladas de la erupción de
Cumbre Vieja, en La Palma, ya que, en puridad, es decir, de acuerdo con el
código lingüístico, el dogma, eso no es fajana, sino delta
lávico. ¿Pero quién evitará que, a fuerza de oír usar indistintamente ambos
términos, acaben por llegar a ser sinónimos?
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