Está
mal. Está mal. Está mal. Ha invertido usted las cosas. Ha tomado el español por
neo-español, y el neo-español por español… No, es todo lo contrario. (Eugène Ionesco, La lección, 1951).
La lección, Granada, 1967 |
La publicación de Guía
práctica de neoespañol, de Ana
Durante, me ha provocado una serie de recuerdos, le comento a Zalabardo. De
inmediato, pienso, cómo no, en la pieza teatral de 1951 La lección, de Ionesco, considerado padre y difusor del
teatro del absurdo, con olvido grave de que nuestro Miguel Mihura ya había escrito en 1932 su magnífica Tres
sombreros de copa, obra que nadie quiso estrenar hasta que desde
Francia nos comenzaron a llegar noticias de aquel teatro rompedor de las viejas
formas escénicas.
La lección, además, es una pieza muy
entrañable para mí. En España se estrenó en 1954 por la compañía Circe Teatro y prácticamente nadie se
enteró de ello. Más tarde, en 1974, se volvió a representar en el Teatro Español, amparada ya por el
éxito alcanzado fuera de nuestras fronteras. Entre medias, creo que fue en 1966
o 1967, me atreví a adaptarla y dirigirla dentro de un ciclo de teatro
contemporáneo que organizamos, sin ninguna clase de subvención, salvo la cesión
del lugar (el Hospital Real de Granada) unos cuantos grupos de teatro aficionados
de la Universidad de Granada.
El libro Guía práctica de neoespañol
es un recorrido objetivo y distendido, casi con humor, por aquellos giros y
palabras que se van imponiendo y que difícilmente se pueden explicar atendiendo
a la natural tendencia evolutiva que toda lengua experimenta, sino al descuido
o desconocimiento de los autores de quienes toma los ejemplos la autora. O
autor, porque, dice Álex Grijelmo,
tras ese seudónimo, Ana Durante, se
esconde alguien que, que aunque él no sepa quién es, a juzgar por algunos
rasgos de su lengua y estilo, pudiera tener una ascendencia catalana.
Repasemos un ejemplo, a mi parecer,
curioso. Lo tomo del Diccionario Etimológico de Corominas. Ante las iglesias, solía dejarse una explanada, una
especie de plazoleta, a veces porticada; era el ante ostium, ‘lo que está
delante de la puerta’. Como ostium derivó hacia uzo,
surgió antuzano. En la antigüedad, las iglesias se solían construir en
lugares altos, cosa que podemos observar en poblaciones antiguas. Quienes ignoraban
el latín, confundieron ante con alto y así antuzano
se convirtió en altozano. No solo eso; antuzano se empleó también para
designar ‘cualquier elevación de poca altura’. Con el tiempo, a cualquier
plazuela ante un edificio, especialmente si es el atrio de una iglesia, aunque
esté en bajo, se le sigue llamando altozano. Hasta 1914, si no estoy
equivocado, no encontramos en el DRAE de 1914 antuzano como ‘plazuela delante
de una casa’, indicando que su uso es frecuente en Vizcaya. Esto, que ya lo decía
el Diccionario
de Terreros (1786), y lo sigue manteniendo
el más moderno de María Moliner.
Pero vayamos con el libro de Ana Durante. Dice su autora que el
neoespañol es una forma de comunicación que está sustituyendo al español. Lo grave,
dice, no es que la lengua cambie, sino que lo haga a marchas forzadas, en
cantidad y calidad, fuera de toda evolución lógica. Y que quienes lo usan no
parecen ser conscientes de ello. Los ejemplos que aporta proceden de medios diversos,
aunque calla los nombres de sus autores para no herir ninguna sensibilidad. Le
preocupa llamar la atención sobre el descuido con que hablamos y escribimos.
¿Qué tipo de errores denuncia este
libro? Casi todos curiosísimos y muy variados. Se habla de ortografía, de
concordancia de tiempos, de precisión y propiedad léxica, de alteraciones
carentes de sentido en giros usuales… Por ejemplo, denuncia la expresión
pleonástica susurrar en voz baja, cuando ya el verbo susurrar significa
‘hablar quedo’; Otra perla recogida es El líder de la oposición le ha tirado a la
cara al presidente del gobierno el mensaje que lanzó ayer en el Congreso
en la que se mezcla echar en cara, ‘afear’, con tirar a la cara, ‘acción
física’ que puede causar heridas. Al informar de un accidente, se dice que Acudieron los médicos del Samur,
pero las heridas del joven eran incompatibles con la vida y no se pudo hacer
nada por salvarlo; ¿no pudo decirse que eran muy graves o mortales?
En una crónica deportiva, se afirma que la defensa hizo aguas delante de su portería,
con ignorancia de que hacer agua es ‘zozobrar’, mientras
que hacer
aguas es ‘orinar’. Se usan, con exceso y mal, verbos comodines. Abusamos
tanto de celebrar que, por momentos no se sabe si una misa se da,
se
dice o se celebra, si una conferencia se celebra o se
pronuncia. En cualquier caso, es una barbaridad decir que estaba
a punto de celebrarse la siguiente guerra, pues una guerra puede estallar,
pero difícilmente festejarse. ¿Cómo puede escribirse en una novela que sus
ojos azules le proferían un aspecto angelical, si el verbo adecuado es conferían?;
¿cómo alguien rompe por lo sano, cuando lo correcto es cortar por lo sano, que
es expresión de origen quirúrgico? ¿O cómo leemos que un hombre se
taponó los oídos con las manos, confundiendo taponar con tapar?
¿Puede un personaje afirmar que cogió su bolso y se apeó del taburete
si apearse
significa ‘desmontar o bajar de una caballería, de un carruaje
o de un automóvil’?
Ese es el neoespañol del que habla
este libro: fonética, sintaxis, ortografía, léxico pateados por escritores,
periodistas y personas de toda clase y condición. Y, lo que es peor, haciéndolo
por desidia, por falta de rigor y atención; por desinterés hacia nuestra
lengua.
La lección, Granada, 1967 |
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