El
lenguaje no lo hace el poder, no lo hace la academia, no lo hacen los
escritores. Lo hacen los cazadores, los pescadores, los campesinos, los
caballeros, es el lenguaje del alba, es el lenguaje de la noche, hay que acudir
a las bases donde se forma la lengua (Jorge
Luis Borges)
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Detalle de la casa de Francisco Villalobos, en Monda |
Hemos vivido estos días el trámite,
fallido, del proceso de investidura para nuevo presidente. “No sé —le pregunto
a Zalabardo— qué te ha parecido”. Mi amigo es de mi misma opinión. Aparte de
los argumentos más o menos válidos de cada uno de quienes intervinieron, encontré
una pobreza oratoria rayana casi en lo vergonzante. Incapacidad para dirigirse
a un auditorio sin necesidad de leer una chuleta; lectura defectuosa,
titubeante y llena de inseguridades de los papeles que se llevaban con
respuestas ya decididas antes de que hubiera preguntas, pobreza léxica y retórica.
Vamos, que hay alumnos de primaria que leen mejor que ellos. Y, en algunos, bastantes,
abundancia de errores gramaticales y sintácticos. Aparte de la manía esa de las
innecesarias duplicidades del género para que nadie nos pueda tildar de machistas:
señores diputados y diputadas (¿por
qué no
señoras diputadas?),
los ciudadanos y las ciudadanas engañados
(¿dónde queda
y engañadas, si queremos
ser consecuentes?).
Pero, sobre todo, comento con mi amigo,
asombra la pobreza de léxico, la falta de variedad, la repetición continua de
términos, la ignorancia de que se puede recurrir a sinonimias, a giros
diferentes con los que es posible decir lo mismo y hacer más amena la
exposición. En fin, una pena.
Me pregunté cuántos de esos diputados
—tanto los antiguos como los nuevos subían y bajaban del estrado de oradores
con gesto altivo, enfadado, suficiente, soberbio, engreído o presumido, como de
quien va pensando ¡Ahí ha quedado eso; a
ver qué dicen ahora!— serían capaces de entender un texto tan llano y
limpio como este escogido al azar de Las ratas, la novela de Miguel Delibes:
Una
vez limpios los pesebres, se encaramó ágilmente en el pajar y arrojó al suelo
con la horca unas brazadas de paja. Después se descolgó, cogió la criba y cernió
el tamo en rápidos movimientos de vaivén. Seguidamente, repartió la paja entre
los dos pesebres y la cubrió, luego, con un serillo de cebada. El niño le
miraba hacer atentamente y cuando acabó de repartir el grano le dijo:
—Cuélgalo
patas arriba; si no, en lugar de ahuyentarlos hará de cimbel.
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Fragmento de una carta de Francisco Villalobos |
Ante situaciones semejantes, recuerdo
el lenguaje limpio y claro de la carta que me envió
Francisco Villalobos, campesino jubilado, de Monda, con quien me
encontré un día en la Fuentes de los Morales y trabamos conversación; y nos
hicimos unas fotos. Ese hombre me invitó a su casa, en el campo. Una casa
adornada con aperos y utensilios ya no usados hoy. O la carta de ese
desconocido, para mí,
Antonio,
soldado que, en 1924, durante la Guerra de África, destinado en la guarnición de Bab-el-Sar,
escribe a su tío y no expresa preocupación por su estado, sino por cómo esté su
familia, aquí en la península, pues teme que le oculten noticias para no
preocuparlo.
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Fragmento de una carta de un soldado en la G. de África |
Hoy escuchamos la radio, vemos la
televisión, entramos en las redes sociales, oímos a los políticos, a los
banqueros, a tanto chiquilicuatre como hay por ahí, y nos enfrentamos a una
lengua rebuscada, artificiosa, carente de naturalidad, plagada de anglicismos y
solecismos, de impropiedades, y creemos que así es como hay que hablar y escribir.
No negaré que el tiempo actúa sobre
la lengua como actúa sobre todo y que, en el léxico, se van produciendo bajas y
altas, que aparecen y desaparecen palabras. Eso es natural y síntoma de
vitalidad. También los árboles pierden cada año sus hojas y las renuevan con la
primavera. Pero, le pregunto a mi amigo Zalabardo: esa gente de la que hablo,
¿sería capaz de reconocer en las paredes de la casa de Francisco Villalobos, de Monda, qué es un yugo (o ubio)
y, en él, cuáles son las costillas, cuál la gamella,
cuál el barzón? De cuanto cuelga de esos muros, ¿sabría decir, por
ejemplo: eso es un bieldo, un rastro, un hocino (o jocino),
una cabezada
(o qué sea en ella la frontalera, qué las anteojeras,
qué el mosquitero), un zurrón, un escobón, una sera?
¿Podría explicar para qué ave es esa jaula vacía con tan peculiar forma y cómo
se llama ese mueblecito que la sustenta?
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Detalle de la casa de Francisco Villalobos, en Monda |
Le digo a Zalabardo que nuestro
error (o pecado) es no escuchar, aunque los oigamos, a esa gente que, como señala
Borges, hace de verdad la lengua: el
campesino, el cazador, el pescador, el hombre de pueblo… Por eso, nunca
defenderé un purismo inmovilista que constriña el libre desarrollo de la
lengua. Pero siempre pediré que no digamos
baby-sitter si podemos decir
canguro,
que en deporte no hablemos de
drive o de
hat-trick cuando pueden
seguir sirviendo
derechazo o
triplete, que no digamos
holding
porque el pueblo sabe mejor lo que es un
grupo, que rechacemos
best
seller porque ahí está
éxito o
superventas, que desterremos
overbooking
porque podremos manifestar mejor nuestro enfado hablando de
saturación
o
sobreventa.
En suma, que no olvidemos el camino que nos conduce a las fuentes de la lengua.
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