Al
menos él había creído que el español, inepto para la ciencia y para la
civilización, era un patriota exaltado y se encontraba que no; después del
desastre de las dos pequeñas escuadras en Cuba y Filipinas, todo el mundo iba
al teatro y a los toros tan tranquilo. (Pío Baroja)
Hay personas, converso con Zalabardo
mientras nos reponemos de los excesos de la Semana Santa —¿por qué no habrá
festividad sin ellos, ya sean torrijas, mantecados o cualquier otra muestra
culinaria de elevadas dosis calóricas?—, que defienden un carácter
aristocrático del lenguaje, que no lo miran con la naturalidad debida, que vuelcan
sobre él todos sus prejuicios de clase. Ya no es solo que se incurra en giros del
tipo hablar
como un Castelar, jurar como un carretero o gritar
como una verdulera para poner ejemplos de lo que se debe o no hacer. Es
que desean imponer qué está bien dicho y qué no. Y así van surgiendo los tabúes
y los eufemismos. Del mismo modo, se llega a pensar que cualquier jerga, por
serlo, debiera ser ya condenada. ¿A quién no lo han reprendido alguna vez con
el mandato ¡Eso no se dice!
Pío Baroja escribió El
árbol de la ciencia en 1911, aunque los hechos que relata transcurren,
según el estudio de su sobrino Pío Caro
Baroja, entre 1887 y 1896, años que recogen el periodo en que estudió
medicina y ejerció como médico rural y su regreso a Madrid. Ignoro si el
novelista conoció un artículo de Juan
Valera datado con fecha de 11 de diciembre de 1896 y que luego incluyó en
la serie de sus Cartas americanas. La cosa es que Valera escribía en ese artículo: Madrid está tan alegre y confiado como siempre. Quien no lo supiese no
adivinaría que estamos empeñados en una lucha costosa. […] Hay en Madrid más espectáculos
y fiestas que en cualquier otra capital del mundo. Y hace mención de tales
diversiones: pelota, circo, toros, riñas de gallos, más 11 o 12 teatros
abiertos.
Venta de carteles y objetos taurinos tras una corrida patriótica. Madrid, 1898. Foto de Compañy |
Lo
que me interesa, le aclaro a Zalabardo, no es tanto esta coincidencia, sino el
contenido de la carta del escritor cordobés. Es, básicamente una crítica
teatral, aunque la extiende un poco a la poesía —valoración negativa del poema Flora,
de Salvador Rueda—. Comienza
haciendo un repaso de la cartelera de aquellos días (teatro clásico, autores
contemporáneos como Echegaray, E. Sellés, Dicenta o Pérez Galdós).
Mas lo que le llama la atención es la abundancia de saineteros en la capital
madrileña.
Me
ha resultado llamativo el desdén mostrado hacia este género, al que llama literatura tabernaria y acusa, en
esencia, de dos faltas: su lenguaje, que considera inadecuado, y la visión excesivamente
realista, incluso desagradable, de las clases bajas de la ciudad (la tesis
podría ser: sabemos que existe lo feo y desagradable, pero ocultémoslo). Cita a
varios autores, y concretamente a uno, José
López Silva, autor del libreto de la zarzuela El barquillero, reconoce
ciertos valores que podrían hacer que se le perdonasen sus desenfados frecuentes, la verdura en que abundan sus escritos, y la sal
y pimienta con que los sazona, manera eufemística de referirse a este
lenguaje que menciono.
Se extraña de cómo ha calado, incluso en las
clases acomodadas este género de teatro y llega un momento en que dice: En la misma buena sociedad, o en la que de
tal se jacta, han penetrado no pocos giros de la mencionada jerigonza. Y a
veces, por más que disuene algo, se oyen en los salones, hasta en boca de damas
distinguidas, palabras como estas: dar
una lata, hacer una plancha, tomar el pelo, estar al pelo, dar el opio,
ser de mistó, tener la mar de infundios, pitorrearse
de alguien, tener poca lacha,
etc., etc.
Anuncio de lucha entre un elefante y un toro. Madrid, 1898 |
Tras
este lamento por que incluso damas distinguidas se dejen contagiar por este
lenguaje tarbernario, añade: Solo diré que cada cosa conviene que se
quede en su lugar; no está bien que dicho lenguaje se use en los salones, pero
que está bien y es muy gracioso en el mercado, en la taberna y en otros lugares
de la misma laya.
Comunico
a Zalabardo mi extrañeza ante el hecho de que Valera se escandalice por el empleo de tales giros, alguno de bastante
antigüedad y prestigio. Por ejemplo, la dedicatoria de Los trabajos de Persiles y
Segismunda, última obra de Cervantes,
comienza: Aquellas coplas antiguas, que
fueron en su tiempo celebradas, que comienzan: Puesto ya el pie en el
estribo, quisiera yo no vinieran tan a
pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras la puedo comenzar.
Mi
intención en este apunte era comentar esas expresiones que censura Valera en miembros de la buena sociedad y, aún más, en damas distinguidas, pero veo que me he
alargado un poco. Así que lo dejo aquí y en el próximo abordaremos la cuestión
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