No hay más escritor comprometido que aquel
que se jura fidelidad a sí mismo (Camilo
José Cela)
Ilustración de Fernando Vicente en El País |
En 2016, este año que se nos va, celebramos
el nacimiento de tres grandes figuras de nuestras letras, Blas de Otero, Camilo José
Cela y Antonio Buero Vallejo (citados
según fecha de nacimiento, para que nadie busque interpretaciones). Sus peripecias
fueron dispares, la valoración en que se tienen, también. Cela, no solo por eso del Nobel,
suena más. La novela aún tiene mayor predicamento que el teatro o la poesía.
Aparte de ello, hay elementos de sobra para que las cosas sean así.
Hace poco, comento con Zalabardo, ha
salido una edición conmemorativa de La colmena bajo los auspicios de la Asociación de Academias de la Lengua
Española. ¿Merecida? Por supuesto; no seré yo quien discuta los méritos universalmente
reconocidos del escritor gallego. A un
escritor se lo ha de juzgar por lo que escribe. Cualquier otro detalle debe
analizarse en ámbitos diferentes.
Sentado esto, lo que me desazona es que
el nombre y la figura de los otros dos, el vasco y el castellano-manchego, se
mantengan un poco en la penumbra a la hora de las conmemoraciones. Admito que
una visión comparativa de la obra conjunta de cada uno haga inclinarse la
balanza a favor de Cela, pero,
repito, no creo que los otros merezcan ese silencio.
En la vida artística de los tres hay
bastantes elementos concomitantes. Sus figuras fueron capitales para que
nuestra literatura saliera del adocenamiento y silencio impuestos por el
régimen de Franco. Allá por los años
50, a ellos se debe el nacimiento de la tendencia que denominamos literatura
social. Hubo más nombres, claro está, pero los suyos están a la cabeza. Obras suyas,
en los diferentes géneros, abrieron el camino (Historia de una escalera,
de 1949, en teatro; Ángel fieramente humano, de 1950, y Redoble de conciencia, de
1951, en poesía; y La colmena, de 1951, en novela). Pero no solo es cuestión de
fechas, pues hay más. Los tres padecieron por su insumisión. A Buero no es solo que le pusiesen trabas
para poder estrenar; en 1939 fue condenado a muerte, aunque luego se le
conmutara la pena. A Blas de Otero
se le negó la concesión del premio Adonais porque, a juicio del jurado,
Ángel
fieramente humano era un libro que infringía la ortodoxia religiosa; y Cela, bien sabido es, tuvo que publicar
su novela en Buenos Aires porque la censura se la echó para atrás más de una
vez. Curioso caso este último. Cela,
funcionario de la censura, hombre del régimen que incluso se ofreció como
delator, pasó por el trago de probar su propia medicina y ver cómo se le
impedía publicar.
Podría decirse, le digo a Zalabardo,
que, por la repercusión que tuvieron, los tres fueron escritores comprometidos,
aunque cada uno a su modo. El compromiso literario con la renovación los une.
Pero el compromiso ético fue distinto. Otero
y Buero mantuvieron, pese a las
trabas, el compromiso social, personal y literario a lo largo de toda su vida; Cela solo fue fiel al compromiso
literario y, quizá, al personal. Por eso encuentro lógicas sus palabras, las
que encabezan este apunte, que escribió en el prólogo a la quinta edición de su
novela, en 1963. Otero y Buero no abandonaron nunca la lucha
interior y la ideología que presidieron las obras con las que se dieron a
conocer. Cela, en cambio, no fue
leal más que a sí mismo, ese fue el compromiso al que nunca renunció.
Por eso me sabe mal que, sin negar la
justicia del reconocimiento de sus altos valores literarios, nos olvidemos de
reconocer los de quienes con él comparten centenario.
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