Cono aiutorio de nuestro dueno
Christo, dueño salbatore, qual dueño get ena honore et qual duenno tienet ela
mandatione cono patre cono spiritu sancto enos sieculos de lo sieculos. Facanos
Deus Omnipotes tal serbitio fere ke denante ela sua face gaudioso segamus.
Amen. (Glosas emilianentes)
Nadie diga de esta agua no beberé,
en esta o alguna otra variante parecida encontramos el refrán en el Diálogo
de la lengua (1533), de Juan de
Valdés, en el Quijote (1616), en el Vocabulario de refranes (1627), de Gonzalo de Correas, en Niebla
(1914), de Miguel de Unamuno o en Señas
de identidad (1966), de Juan Goytisolo,
por dar solo ejemplos que pudiéramos llamar notables. ¿Por qué, entonces, esta
insistencia en decir *este agua y no esta agua?
Procuraré no extenderme demasiado y ser
lo más claro posible, con la confianza de que el especialista que pudiera
leerme entienda la razón de la simpleza expositiva. Comencemos por decir que el latín (base de
nuestra lengua) carecía de artículo. Cuando el castellano comenzó a utilizarlo
para caracterizar con él a los sustantivos, echó mano de los demostrativos ille,
illa,
illud,
de donde salieron las formas primitivas elo y ela para masculino y
femenino respectivamente. Y que, con el tiempo, desembocarían en los actuales el,
la
y lo,
este último para el neutro.
Nos quedaremos con el femenino, que
es el que ahora nos interesa. Ya en los primero textos (que podríamos llamar
preliterarios) de nuestra lengua podemos ver lo dicho; en el texto de las
glosas emilianenses con que encabezo este apunte aparecen ela mandatione (‘el
poder’, femenino en latín) y ela sua face (‘su cara’). Más tarde,
ela,
como he dicho, se redujo a la. Pero ocurrió un caso muy
peculiar: cuando el sustantivo comenzaba por a o ha tónicas, se producía
un efecto de cacofonía (sonido desagradable) que el hablante solventó
utilizando el(a) en lugar de la: el agua, el
hacha, el alma, el ansia, etc. Pese a esto, siempre
se conservó la conciencia de que esta forma el tenía valor femenino
como demuestran los hechos siguientes: si el sustantivo era seguido de un
adjetivo, este aparece en femenino (el agua clara); si el adjetivo se
antepone al sustantivo, el artículo adquiere inmediatamente la forma la
(la
fresca agua); en plural, solo se usa, en cualquier caso, las
(las
aguas fecales, las cristalinas aguas). No sé si es
necesario señalar que, cuando el sustantivo comienza por a o ha átonas, nada de lo
dicho ha de tenerse en cuenta (la habitación, la almohada, etc.).
Lo hablado hasta ahora originó que,
con bastante frecuencia, los determinantes una, alguna y ninguna,
cuando se anteponían a sustantivos que empiezan por a o ha tónicas, tiendan a
apocoparse, aunque sean válidas la dos formas (un agua milagrosa/una agua fresca,
etc.).
Y hasta ahí llega la cosa, le digo a
Zalabardo, que me escucha con atención. Lo que sinceramente no sé decir ahora
es cuándo surgió la creencia errónea de que esto era válido para cualquier demostrativo.
Y se empezó a decir, y a escribir, *este agua, *poco hambre, *otro
área, *todo el ansia…, formas de todo punto incorrectas, porque lo que
corresponde es esta agua, poca hambre, otra área, toda
el ansia, etc.
Cualquier curioso o interesado en el
conocimiento de la lengua encontrará perfectamente comentado y explicado esto
en la Gramática de Nebrija,
la primera de nuestra lengua, que es posible que muchos no conozcan debido a su
antigüedad; también en la Nueva gramática de la lengua española,
de la Academia, que también muchos
pueden rehuir por su extensión, más de 3000 páginas. Pero es que, además, queda
también recogido y perfectamente explicado en libros tan accesibles como el Diccionario
panhispánico de dudas, de la RAE,
El
libro del español correcto, del Instituto
Cervantes y en la muy clara La gramática descomplicada, de Álex Grijelmo.
Al hablante común, le digo a Zalabardo,
tal vez no haya que pedirle que conozca todas estas fuentes de referencia. Incluso
diría más, tal vez ni siquiera sea necesario que las conozca, como no hay que
pedirle que conozca ningún tratado de medicina para que sepa la conveniencia de
llevar una vida sana si se quiere conservar la salud. Pero un periodista, un locutor,
un escritor, un profesor (de la materia que sea, no me refiero ya a los profesores
de lengua), un político que vive continuamente exponiendo sus ideas a los ciudadanos
(aunque algunos vivan escondidos como caracoles y solo saquen la cabeza para
pedir el voto) tienen la ineludible obligación de conocer estas cosas. Porque
no tenemos que perder de vista que la gente normal y corriente es buena y
confiada e imita lo que hacen y dicen aquellos de quienes piensa que están donde
están porque tienen una preparación y unos conocimientos. Y no sabe, esta gente
buena y confiada, que hay por ahí muchos tarugos que insisten hasta la saciedad
en estupideces como las ciudadanas y los ciudadanos están cansados, en redundancias
como se
ha erigido un monolito de piedra o en barbaridades como ha pasado
lo mismo que en el otro área.
De esta agua (así, y no *este
agua), la que nos ofrecen estos tarugos, es de la que no hay que beber.
A estos tarugos habría que decirles que los libros que he citado antes no son
rarezas de bibliófilo, sino que están al alcance de cualquiera. Y tenemos que
consultarlos porque nos recuerdan muchas cosas que tal vez hemos olvidado y
nos sacan de muchas dudas que se nos pueden plantear.
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