No
quería componer otro Quijote —lo
cual es fácil— sino el Quijote.
Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no
se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que
coincidieran —palabra por palabra, línea por línea— con las de Miguel de
Cervantes (Jorge Luis Borges)
Imagen de El Mundo, con una prueba del plagio |
Porque ni el Consejo de rectores, ni
el Ministerio de Educación (hablamos de un centro público) enviaron de
inmediato a tal persona a su casita. Esta mañana, en El País, venía un
editorial, La Universidad, en entredicho, sobre el asunto. Pero es que al
sujeto de todo esto no se le ha pasado por la cabeza plantearse la dimisión. Se
ha limitado a escurrir el bulto expresando su malestar con la prensa y con
quienes lo critican y no presentándose a la reelección.
Hay que tener cara. Porque una cosa
es la sospecha y otra muy diferente los hechos comprobados. Y es que no parece
haber duda de que este hombre ha plagiado a troche y a moche. Víctimas suyas
han sido desde una alumna de doctorado hasta el propio presidente de la Real Academia de la Historia. En un
libro, plagia el 68% del contenido de la obra de otro catedrático; en otro, 43
de las 45 páginas de un capítulo son plagio de otra obra. Y este mismo viernes
ha salido a relucir que, según el análisis de una perito, en una obra que le publicó
el Ministerio de Justicia en 1995, 111 páginas de las 180 del libro son un manifiesto
plagio de un escrito de un catedrático de Barcelona.
En mis últimos años como profesor ya
denuncié que, por desgracia, en nuestros centros educativos se abusaba
demasiado del copiar y pegar, cuando no del plagio infame; lo grave es que el
vicio no afecta solo a los alumnos. Los hechos nos prueban que también los
profesores recurren a ello. Y no pasa nada. Una breve revisión de las hemerotecas
nos darán numerosas pruebas de ministros (en Alemania, en Hungría, en Suecia…),
de periodistas y de profesores que han dimitido o que, antes incluso de que les
diera tiempo a hacerlo, han sido destituidos por apropiarse de la propiedad intelectual
ajena. Aquí, en cambio, ni se dimite ni se destituye a nadie por ese motivo.
Zalabardo me plantea una cuestión
importante: ¿pero es que es posible ser absolutamente original?; ¿no podremos
nunca servirnos de los conocimientos de otras personas? Le respondo que está
claro que sí, que podemos servirnos y utilizar lo que otros han dicho o
escrito, pues nadie nace sabiéndolo todo. Lo que no podemos, de ninguna manera,
es apropiarnos de ello ocultando el nombre de quien nos ha servido de fuente.
Remito entonces a mi amigo a un
documento de la Biblioteca de la Universidad
de Alcalá, que encuentro en Internet, Uso ético de la información, en el
que, partiendo de la definición de plagiar, ‘usar el trabajo, las ideas
o las palabras de otra persona como si fueran propias, sin acreditar de dónde
proviene la información’, nos dice que el plagio requiere dos condiciones: ser
copia total o parcial no autorizada de una obra ajena y presentarse la copia
como original propia, suplantando a su autor. El texto es más extenso e
interesante. Recomiendo su lectura.
Hablando de plagios, conviene prestar
atención a otros términos con los que no debe confundirse: copiar, imitar
y emular,
entre otros. He cogido el Diccionario de sinónimos de la lengua
castellana, de Pedro María de
Olive, cuya segunda edición, la que consulto, es de 1852, y ahí leo que copiar
es proponerse un original y traducir exactamente sus bellezas y defectos; que imitar
es proponerse un modelo y tratar de traducir el objeto principal, pero
presentándolo con mejores formas que el original. Imitar, afirma, es operación
de juicio y gusto; copiar es operación servil. Pero es que Olive nos habla también de la emulación y dice que es
‘concurrencia, rivalidad, competencia, choque’; añade luego que la emulación
nos impele a hacer los mayores esfuerzos para imitar, igualar y aun sobrepujar
las acciones de otros.
En resumen, que podemos simplemente copiar,
si no somos capaces de más; que podemos imitar, si intentamos —lograrlo o no
es otra cosa— mejorar lo que copiamos; y que podemos emular, es decir, seguir
un mismo camino que otros, aunque esforzándonos en no quedar en meros
imitadores, sino luchando por ofrecer una mejor versión de aquello de lo que
partimos.
Lo que queda claro, le digo a
Zalabardo, es que copiemos, imitemos o emulemos, lo que de
ninguna manera podemos hacer es coger el trabajo de otro y ofrecerlo como
nuestro. Eso es delito de plagio.
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