No te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los
otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
(Vicente Aleixandre)
En un reciente acto de promoción de
mi novela No tendrías que haber vuelto, alguien hizo un elogio que no
deja de rondarme la cabeza. Dijo más o menos: “Esta novela, aun siendo la
primera, da muestra clara de que posees una voz propia”. Me pregunta Zalabardo
si me parece escaso el piropo y le contesto que, muy al contrario, le quedo
sumamente agradecido a esa persona, pero que me parece excesivo y merecedor de
una reflexión que ponga las cosas en su lugar.
Porque, vamos a ver, ¿qué es tener voz
propia? Me voy a permitir la licencia de copiar las palabras que Arantxa Isidoro, experta en
Comunicación y procesos de construcción de una marca escribe en su blog: Tener
voz propia supone que, aunque de manera fortuita tomaras los mismos
ingredientes que otros para crear tus productos o escribir, el resultado final
no sea nunca el mismo porque llevará tu esencia y la de nadie más. ¡Pues no es difícil eso! Algunos piensan
que todo es cuestión de sencillez y citan aquel verso del Poema de Mío Cid apriessa cantan los gallos y quieren quebrar
albores o el arranque de aquel otro poema anónimo Ya cantan los gallos, buen amor, y vete. Cata que amanece. A veces
se cree que basta un momento feliz aunque se acumulen todos los tópicos del
momento; pensemos, si no, en Manrique o en el capitán Fernández de
Andrada, mientras que para otros, el proceso es duro y constante. Juan
Ramón comenzó a publicar en los primeros años del siglo xx, pero en 1916 escribía: No sé con qué decirlo, porque aún no está
hecha mi palabra; y solo hacia 1950 habla del nombre conseguido de los nombres. Toda una vida para encontrar los
nombres, la voz. Por fin, hay quien defiende que no solo es cuestión de tiempo
sino también de espacio y se habla de Proust y su En busca del tiempo perdido; pero
nos desengañamos cuando leemos la brevedad de la Metamorfosis, de Kafka.
Lo
cierto es que quien se interne en el terreno de la creación literaria no debe esperar
hablar con una voz nunca oída, ni la egoísta originalidad que lo separe de los
demás. Porque, en literatura, creo, todos bebemos de las mismas fuentes y nunca
debe despreciarse la voz de quienes nos precedieron ni la de quienes nos rodean;
la voz propia no puede ser aquella
que solo te pertenece a ti; la voz propia
será aquella en la que muchos coincidan y se reconozcan y, por ella, tú pases a
ser parte de ese conjunto, porque compartes lo que desde siempre ha estado ahí.
Pasa,
le digo a Zalabardo, como con los sustantivos, ya que estamos en una Agenda en la que suelo tratar cuestiones
referidas al lenguaje. Cojo la Nueva
Gramática de la Lengua Española y voy leyendo. El nombre es lo que designa cuanto existe
o puede ser pensado: cielo, mundo, flor, amor, garbanzo, odio, silla… Lo
primero que hizo Adán fue poner nombre a lo que iba siendo creado e incluso
decimos que lo que carece de nombre no existe. Siendo tantos los nombres, necesitamos
establecer divisiones. Primero, propios
y comunes. El propio identifica a un único ser y
lo separa de los demás. Es, pues, antipático, por insolidario; y, para colmo, no
informa de ningún rasgo o propiedad de lo nombrado: que yo me llame Anastasio, ¿qué dice de mí? Igual
pasa con Francia, Luis, Eloísa, Amazonas,
Everest, Zalabardo…
En
cambio, el nombre común ya
conviene a todos los individuos de una clase; sirve para clasificar o
categorizar, nos permite saber los rasgos que los distinguen de otros. Cuando
digo montaña, lápiz, libro…, sé de qué estoy hablando. Son tantos los nombres comunes que los subdividimos: individuales (soldado) y colectivos (ejército);
concretos (alcachofa) y abstractos (ambición). Con ellos, decimos que un
nombre designa a un ser visto en su individualidad o a un conjunto; que se
aplica a lo que vemos y tocamos o bien a lo que no existe fuera de nuestro pensamiento.
Y
llegamos a una clase de nombres que a mí me gustan especialmente: los contables y los no contables. Los primeros,
lógicamente, señalan aquello que puede ser contado o enumerado: dos libros, cuatro estaciones, una
silla… En cambio, los no contables
(llamados también continuos, de materia, medibles…), que son los que más me gustan, son los que
denominan magnitudes que interpretamos como sustancias o materias. Dice la Gramática de la Academia, de
modo poético si es que cabe poesía en la gramática, que son los que designan lo
que puede dividirse o aumentar sin dejar
de ser lo que es. Es decir, si cojo un
poco de agua, lo que cojo y lo que dejo sigue siendo agua; si introduzco aire en un lugar que contiene aire, continúo teniendo aire.
Miremos
dos realidades tan indisociables como el mar y la playa. La inmensidad de las
aguas del mar seguirá existiendo aunque le quitemos algunas de las gotas que la
forman; y no se altera porque las aguas de un río vengan a fundirse con ella.
Pero sin ellas, no existiría. Y la playa; ¿cuántos granos de arena la forman?
Pues todos son necesarios y todos igual de importantes, pues sin ellos no
habría playa. Una gota, un grano, pueden ser mediocres, humildes, invisibles
casi. Pero si aceptan ser lo que son, la gotita y el grano insignificantes, cobrarán
conciencia de ser indispensables para la totalidad del mar y la playa.
Así
entiendo yo la voz propia. La
literatura es un continuo, es un no contable formado por muchos elementos. De
vez en cuando, en el mar, en la arena, encontramos algo que parece destacar
sobre el conjunto. Quien consigue eso, aportar algo a la arena sin dejar de ser
arena, añadir algo al agua sin dejar de ser una gota de agua, ha obtenido su voz propia. Pero, que nadie se
engañe, esa voz no es suya de modo exclusivo, sino que pertenece a toda la
arena de la playa y a toda el agua del mar.
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