Feminismo
no es la lucha de sexos, ni la enemistad con el hombre, sino que la mujer desea
colaborar con él y trabajar a su lado.
(Carmen de Burgos)
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Hiparquia y su padre, Cretes |
Se habla estos días, y hay motivos
de sobra para ello, sobre la sentencia dictada contra el grupo autodenominado
La Manada: la general insatisfacción
ante la misma; el descontento casi sin excepciones por la falta de sensibilidad
de las leyes y de no pocos de quienes deben aplicarlas ante determinados
problemas; de la ineludible necesidad, en los tiempos que vivimos, d que se
imponga un cambio de mentalidad que reconozca el papel de la mujer en la
sociedad. Le digo a Zalabardo que creo que ya no es hora de limitarse a poner
nombre a esos problemas y lo que corresponde es exigir la adopción de medidas
precisas para su solución.
Sin embargo, continúo hablando con mi
amigo, lamentablemente habrá que seguir hablando de ello aunque dé la impresión
de que hacer profesión de fe sobre la igualdad de derechos entre mujeres y
hombres o sobre la necesidad de desterrar los incontables tics machistas que
siguen vivos es más una moda puntual que un convencimiento.
Para no repetir argumentos ya
hartamente expuestos en numerosos medios, me gustaría atender a otros
planteamientos. Por ejemplo, que el
feminismo no es ninguna moda, ni corriente
pasajera defendida por más o menos mujeres y no pocos hombres, sino una antigua
aspiración a la que todavía no se ha dado la conveniente respuesta. Una mínima
revisión histórica nos demuestra que, si en un principio fueron unas pocas mujeres
las que se atrevieron a alzar su voz, el tiempo ha ido convirtiendo esa voz en
clamor, al que nos sumamos cada día más hombres: no queremos una sociedad en la
que, al hablar de derechos, nos encontremos con que todavía se hacen demasiados
distingos entre ser varón o mujer con el agravante de que son estas últimas las
que siguen llevándose la peor parte. Solo eso tendría que bastar para reconocer
que el
feminismo ha de entenderse no solo como una lucha por la
emancipación de la mujer, sino como el reconocimiento de igualdad de derechos de
todas las personas y de que el rol social de cada una ha de asignarse no en razón
de su sexo, sino de sus méritos. Naturalmente, lo anterior debe llevar
emparejada la absoluta y efectiva condena de cualquier tipo de violencia contra
la mujer.
No debería quedarse en anécdota que
una mujer griega del siglo IV a. C., posiblemente la primera defensora del feminismo
de que tengamos noticia, Hiparquia,
contestara a quienes le recomendaban de manera despectiva que se dedicara a sus
labores: “¿Creéis que he hecho mal en consagrar al estudio el tiempo que, por
mi sexo, debiera haber perdido como tejedora?”. Tampoco que traiga aquí el
recuerdo de una mujer peruana de la primera mitad del siglo XIX, Flora Tristán, considerada precursora
del feminismo
moderno. O que, finalmente, escoja una cita de una mujer andaluza, Carmen de Burgos (1867-1932),
periodista y escritora, para introducir este apunte. Tres nombres, ignoro si
muy o poco conocidos, pero, en cualquier caso, ejemplos válidos que representan
a otros muchos más.
Entre los planteamientos aludidos
antes, le señalo a Zalabardo, me quiero detener en uno de naturaleza puramente
lingüística. Por ejemplo, no creo que la defensa de la justa aspiración de las
mujeres de conseguir la igualdad de derechos deba iniciarse buscando imponer
una transformación del lenguaje que no conduce más que a situaciones bastantes
veces absurdas. El lenguaje tiene sus propias maneras de funcionar y sus
propias reglas, aparte de ser bastante dócil a la hora de amoldarse a cualquier
nueva situación. Quien dedique un mínimo tiempo a estudiarlo podrá ver que eso
es así. No es la lengua quien discrimina a las mujeres, sino la sociedad. Por
eso, más efectivo que luchar por cambiar la lengua sería luchar por cambiar la
mentalidad de la sociedad. ¿De qué sirve que digamos
todos y todas si
todas
siguen cobrando menos y
todas siguen encontrando trabas para
ascender a puestos de responsabilidad? La lucha no se ganará porque usemos otro
lenguaje, sino porque consigamos que se que se piense de manera distinta y se
anulen todos los viejos prejuicios. Al pensar de otra manera, hablaremos también
de otra manera.
En segundo lugar, creo también un
error esforzarse en plantear un enfrentamiento entre
machismo y
feminismo,
pues son conceptos y términos en nada equiparables.
Machismo es la ‘actitud
de prepotencia del varón respecto a la mujer’, concepto negativo que hay que
desterrar. En cambio,
feminismo designa, en tono positivo,
tanto el ‘
principio de igualdad de derechos de
la mujer y el hombre’ como el ‘movimiento que lucha por el logro de esa
igualdad’.
Si
continuamos enfrentando los dos conceptos, daremos lugar a equívocos. Feminismo
no es lo contrario de machismo; son cosas muy diferentes.
No los convirtamos, pues, en una falsa pareja de antónimos. Si dos términos
expresan significados que de alguna manera son contrarios, se puede hablar de
antonimia, cuando uno de ellos supone la negación del otro (frío/calor);
de complementariedad, cuando entre los términos se da cierto modo de
incompatibilidad (rojo/verde); o de reciprocidad, cuando para que exista uno, es
preciso que exista también el otro (comprar/vender). Nada de eso sucede
entre machismo/feminismo. Me parecería más adecuado utilizar la
gradación machismo – feminismo – hembrismo, en la que los
antónimos son machismo/hembrismo, pues si uno defiende la prevalencia del
hombre, el otro defiende lo contrario, la prevalencia de la mujer. De esta
forma, feminismo expresaría, en las condiciones actuales, el necesario
punto de encuentro, el fiel de la balanza que nos indica la situación de paridad.
No busca el feminismo que nadie se imponga sobre nadie, sino que se imponga
la igualdad.
Si
esto se consigue, el término feminismo habría logrado su objetivo
y, junto con los otros dos términos, hasta podrían considerarse innecesarios.
Pero, siendo realistas, le digo a Zalabardo, me parece una hipótesis muy
optimista, porque, pasase lo que pasase, creo que aún permanecerían por ahí dos
terribles enemigos: la misoginia, aversión a las mujeres, y
la misandria,
aversión a los hombres. La misoginia suele con frecuencia
acompañar al machismo como la misandria suele acompañar al hembrismo;
y no olvidemos, además, aunque parezca paradoja, que siempre habrá hombres hembristas
como mujeres machistas. Y eso es ya un problema de otra naturaleza.
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