Esta tarde,
Zalabardo y yo lo hemos pasado bien ante la tele viendo el partido del Mundial
de Fútbol Femenino que ha enfrentado a España y la República Surafricana. Ha
ganado España por un claro 3-1. Todo transcurría plácidamente, aunque marcasen
primero las africanas, hasta el momento en que, tras el empate de nuestra
selección, el narrador del partido hizo un comentario que percibimos como un
desagradable chirrido: Las aficionadas y los aficionados, españolas y
españoles, muestran su alegría por este empate. Seguro que en un
partido de fútbol masculino no se produciría jamás tal desaguisado.
Le digo a mi
amigo que este bienintencionado periodista, pues no le negaré su buena
voluntad, desconoce por completo lo que sea el lenguaje inclusivo, que tanto se
defiende en nuestros días, en el mismo grado que desconoce el funcionamiento de
nuestra lengua. Porque lenguaje inclusivo no es otra cosa que aquel en que
cualquier persona se siente integrada.
El narrador de quien hablo, como muchas otras personas, desconoce
que la lengua no se impone (aunque, por desgracia, algunos pretendan hacerlo),
sino que es el pueblo quien, poco a poco, a fuego lento, como se preparan los
buenos guisos, le va dando forma, con naturalidad y sin estridencias. Y que, en
todo caso, la lengua será siempre reflejo del pensamiento y de los factores
geográficos y sociales que configuran a una comunidad.
Se equivocan
quienes, arrastrados por unos prejuicios de los que no saben desprenderse,
culpan a la Academia de que se hable de esta forma o de la otra, de que
la mujer tenga más o menos visibilidad en el lenguaje. Ignoran que la Academia
no impone nada, ni en el Diccionario ni en la Gramática.
Se limita a recordar cómo funcionan las lenguas y a recoger los modos que se
van observando en la nuestra. Como mucho, desaconseja, que no prohíbe, un
determinado uso o explica qué razones justifican que se opte por otro.
Me
circunscribiré al asunto del género, casi único que preocupa a algunos. En la Nueva
Gramática de la Lengua Española, que ya no es tan nueva, pues se
publicó hace diez años, leemos: …se ha comprobado que la presencia de marcas
de género en los nombres que designan profesiones o actividades desempeñadas
por mujeres está sujeta a cierta variación… Es decir, reconoce que ha
habido un cambio. Pero, a continuación, con tono comedido, pero crítico, avisa:
Frente a estos nuevos usos (la tendencia a suprimir femeninos que designan
a la esposa de quien ejercía un cargo para usarlos solo cuando es la mujer
quien lo ejerce, como coronela, gobernanta…)
reflejo evidente del cambio de costumbres […] se percibe todavía, en algunos
sustantivos femeninos, cierta carga despreciativa que arrastran como reflejo de
la cultura y de la sociedad en que se han creado. No son usos que avale la Academia,
los mantiene la sociedad.
En el caso de
los sustantivos que designan actividades que en un tiempo solo practicaban
hombres y hoy desempeñan también mujeres, se acepta el proceso que explica la
siguiente transformación: género masculino (el juez) > género
común (el juez / la juez) > aparición de forma femenina (la
jueza). Y, en este apartado, la Gramática de la Academia
recoge una enorme cantidad de sustantivos susceptibles de este empleo (abogada,
árbitra, obispa, comisaria, filósofa,
química, magistrada, mandataria, médica,
torera…). Lo que pasa, esto no lo dice la Academia, es que
hay colectivos, y personas, que se resisten a tales cambios; en unos casos, que
los hay, porque consideran que es más prestigioso ser una médico
que una médica; en otros, porque se dice que música,
química, electrónica, jardinera… son
palabras que ya existían y se aplicaban no a personas, sino a disciplinas o
realidades diferentes. El rechazo de estas palabras es un prejuicio de las
personas, nunca de la Academia, que las considera válidas.
Estas ansias de
diferenciación genérica (por criterios sexuales y no gramaticales) nos conduce
al terreno de los desdoblamientos, eso que tanto nos ha molestado hoy a
Zalabardo y a mí y que jamás se oye en una competición masculina (¿o acaso no
van mujeres a un partido de fútbol masculino?). Lo que hace la Academia
es desaconsejarlo por “artificioso, cansino e innecesario”; pero señala que
siempre han existido casos muy concretos: en saludos (señoras y señores),
en vocativos (estas palabras, diputados y diputadas que me oís…),
en formularios (señor / señora...) y siempre que se quiera enfatizar
la importancia de las personas incluidas en el discurso (no hay andaluz,
ni andaluza, que desconozca…).
¿Qué nos queda,
pues que hacer?, me pregunta Zalabardo. Y yo lo remito a los consejos que,
sobre estas cuestiones imparte Fundéu, la Fundación para el español urgente.
Que la lengua hay que usarla con naturalidad, sin forzarla nunca. Porque, si lo
hacemos así, cualquier cambio que se produzca será asumido sin escándalo por
parte de nadie. Y que si algunos de esos cambios que se solicitan no llegan a
imponerse, no es porque alguien los prohíba, sino porque el pueblo, dueño
soberano de la lengua, siente, aun de manera inconsciente, que no son
procedentes. Y por eso, volviendo al partido de esta tarde, diremos que Paños
es nuestra portera o que la árbitra señaló un
penalty por indicación del VAR; pero diremos que la africana Kgatlana
ha sido una extremo que nos ha generado bastante peligro.
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