Nos vemos
abocados a un nuevo paso por las urnas y esos mismos políticos que se han
revelado tan incompetentes y obtusos, aparte de seguir tirándose los trastos a
la cabeza, vuelven a exigirnos fidelidad a los proyectos que no
han sabido conducir a buen puerto. Cuando, bastante cabreados, hablamos del
asunto, Zalabardo solicita mi opinión acerca de si los creo merecedores de esa fidelidad.
Le contesto que no estoy seguro, pero que de lo que sí estoy convencido es de
que han hecho es méritos sobrados para no merecer lealtad. A mi
amigo extraña mi respuesta: ¿Y no es lo mismo una cosa que otra?, me dice
Intento hacerle
ver que hay matices diferenciadores que hacen a cada palabra casi única. De lo
contrario, nuestro léxico sería más reducido. Cuando hablamos de palabras
sinónimas, la que cumplen el requisito de poder sustituir a otra sin que se
resienta el significado de la frase, debemos ser precavidos. Un análisis
cuidadoso nos muestra que solo encontramos una sinonimia absoluta, total, si
esa sustitución es posible en cualquier contexto. Por ejemplo, siempre que empleamos
cima, podríamos decir cumbre; y lo mismo sucede con
alumno y discípulo. Pero estos casos son escasos.
La verdad es que la lengua no es tan fría como algunos creen y pone
continuamente en juego el entendimiento, por un lado, y la imaginación y las
emociones, por otro. Sabemos que la expresión ganarse la vida es
idéntica a ganarse el pan, ganarse las habichuelas
y algunas otras. ¿Son, según eso, sinónimos pan, habichuelas
y vida? En ese contexto queda claro que sí, puesto que podríamos
sustituir cada uno de esas palabras por las otras; pero si digo que desayuno
pan con manteca, nadie en su sano juicio diría que vida o
habichuelas pueden ocupar el lugar de pan.
Los
diccionarios especializados en sinónimos nos ayudan a comprender la diferencia
que hay entre una y otra. José Gómez de la Cortina opina que fidelidad
es la ‘exactitud con que se cumple una obligación contraída’ mientras que lealtad
lo que hace es añadir a lo anterior la idea de ‘afecto personal con que se
cumple esa obligación’. Ilustra su exposición con este ejemplo: ‘nunca se jura lealtad,
sino fidelidad’. Otro diccionario, el de José Joaquín de Mora,
dice que la fidelidad es la ‘observancia de la fe prometida’ y
que la lealtad supone ‘un sentimiento y entusiasmo que no hay en
la fidelidad’. También aporta un ejemplo clarificador: ‘es fiel
quien ejecuta lo jurado y es leal quien se sacrifica en la
defensa de una causa’.
Todo lo
anterior, intento resumirle a Zalabardo, nos lleva a la siguiente: la fidelidad
comporta siempre en su fondo una obligación, la de dar cumplimiento a una
promesa basada en la fe que nos inspira quien nos la pide. Quien promete,
podemos afirmar, se obliga a actuar, incluso en el futuro, conforme a algo que,
en el momento de la promesa, juzga bueno. En cambio, la lealtad no
implica obligación, es un valor, un sentimiento por el que decidimos que no
debemos dar la espalda a la persona o causa a la que nos sentimos unidos por
una cuestión de amistad, de gratitud o de afecto.
Entendido así,
la fidelidad es algo que se impone y, en consecuencia, puede ser
exigida; la lealtad, en cambio, se fomenta y se refuerza mediante
un acto de reciprocidad. La persona a la que somos leales debe
también serlo con nosotros, ya que hablamos de un acto de libertad desde el que
uno decide elegir.
El problema
puede surgir cuando ese ciudadano no atado por ninguna promesa, no sujeto al
compromiso de fidelidad, eche en falta reciprocidad y tenga la
sensación de que los políticos les están pidiendo una lealtad que
ellos no han tenido con los ciudadanos. Estos ciudadanos que no encuentran la
correspondencia debida, pueden tener fundadas sobre qué hacer e, incluso,
considerándose estafados, podrían optar por darles la espalda, no serles leales
y abstenerse. Lo que no es nada bueno, pues si solo participan los que votan
guiados por la fe (y sabemos que fe es creer
aquello que no vemos) los resultados pueden ser peligrosos.
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