Alcuza |
Llega
septiembre, acaban los meses tradicionalmente considerados veraniegos y todo
vuelve a la normalidad, lo que es decir demasiado si nos atrevemos a echar una
mirada a nuestro alrededor. O si no nos importa qué hay que entender por
normalidad. No sé si eso será suficiente para los demás; para mí, la sensación
de normalidad me la proporciona encontrar a Zalabardo de nuevo a mi lado. Sin
él me siento algo incompleto, incapaz de enfrentarme al ambiente crispado que
nos envuelve.
Mi amigo, sin
ninguna mala intención, aunque sí con un poquitín de ganas de ver cómo
reacciono, me pregunta, antes de desanudar el primer abrazo que nos damos, que
tal me siento al reanudar esta Agenda que me presta próximo a
cumplir ya 75 años de edad. Ignoro cómo ha conocido este dato, pues nunca hemos
tenido el mal gusto de hablar de ese tema y yo no sé cuál es la edad suya.
Procuro
aparentar serenidad y le digo que, ni más ni menos, como quien está a punto de
cumplir tres cuartos de siglo. Y como al parecer regresa de las vacaciones con
espíritu burlón, me contesta: “Pues reflexiona si has tenido o no tiempo de
espabilar, pues quien a esa edad no ha conseguido restar alguno de los muchos
defectos que acumulamos y aumentar un poco el escaso número de virtudes de que
podemos presumir ya no tendrá oportunidades para ello.”
De inmediato,
como si se hubiese olvidado de lo que ha dicho, salta a otro asunto y me cuenta
que durante el verano ha estado leyendo algo acerca de los antiguos gramáticos
y le ha sorprendido el interés que mostraban por averiguar si la normalidad
lingüística se encuentra en el predominio de la analogía o de la anomalía, si
hay más reglas que excepciones o al revés.
Entonces le
digo que es una cuestión que nunca me ha interesado, que siempre me ha atraído
más observar cómo la verdadera normalidad lingüística, según mi humilde
criterio, es el cambio constante, un año tras otro, siglo tras siglo, como
queriendo hacer honor a lo que Garcilaso decía en aquel bello soneto: Todo
lo mudará la edad ligera, por no hacer mudanza en su costumbre.
Palillero |
“¿Tanto y tan
normal crees que es ese cambio?”, me pregunta. Le respondo que no sé si el
cambio es rápido o lento, si es excesivo o es escaso, acertado o desacertado;
de lo que no me queda duda es de que es incesante, aunque a veces no nos
apercibamos de ello. Le pido que, para comprobar lo que digo, piense solo en el
léxico, la situación de las palabras de las que nos hemos ido valiendo a lo
largo de nuestra vida.
En estos tres
cuartos de siglo que estoy a punto de cumplir he visto cómo hay palabras que
adquieren un nuevo significado perdiendo cualquier otro anterior, palabras que
enriquecen su campo significativo, palabras que nacen, palabras que mueren y se
pierden para siempre…
En la década en
que nací, y en otras que siguieron, se empleaban palabras que hoy tienen otro
sentido: camarada era la ‘persona perteneciente a un mismo partido
o facción’. O se modificaban otras para dar, al menos, impresión de cambio
social. Se dejó de utilizar proletario para hablar de asalariados
o empleados; el patrón pasó a ser empresario;
pero en todas las casas se oía el parte como único informativo
posible. Mi madre, cuando me veía distraído, como quien mira moscas, me decía
que parecía agilado. Y echo de menos que cuando Zalabardo ha
insinuado si ya he espabilado, a lo que se ve piensa de mí un poco como pensaba
mi madre, no me ha dicho si sigo como quien se ha caído del guarderón.
O sea, las palabras han ido yendo y viniendo, unas han ido ocupando el lugar de
otras.
Cama y sus guarderones |
Le quiero decir
a Zalabardo que hay palabras que han adquirido un significado diferente al
original. El adjetivo formidable, que siempre señaló ‘lo que
infunde asombro y miedo’, lo usamos hoy para ‘magnífico’, como vemos en el
diccionario desde 1984. Alienígena, ‘extranjero’, antónimo de ‘indígena’,
‘del lugar’, desde 1990 mçás o menos ha pasado a ser ‘extraterrestre’. Han enriquecido
su campo significativo avión, ‘ave comúnmente conocida como vencejo’,
en 1925 adquiere también el significado de ‘aeroplano’. Curioso es el caso de violación,
que por mucho tiempo fue exclusivamente la ‘fuerza que se ejerce contra una
mujer’ y tendrá que llegar 1992 para que los diccionarios nos digan que
cualquier persona puede ser objeto de tal fuerza. O el de aborto,
que tiene que esperar a la misma fecha para que se acepte que es también la
‘interrupción voluntaria de un embarazo’. No se pueden olvidar las palabras
nuevas, que designan conceptos o realidades que no existían antes. Muchas he
visto nacer en este tiempo mío; entre las más recientes, amigovio,
tuit, postureo o aporofobia.
Aldaba |
Pero le indico
a Zalabardo que, de todos estos casos que menciono, los que mayor emoción me
producen son aquellas palabras que van desapareciendo. Alguien las ha llamado palabras
moribundas. Muchas de ellas son ya cadáveres plenos. Me resulta imposible
evocar mis años de colegio sin pensar en los palilleros o en los pizarrines.
Como no olvido los saquitos, aquellos abrigos de lana que me
hacía mi madre; tampoco sé de nadie que se compre hoy un niqui ni
de mujer que use combinación. Las madres no ponen a sus bebés pololos
y solo en algunos trajes regionales se observa el empleo de puchos
como los que utilizaban en clases de gimnasia mis compañeras de instituto. Ya
no se celebran guateques y han desaparecido las lecherías,
porque la leche se compra ya supermercados y envasada. ¿Cuántos jóvenes entienden
hoy lo que es una libra de chocolate y las dieciséis porciones,
las onzas, en que se dividía? En pocas casas se encuentra una alcuza
para guardar el aceite usado (o alcucilla, si es para engrasar) y
en pocas puertas se emplea una aldaba para llamar (o una aldabilla
para asegurarla desde dentro). Desde que se inventaron los ambientadores, no
necesitamos de sahumerio y los calefactores han desterrado las copas
y las badilas…
Las palabras
que he recogido aquí son una muestra muy pequeña, ínfima incluso, de todos esos
cambios que he ido conociendo en estos tres cuartos de siglo.
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