Nunca me ha
gustado, Zalabardo lo sabe, que se violente el uso de una palabra o expresión para
expresar algo diferente a lo que en sus orígenes se pretendía. No hablo de la
evolución y cambios normales e inevitables, sino del interés por ocultar el
auténtico objetivo que nos guía al hacerlo. Así, en su día critiqué que se
quisiera obviar lo que es una huelga hablando de conflicto
laboral; que se disimulara una grave crisis económica
usando el término desaceleración; que algunos prostituyeran la
noción de memoria histórica (reparación justa y debida) para dar
rienda suelta a su revanchismo; que hoy me decante por llamar problema
político a lo que siempre había llamado problema de convivencia;
y podría seguir dando ejemplos.
Ahora parece
que le ha tocado el turno a pin parental, término con el que
quiere justificarse un pretendido derecho de las familias a impedir que a sus
hijos se les impartan en los centros educativos determinados conocimientos. Y
digo pretendido porque tal derecho, como lo entienden quienes lo defienden, es
más bien una aberración, un ejercicio de censura y vetos en términos que
parecían ya desterrados en nuestro país.
Los defensores de este pin parental
(una especie de objeción de conciencia) esgrimen el artículo 27.3
de la Constitución, relativo al derecho que los padres tienen a
que sus hijos reciban una formación religiosa y moral acorde a sus creencias y
en el 30.2 sobre la objeción de conciencia. Pero, aparte de que nada se opone a
ese derecho sobre una formación moral y religiosa (que, en mi opinión, debería
impartirse fuera de las aulas), olvidan estas personas que el artículo 27.2 deja
bien claro que el objeto de la educación es el pleno desarrollo de la
personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia
y a los derechos y libertades fundamentales; como también olvidan que, cuando
en 2009 pretendieron la supresión de la asignatura Educación para la
Ciudadanía, el Tribunal Constitucional les quitó la razón y dictaminó
que no era aplicable en tal cuestión la objeción de conciencia.
Zalabardo me
pide que le explique qué es ese dichoso pin. El
acrónimo (Personal Identification Number)
nació como una herramienta, código o contraseña con la que las familias podían
impedir a los menores el acceso a programas de televisión o páginas de internet
inadecuados para su edad. Y quienes buscan censurar los contenidos de los
currículos escolares, conscientes de que el Tribunal Supremo ya se había
pronunciado sobre la improcedencia de la objeción de conciencia
en este asunto, sibilinamente solicitan el pin parental en el
ámbito educativo.
Con el pin
parental, las familias tendrían en sus manos capacidad para vetar que a
sus hijos se les impartan las disciplinas complementarias. Si nos atenemos a la
sencilla realidad, los defensores del pin parental se oponen a
que a sus hijos se les hable en los centros educativos de sexualidad, de
aborto, de igualdad de derechos, de prevención de drogodependencias, de
matrimonio homosexual, de prevención de violencia machista…
Pero, igual que
desconocen la Constitución (o la usan mal) quienes buscan en ella
el amparo para que se les dé la razón, desconocen también cómo funciona un
centro educativo y cuáles son los fines de la educación. En los centros
educativos, y Zalabardo sabe que he sido profesor durante cuarenta y dos años,
se imparten materias regladas y materias no regladas. Las regladas son las que
vienen impuestas desde arriba por las autoridades académicas, ministerio y
consejerías; son el conjunto de materias que todos los centros están obligados
a impartir (lengua, matemáticas, dibujo, historia del arte, biología, etc.).
Las no regladas
las programa cada centro y son cualesquiera otras que, no comprendidas en el
apartado anterior, ayudan a una formación integral de los escolares. Estas materias
pueden ser, a su vez, complementarias o extraescolares, y vienen siendo amparadas
por una larga reglamentación legal que se remonta al R.D. 1694/1995.
Las complementarias
las organiza el centro, se imparten durante el horario escolar, están incluidas
en el Proyecto Curricular y la asistencia a ellas es obligatoria. En el
Proyecto anual de cada curso, que debe aprobar el Consejo Escolar, del
que también forman parte padres y alumnos, tienen que aparecer descritas y
fundamentadas. Pueden ser muy variadas: educación vial, formación en valores y
tolerancia, educación medioambiental, conocimiento del medio físico, desarrollo
de competencias culturales y artísticas, refuerzo del aprendizaje y de los
hábitos de trabajo… Y también, y esto es lo que duele a quienes piden pin
parental, educación para la salud, el consumo y habilidades sociales.
En este último campo es en el que se puede hablar de esos temas relacionados
con la sexualidad, como aborto, preservativos, drogodependencias…, pero también
sobre derechos de las mujeres, violencia doméstica, solidaridad y respeto hacia
todas las personas…
Las otras, las
extraescolares, son actividades encaminadas a potenciar la apertura del centro a
su entorno y buscan la ampliación del horizonte cultural o la preparación para
la inserción en la sociedad o el uso del tiempo libre. Estas actividades se
desarrollan fuera del horario escolar y son voluntarias.
Pues bien, en las
complementarias, que por ley son obligatorias, radica problema. Pero no en su
conjunto, sino en esos temas específicos que le he citado a Zalabardo y sobre
los que hay padres que no quieren que sus hijos oigan hablar. Aun respetando
este deseo, que respeto pero no comparto, la solución no es exigir ese pin
parental, que iría contra las leyes y contra el espíritu de la Constitución.
Hay una solución más fácil: pueden renunciar a matricular a sus hijos en los
centros públicos y los matriculen en otros centros, concertados o privados,
cuyo ideario no contempla incluir estas materias entre las complementarias que
ofertan. Eso no infringe ninguna ley; eso sí, esos centros les supondrán un
desembolso económico, a veces elevado, aparte de que sus hijos recibirían una
formación más pacata y menos completa.
El pin
parental, digámoslo claro, no es ningún derecho; es veto y es censura. Es
un ataque frontal a la libertad de enseñanza en la que, paradójicamente, también
se escudan ellos; y es un ataque y una humillación para los enseñantes, a los
que se tacha de adoctrinadores, cuando los verdaderos adoctrinadores son ellos,
los que reclaman vetos y piden censura. Si se salieran con la suya, no me
extrañaría que, le digo a Zalabardo, pronto apareciera quien exigiera que no se
hable de teoría de la evolución, de la guerra civil, de los libros de Baroja,
del teorema de Pitágoras, de la mecánica cuántica o vayan a saber ustedes de
qué.
1 comentario:
Extraordinario! Gracias.
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