Mientras
escribo esto, Zalabardo y yo oímos el fragor de la tormenta que descarga sobre
Málaga y, a través de la ventana, vemos el cielo iluminarse con el resplandor
de los relámpagos. Nos gustan estos días, aunque en los últimos tiempos al
nuberío se le vaya la mano y caiga el agua descontrolada, con el consiguiente sobresalto
para el personal. Estamos necesitados de agua, cierto, pero que nos venga sin
estas apreturas.
Llevaba
Zalabardo unos días interesado en saber por qué hay ahora tanta gente dispuesta
a polemizar sobre cuestiones relacionadas con la lengua. Me dice mi amigo, y no
le falta razón, que la gente siempre ha hablado como mejor ha podido y ha
sabido y se ha entendido con la voluntad clara de evitar conflictos. En cambio,
continúa, la tendencia actual es imponer nombres y acuñar denominaciones para
todo sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo.
Le doy la razón
salvo en un punto. En esto de las lenguas y de los nombres, ni a Dios ni al
Diablo habría que encomendarse. Bastaría tener presente el buen uso tradicional
que cada idioma ha seguido y las reglas que explican su estructura y
funcionamiento. Eso sí, le admito, tal vez sobren quienes pretenden ajustar con
calzador a su propio capricho cualquier parcela de la lengua sin contar con la
historia, la tradición y ese buen uso que la avala.
Le pido, es un
ejemplo, que estudie lo que pasa con los topónimos, los nombres de lugares. El
nombre de un lugar es muy diferente al de una cosa, pensemos en una silla.
En el mundo hay millones de sillas y, está claro, cada lengua las llama como le
da la real gana: el inglés, chair; el neerlandés, stoel; el hawaiano, noho; el checo, žėdle; el lituano, kėdė; el turco, sandolye o el gaélico, cathair… En cambio, los nombres de lugar, como los de personas,
son únicos, intransferibles y, diríamos, no requieren traducción. Aunque Guadalquivir
provenga del árabe y signifique ‘río grande’, en francés, italiano, lituano o
cualquier otro idioma del mundo será siempre Guadalquivir.
Pero, en
ocasiones, le comento a Zalabardo, confundimos las churras con las merinas, la
gimnasia con la magnesia o el hambre con las ganas de comer y acabamos meando
fuera del tiesto. En nuestro país, entre los años 1992 a 1998 se dictaron
varias leyes por las que algunas Comunidades Autónomas podían reponer a sus
lugares los nombres oficiales autóctonos que en una etapa anterior se les habían
prohibido. Lo que no sé es por qué estas leyes se referían solo a Girona,
Lleida, Ourense, A Coruña e Illes
Balears. La lógica pide que, con independencia de la letra de la ley,
la medida sea aplicable a todos los topónimos gallegos, catalanes, vascos,
valencianos, aragoneses o asturianos de nuestro país. Por eso no nos debería
extrañar ver por ahí Gipuzkoa, Asturies, Terrassa
y muchos más.
Lo anterior
significa que, en el uso coloquial y diario, tan normal como que un ampurdanés
pueda elegir entre España o Espanya, un cacereño elija
Gerona o Girona, o le resulte más fácil usar Fuenterrabía
que Hondarribia. Pero difícilmente encontraremos una opción
diferente, un exónimo, para Sant Feliu de Llobregat, porque no
solo siempre se ha dicho así, sino porque nadie relaciona Feliu
con Félix ni Llobregat con lóbrego.
La duplicidad
de nombre oficial y nombre usual no es exclusiva de España. En la relación que
la ONU periódicamente distribuye con el nombre de países que la integran,
estos países aparecen con su endónimo propio seguido del exónimo con que se los
nombra en las seis lenguas oficiales del organismo. Y lo mismo hace la Unión
Europea en su Libro de estilo interinstitucional, en el que
aparecen todos los países de la Unión con su denominación usual y oficial en la lengua
original, y la usual y oficial en el resto de las lenguas. Y ahí podemos enterarnos de que Česko
es Chequia, de que Hrvatska es Croacia
o de que Deutsland es Alemania.
Por eso tampoco
entiendo, le digo a Zalabardo, que, frente a los defensores del exónimo, surja
también quienes pretendan que solamente se utilicen los endónimos, es decir,
los topónimos en su lengua original. Eso nos obligaría a decir Bordeaux
en lugar de Burdeos, Beijing en lugar de Pekín,
London en lugar de Londres, New York
en lugar de Nueva York… Si esta tendencia se impusiera, ¿cómo
diremos que el baloncestista Arvydas Sabonis nació en Lietuva
si siempre hemos dicho Lituania?; O que el novelista Günter
Grass nació en Gdansk si en las solapas de sus libros lo
leemos natural de Danzig?; ¿o que deberíamos llamar El trato de Al-Yazair
a lo que Cervantes publicó como El trato de Argel?
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