Ana Oramas |
En medio de
tanta verborrea, hemos olvidado qué sea la educación, la ética y la decencia; los
debates parlamentarios, por desgracia, discurren como esos programas de la
telebasura en los que todos gritan y nadie suelta una sola palabra que tenga
sentido. A Zalabardo y a mí nos conmovió el miércoles pasado ver cómo a una
diputada canaria, siento no saber su nombre, se le quebró la voz y el llanto no
le permitió pronunciar con serenidad un discurso en el que denunciaba el olvido
por parte de los diputados de la tragedia y los muertos para entregarse a una
rastrera carrera de insultos personales y búsqueda de réditos políticos antes
que soluciones para la pandemia. Su intervención nos pareció el único momento sensato
de la sesión
En tal estado,
no viene mal encontrar algo de alivio en lecturas como El infinito en un
junco, interesante ensayo de Irene Vallejo sobre la vida del
libro, el paso de la oralidad a la escritura, el lenguaje y las palabras, en
fin. Hay un breve capítulo, casi todos lo son, dedicado a las que ella llama
palabras díscolas. Habla de Arquíloco, poeta-soldado que
vivió en el siglo VII a.C. (¿se inició en él, por casualidad, el largo debate
sobre las armas y las letras?) autor de poemas antibelicistas, aparte de otras
cosas, en un tiempo y una tierra en los hombres eran educados para la guerra.
Irene
Vallejo nos dice que, con él, “por primera vez la escritura se alía con las
palabras díscolas, irreverentes, que chocan contra los valores de la época”,
que “usó un lenguaje franco, sin tapujos, hasta rozar la brutalidad”. Tal vez
contra él pudo emplearse uno de los insultos mayores que se podía lanzar en su
tiempo contra alguien: arrojaescudos, que señalaba a quien, en la
batalla, abandonaba su escudo y huía para salvar la vida si la situación era
desesperada.
En el año 1994,
Cecilio Garriga, profesor de la Universidad Rovira i Virgili, de
Tarragona, publicó en la Revista de Lexicografía un ensayo
titulado Las marcas de uso: el despectivo en el DRAE, donde recoge,
tras un detallado estudio, más de trescientas palabras que el diccionario
académico marca como despectivas, ya que la marca insulto no aparece
en él. Y es que el insulto no está tanto en la palabra como en el tono e
intención con que se pronuncia. Y leo otro ensayo, este de Dolores
Soler-Espiauba, que se titula El habla de los políticos. Del
eufemismo al insulto pasando por el (buen o mal) talante. De esto último
trata.
Ambos estudios
recogen multitud de palabras (y a veces, expresiones) que pasan a sentirse
ofensivas, aunque en su origen no lo sean. Por ejemplo, el torero Palomo
Linares se sintió insultado porque Paco Camino lo llamara muchacho,
‘persona que se halla en su juventud’. Destripaterrones,
‘jornalero que cava la tierra’, se convierte en insulto si se lo decimos a
quien consideramos ‘falto de conocimientos o aptitudes’. Y hace unos días
pudimos oír a un vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias llamar en tono de desprecio marquesa (como si eso fuera malo) a la portavoz del PP.
Quiero decir,
le aclaro a Zalabardo, que la naturaleza de estas palabras que podríamos
considerar díscolas es muy variada. Utilizamos un despectivo para
señalar a quien no cumple de modo debido, carece de habilidad en sus funciones
o se distingue por una cualidad negativa. Así, es politicastro el
político que actúa con fines rastreros; leguleyo, picapleitos
o tinterillo, el abogado desconocedor de su oficio, falto de
ética o más hablador que efectivo; buchipluma y cantamañanas,
quien solo promete y nunca cumple; el militar con inclinaciones a interferir en
el quehacer político es un espadón; la persona cuya religiosidad
no pasa de los gestos y de dejarse ver por las iglesias es un beato,
meapilas, rapavelas o tragahostias; jesuítica
o frailuna llamamos a la conducta hipócrita y disimulada; un mal
periodista es un gacetillero, plumilla o juntaletras;
cagatintas o chupatintas es el funcionario incapaz de
realizar un trabajo que no sea rutinario; quien, careciendo de méritos, adopta
actitudes de maestro y presume falsamente de conocer un tema se convierte en dómine;
el escritor al que se le niega calidad es un escritorzuelo o un plumífero;
y, para no cansar más, marisabidilla o bachillera
es la mujer que presume de conocimientos que no tiene.
Se olvida con frecuencia que todo requiere clase y elegancia. Luis Landero escribió que los mensajes de nuestros políticos son muy pobres y están logrando el abaratamiento del lenguaje. Y creo que tiene razón, porque no es ya que nuestros representantes públicos hablen mal —¡qué aburrimiento la oratoria de Adriana Lastra, portavoz del PSOE en el Congreso!—, sino porque hasta para insultar les falta categoría. Al expresidente Zapatero se lo acusó (tendría que buscar ahora quién lo hizo) de mandato ilegítimo comparándolo con Pavía entrando a caballo en el Congreso o Tejero pistola en mano. Felipe González aludió una vez a la larga lengua del insulto y las patas cortas de la mentira. Y, cuando oyó que la llamaban marquesa, Álvarez de Toledo se revolvió furiosa llamando a Iglesias hijo de terrorista, como si una cosa tuviera algo que ver con otra. El mismo Iglesias entró en política calificando a todos los que ella se dedicaban de casta despreciable y solo ha necesitado entrar en ese "club de los selectos" para olvidar el término. Al presidente Sánchez lo han llamado, con desvergonzada falta de ética, asesino y enterrador como si la culpa de la covid-19 fuera suya.
Y es que
nuestros políticos de hoy tienen una lengua muy larga para un catálogo escaso
de insultos: traidor, irresponsable, bolivariano,
corrupto, ilegítimo, okupa y poco
más. Lo peor es que mientras los van soltando como quien pasa las cuentas de un
rosario, son incapaces de hilar un discurso atrayente. Por eso nos
conmovieron tanto las lágrimas de la diputada canaria: “Mientras aquí se insultan, se odian,
se enervan las pasiones, ahí fuera hay gente en las UCIs que están debatiéndose
entre la vida y la muerte”, es lo poco que dijo antes de echarse a llorar. Me
recuerda Zalabardo que su nombre es Ana
Oramas.
Y pensamos que sí, que sobran palabras díscolas y faltan argumentos coherentes.
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