El triste suceso de la violenta muerte de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis ha desatado una ola de airadas protestas en amplias zonas del mundo. Protestas justificadas e indignación ante unas muestras de racismo que parecen no tener fin. Pero hasta la más airada de las quejas, para que tenga efecto, debería mostrarse de modo que ni el enfado ni el dolor nos ciegue. Creo que es el método para no perder la razón frente al violento y al racista.
Zalabardo, persona
prudente como pocas —¡cuántas veces ha refrenado mis ímpetus!—, me recuerda dos
episodios literarios muy alejados en el tiempo. En el antiquísimo poema sumerio
Gilgamesh, más viejo que el más viejo libro del Antiguo
Testamento, el protagonista, que se considera culpable de la muerte de
su amigo Enkidu, quejándose amargamente, se arrancaba mechones del
cabello y rasgaba sus vestiduras como si estuvieran malditas. Es el empleo
más remoto conocido de rasgarse las vestiduras, ‘manifestar
intenso dolor por una desgracia muy sentida’; hoy, en cambio, entendemos la
expresión como ‘escandalizarse, y aun de forma hipócrita, por algo’. Entre uno
y otro significado, le sugiero a Zalabardo que sería interesante averiguar por
qué camino romperse la camisa ha llegado, en la cultura gitana, a
expresar alegría en los rituales de bodas. Pero contesta mi amigo que mejor
dejar eso para otro apunte.
El otro
episodio que me recuerda es el del final de la novelita de Joseph Conrad
El corazón de las tinieblas, dura crítica de la explotación y la
colonización en África. Marlow ha sido enviado a buscar a Kurtz,
de quien se cuentan terribles historias. Tras un accidentado viaje, lo
encuentra; en el regreso, un Kurtz enfermo y desequilibrado dice antes
de morir: ¡El horror!, ¡el horror! Marlow regresa a
Inglaterra y entrega su informe. La prometida de Kurtz, con quien
también se entrevista, desea saber qué fue lo último que dijo. Marlow
duda, pero acaba inventando una mentira piadosa que consuele a aquella inocente
muchacha y afirma que la última palabra salida de su boca fue su nombre. Es
decir, falsea la verdadera historia.
En un artículo
sobre la muerte de George Floyd leo que el movimiento contra el racismo
y la violencia policial ha abierto un nuevo frente: el de la memoria
histórica en Estados Unidos. Y le comento a mi amigo Zalabardo que,
desde que se acuñó, no me gusta la expresión memoria histórica,
por ambigua y porque se presta a la posibilidad de modificar los hechos. Del
mismo modo que Marlow oculta a una jovencita enamorada la verdad de
la atrocidad del sistema colonial, la memoria histórica mueve a
algunos, incluso sin que les guíe mala intención, a disimular, cuando no
falsear, los hechos reales. Igual que, sin que sepamos explicar bien cómo, rasgarse
las vestiduras evoluciona desde manifestar dolor a mostrar hipocresía.
Si nos situamos ante la historia, le digo a mi amigo, la obligación que tenemos es la de recordarla en todos sus puntos, nunca la de disimularla ni falsearla. Pero, por desgracia, la memoria histórica, que nació como esperanza de reparación de muchas cosas que se hicieron mal, acaba convirtiéndose, en ocasiones, en sentimiento de revancha.
Quienes, como
reacción violenta por la muerte de Floyd, se dejan arrastrar por la
fiebre demoledora de estatuas y monumentos que recuerdan pasadas épocas en que
el colonialismo y el racismo se veían como hechos normales, olvidan que, aunque
no participemos de las ideas y comportamientos de nuestros antepasados, no tenemos
que considerarnos cómplices de sus pecados, porque los tiempos cambian y las
ideas evolucionan.
La Revolución
francesa es universalmente considerada como inicio de la edad
contemporánea y de la democracia. Por eso el 14 de julio, fecha de la toma de
la Bastilla, es la fiesta nacional de Francia. El 4 de julio, Declaración de la
independencia de los Estados Unidos, es la fiesta de ese país. Y el 12 de
octubre, fecha del descubrimiento de América, es la fiesta nacional de España. Aun
así, una de las etapas de la Revolución francesa es la conocida como el Terror,
que costó la vida a cerca de 40000 franceses por el fanatismo revolucionario; la
Declaración de Independencia de los Estados Unidos, a pesar de recoger que los
hombres son creados iguales y que son dotados por su Creador de ciertos
derechos inalienables, entre los que están la vida, la libertad y la búsqueda
de la felicidad, no pudo evitar que los conflictos raciales sigan presentes en
el país; y durante la colonización, Cortés exterminó casi por completo
la cultura azteca y Pizarro la inca, porque, conocidas son las denuncias
de Fray Bartolomé de las Casas, el objetivo de aquel proceso miraba más a
la explotación que a la cristianización. Y no creo que nada de ello deba
hacernos condenar la Revolución francesa, la Declaración de independencia ni el
descubrimiento de América.
Olvidar la
historia, le digo a Zalabardo, es un error poco justificable; pero ocultarla o
falsearla reescribiéndola de modo distinto a como transcurrió puede ser
fanatismo e hipocresía. La historia hay que recordarla y conocerla bien para
evitar los errores que en el pasado pudieron cometerse.
Por eso, cuando veo que una plataforma televisiva, HBO, retira de su programación Lo que el viento se llevó, o que algunos, en España, piden la demolición del Valle de los Caídos, o que en Estados Unidos derriban estatuas de Colón, estoy tentado de rasgarme las vestiduras. En el sentido sumerio, aunque me llamen antiguo. ¿Acaso no conservamos Auschwitz para no olvidar el horror nazi? No destruyamos símbolos de aquello que no nos gusta. No digamos que Kurtz dijo unas palabras que no dijo. Conservemos cuanto nos pueda ayudar a comprender los horrores del pasado, a nosotros y a las generaciones venideras, de modo que sirvan de antídoto contra errores presentes o futuros. No tiene sentido pedir ahora la defenestración de los Reyes Católicos; a lo sumo, pidamos que quienes los adoran y santifican sepan bien lo que fueron, alaben lo bueno que pudieran haber hecho y reflexionen sobre lo malo, que de todo hubo. Eran otros los tiempos y otras las circunstancias.
Si para
condenar el racismo tengo que repudiar Lo que el viento se llevó,
ignoro qué sea en verdad la memoria histórica. Demoler edificios,
decapitar estatuas, censurar libros o películas o falsear la historia, no hace a
la gente menos racista. Sí la hace más ignorante. ¿Se puede juzgar el pasado
aplicando criterios actuales sin someterlos a ningún filtro? Bien está gritar
nuestra indignación por la muerte de Floyd, pero, al hacerlo, no
olvidemos qué concepto tenemos de los gitanos, de los moros, de los rumanos, de
los negros, de los chinos que viven en nuestro país. Hace poco apareció en la
prensa un artículo titulado ¿De qué color es el color carne? La
respuesta que demos a esa pregunta puede indicar hasta qué grado somos o no
racistas.
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