Elena Álvarez Mellado, lingüística computacional, ha creado una herramienta llamada Observatorio Lázaro, nombre con el que pretende homenajear al ilustre filólogo Fernando Lázaro Carreter, y su objetivo es rastrear el empleo de anglicismos en la prensa española. Su campo de estudio lo forman ocho medios de comunicación de primera línea. Según ella declara no la guía ningún propósito de afear, señalar o criticar ese uso, sino solo observar, describir y analizar.
Zalabardo me pide que le explique,
antes de continuar, qué es eso de lingüística computacional. Como tampoco yo
entiendo mucho del asunto, ya que la aparición de estas avanzadas tecnologías
nos cogió a los dos con una edad y en unas circunstancias en las que hasta el
simple lenguaje de programación basic, nos parecía un trabalenguas
insalvable, recurro a palabras de Ana Torrijos: es un campo
interdisciplinar que se ocupa del desarrollo de formulismos que describan el
funcionamiento del lenguaje natural de modo que puedan ser transformados en
programas ejecutables por un ordenador. Porque, avisa Torrijos, cuando
pensamos en IA (Inteligencia Artificial) y Big Data
(consideración de datos con mayor variedad, que se presentan en volúmenes
crecientes y a una velocidad superior), imaginamos que en este campo trabajan
ingenieros, matemáticos, científicos, informáticos y programadores, pero poca
gente piensa que, a su lado, también hay bastantes lingüistas.
Lo que importa, le digo a mi amigo,
es que la herramienta creada por Álvarez Mellado analiza cada día miles
de textos periodísticos españoles y localiza en ellos los anglicismos utilizados.
En la reseña que de este trabajo hace Álex Grijelmo, dice que en la
prensa española (en esos 8 medios que se toman como referencia) aparecen 400
anglicismos diarios, número que baja a 200 si se excluyen las repeticiones; de
ellos, hay una media de 20 no han sido detectados en el análisis anterior. O
sea, que nos entran 20 anglicismos por día.
¿Es esto motivo para preocuparse? Sí y no; no, porque durante toda su existencia nuestra lengua ha permitido la entrada de neologismos de las más variadas lenguas. Hasta de las lenguas esquimales tenemos préstamos, como muestran las palabras kayak o anorak. El problema no está en el préstamo ni en su origen —¿cuántos tenemos de procedencia árabe?—. Sí, porque son muchos y, aunque el problema no radica en el número, pudiera preocupar el criterio, o la falta de él, con que se les da entrada.
Ya en el siglo XVIII Feijoo
llamó la atención sobre este asunto y reprendía a los puristas que se oponían a
la adopción de nuevas palabras. Contra ellos gritaba: ¡Pureza! Antes se
deberá llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad. Todos los filólogos
serios han sido de esta misma opinión. Lo que se censura es el uso
indiscriminado y carente de criterio, la adopción de palabras por simple
mimetismo, sin prestar atención a si poseemos o no término equivalente o si es
palabra de adaptación fácil a nuestra lengua.
Álex Grijelmo, en su libro Defensa
apasionada del idioma español, después de una extensa exposición sobre
los numerosos préstamos que nuestra lengua ha ido aceptando a lo largo de los
años, se extraña solo de cómo parece que al inglés se le ha concedido una
especie de salvoconducto para imponer palabras difíciles de adaptar a nuestra
fonética y prosodia. Y dice: Pero el idioma sabe defenderse solo. Únicamente
necesita tiempo y que lo dejen tranquilo. La mayoría de los anglicismos que
recogía Ralph Penny en su Gramática histórica del español
han ido claudicando ante palabras equivalentes del español. Entonces, ¿a qué
tanta veneración? Sucede algo parecido a cuando, en la España de posguerra,
se impuso aquella costumbre navideña de Siente a un pobre en su mesa.
Hoy parece que se nos dice machaconamente Ponga un anglicismo en su vida.
Y así, no hay quien se compre un televisor, porque lo que hay que
adquirir es un smart tv, y no buscamos comprar o viajar por un precio
barato, sino que sea low cost.
Lo que un observador externo halla reflejado en los informes del Observatorio Lázaro, es esa veneración injustificada que denuncia Grijelmo hacia el inglés, el uso indiscriminado de palabras que pudiéramos considerar absolutamente innecesarias. Le pido a Zalabardo que echemos un vistazo a esos términos que inundan el mundo de la comunicación en nuestro país. Entonces encontramos que las redes sociales están llenas de influencers en lugar de influyentes; que muchos establecimientos anuncian take away en lugar de comida lista para llevar; que se nos alaba el buen trabajo de tal anchorman, o anchorwoman al señalar a un presentador o presentadora; que un pedido no nos lo llevará un repartidor, sino un rider; que las televisiones sitúan sus productos estrella en prime time, no en horario preferente o permiten ver una película en streaming en lugar de en emisión permanente (¡ay, como me acuerdo de aquellas sesiones continuas de los cines de antes!); que ya no se nos destripa el contenido de un libro, película o cualquier otra historia, sino que se nos hace un spoiler; que las publicaciones digitales son newsletters; que no tenemos una reunión tras el trabajo, sino que hacemos un afterwork; que no hay de éxito de ventas, sino block buster; que apenas nada es convencional o mayoritario, pues queda mejor que sea mainstream…
Aquí viene bien, le digo a
Zalabardo, la reflexión de Grijelmo: habrá que dar tiempo y dejar
tranquilo al idioma, que él se sabe defender bien solo. No lo atosiguemos poniéndonos
intransigentes. Pero, al mismo tiempo, sigo diciéndole a mi amigo, podríamos
aconsejar a esos veneradores del inglés, que pongan mayor cuidado con la lengua
propia y no confundan siniestralidad con siniestro,
analítica con análisis, problemática
con problema o que no nos digan que en una determinada tarea han
intervenido tres efectivos, ignorando que la palabra designa al
conjunto de quienes integran una unidad militar o una plantilla de un
determinado cuerpo, pero nunca a cada uno de sus miembros. Ese desconocimiento es
más preocupante que el uso de un anglicismo de moda.
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