Quien no conozca ese hilarante diálogo de Bud Abbott y Lou Costello debería buscarlo en Internet y pasar un rato verdaderamente divertido. Y si, por ser jóvenes, no saben quiénes fueron Abbott y Costello o de qué diálogo hablo, pueden pensar en la película Rain Man, en la que el personaje autista encarnado por Dustin Hoffman lo repite en algunas escenas. Zalabardo y yo disfrutamos cada vez que lo ponemos.
Mi propuesta sería un ejercicio de
desintoxicación frente a frases que, bien a nuestro pesar, nos toca soportar de
vez en cuando: esa manida, fallida y lamentable nueva normalidad
del presidente Sánchez, la inefable afirmación de Rajoy cuando
dijo que las decisiones importantes se toman en el momento de tomarlas,
la perla que nos soltó Carmen Calvo sobre que el dinero público no
es de nadie. Aunque ninguna alcance la grandeza de la inolvidable
definición de España como unidad de destino en lo universal que,
aún a mis años trato de entender. Como quien trata de enterarse del nombre de ‘Quién’
está en la primera base.
Ahora nos arrojan a las narices la
octava reforma educativa en cuarenta años. Se llama, creo que se nos van
acabando los nombres para las próximas leyes de reforma, LOMLOE
(o sea, Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación).
Me acuerdo del absurdo diálogo de Abbott y Costello: “¿Qué
modifica esta Ley orgánica? La Ley orgánica” y me lo tomo a risa por no llorar,
pues lo cierto es que me exasperan estas ocho reformas, todas fallidas, porque
ninguna nació amparada por el consenso de que la educación no es cuestión de
rencillas partidistas, sino acompañadas de la amenaza de la oposición: Será
derogada en cuanto gobernemos nosotros. Y, para nuestro mal y desgracia
del sistema educativo, la amenaza siempre se ha cumplido.
Es desesperante, confieso a Zalabardo, que hayamos de sufrir a unos políticos, y aquí no se salva ninguno, incapaces de comprender que un sistema educativo ha de estar desligado de las intrigas y ambiciones de cada partido. ¿No hay quien tenga el nivel de inteligencia preciso, que no es tanto, para ver que solo un gran pacto nacional, libre de fanatismos, pondrá fin a esta cuesta por la que nuestra educación se desliza dejando tras de sí generaciones cada vez peor formadas y una sociedad cada día más ignorante?
Sin caer en el corporativismo,
quiero salvar de esta debacle al profesorado (necesitado también de reformas) porque
ellos, junto a los alumnos, son los primeros en sufrir tanta sinrazón. Esta ley
de ahora amenaza con que removerá de sus puestos a los profesores que
demuestren falta de condiciones para ocuparlos y engaña a los alumnos
con el señuelo de que se podrá obtener el título aun sin aprobar.
Seamos serios. ¿No han pasado esos profesores por unos años de aprendizaje y
formación universitaria y no han superado un proceso de selección, una
oposición regulada por la Administración que ahora dice que hay muchos que no
valen? ¿Quién anima a trabajar a unos alumnos a los que se empieza diciendo que
aun sin aprobar se puede alcanzar el título? ¿No sería mejor remover de sus
puestos a los gobiernos, ministros y políticos incapaces de poner en marcha un
sistema educativo eficaz?
Siempre he dicho a Zalabardo que
nuestro sistema educativo necesita una reforma a fondo, como también la
necesita el profesorado en su formación; pero nunca de la manera tan zafia como
se viene haciendo una vez tras otra. Defiendo la enseñanza pública, lo que no
significa atacar a la concertada, aunque a esta hay que prohibirle prácticas
que ahora se le consienten e impedir que, por estar sostenida con dinero
público, convierta un derecho inalienable de las personas en negocio; creo en
una educación igualitaria que no segregue por sexos ni por extracción social;
creo que hay que estudiar la razón que provoca el alto índice de repetidores en
nuestro sistema y poner los medios para rebajarlo, pero no me parece solución
conceder los títulos aun careciendo de los conocimientos y formación precisos;
creo que a las personas que presentan una discapacidad cualquiera hay que
atenderlas del modo más adecuado a su situación y necesidades, integrarlas lo
más que se pueda en el sistema regular, pero sin olvidar la educación especial;
creo que la religión, cualquier religión, es algo que pertenece al ámbito
privado de cada persona y nunca un centro educativo debiera ser lugar de
catequesis ni que la solución sea que la nota cuente o no para el expediente
(¿se puede calificar la religiosidad de alguien tal como se califican sus
conocimientos matemáticos, por ejemplo?). Podría seguir.
¿Y qué piensas de ese problema de
que el castellano, o español, que de las dos maneras se llama, sea o no lengua
vehicular?, me pregunta Zalabardo. Me veo precisado a aclararle a mi
amigo qué es eso de lengua vehicular. El Diccionario
Panhispánico del Español Jurídico dice que es la usada habitualmente
por la comunidad educativa en sus relaciones cuando existen diferentes lenguas
maternas entre sus miembros. Y el Diccionario de enseñanza y
aprendizaje de lenguas dice que es aquella empleada como medio de
instrucción en la educación formal. Suele tratarse de la variedad estándar de
la lengua oficial, como, por ejemplo, el italiano en Italia. En países
plurilingües, la lengua empleada para este fin puede variar dependiendo de la
zona: tal es el caso, por ejemplo, de España, donde se emplean, además del
castellano, el gallego, el catalán, el valenciano y el euskera. En ningún
caso se dice que una lengua vehicular excluya el conocimiento de
ninguna otra.
Según esto, digo a Zalabardo, si en España hubiésemos alcanzado un nivel de normalidad democrática, esta cuestión ni se plantearía. Bastaría conocer la Constitución. El punto 1 del artículo 3 dice que el castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Y el punto 2 añade: Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos. Es triste que esto no se entienda en el sentido que realmente tiene y sigamos manejando el conflicto lingüístico como moneda de cambio a la hora de dar o quitar un voto. Es una de las facetas del fanatismo, le pongamos el color que le pongamos. A quienes usan el idioma como arma arrojadiza y moneda de transacciones partidistas habría que decirles que la vía para solucionar los problemas no está en silenciar la vehicularidad del castellano, sino en el cumpliendo la Constitución y en el reconocimiento de la efectiva cooficialidad de las otras lenguas españolas en sus territorios. ¿Acaso olvidamos que el Tribunal Constitucional suprimió algunos aspectos de la Ley de Educación de Cataluña, pero avaló la constitucionalidad de los artículos referidos a la inmersión lingüística? Así que la patochada de ahora sobra, pues no es sino un hipócrita e indigno silencio sobre algo que no se puede silenciar para reconocer algo más que reconocido en una R.O. de 1979 y en una ley de 1983, reconocimiento avalado por el Tribunal Constitucional en 2019. Lo que hay es que cumplir las leyes que ya existen.
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