En el acto de presentación de Crónica de la lengua española 2020, la Real Academia de la Lengua manifiesta que su intención es difundir sus trabajos, explicar los problemas que afectan a la lengua y exponer los posibles criterios para enfrentarse a ellos y solucionarlos en la medida de lo posible. En resumen, confiesa su deseo de transparencia e información en su labor.
La intención es muy loable, pues no
pocos son los que consideran que la Real Academia es un refugio de
momias, un lugar en el que los elegidos, que ocupan el cargo de forma
vitalicia, acuden a rascarse la barriga, a tomar café, a contarse sus
batallitas o a entablar otras con los compañeros de sillón que no les resultan
simpáticos. En suma, que allí no se hace nada de provecho, creencia que es
falsa de toda falsedad.
Zalabardo y yo somos de los que
creemos que en la Real Academia se trabaja y que la tarea que se les
pide no es baladí. Eso de limpiar, fijar y dar esplendor no es fácil, eso de
ser vigilante de lo que el pueblo habla, no para censurar o elogiar, sino solo
para dar fe del estado en que el idioma se encuentra y reflejar el resultado de
la observación en el Diccionario y en la Gramática
es más complejo de lo que muchos creen. Hay que tener un criterio sólido para
limitarse a informar lo que la palmaria realidad muestra, huyendo de imponer lo
que pudiera ser una opinión particular.
El trabajo de los académicos es, o
debiera ser, abnegado y callado. Y lento, pues la lengua nunca ha mostrado
prisas en su evolución. Cualquier cambio, cualquier modificación se ha ido
gestando de modo pausado hasta asentarse y crear el poso suficiente para
mantenerse. Observar este proceso, analizar los diferentes estadios y dar
cuenta de todo ello es la misión de los académicos.
Pero vivimos en una sociedad de prisas, donde se prefiere la inmediatez al análisis sereno —me parece una estupidez la actitud del jefe prepotente que lanza a su subordinado un ¡lo quiero para ayer!— y la RAE parece haberse contagiado o haber cedido a las presiones de quienes la acusan de inoperancia. Y, para que no acusen de vagos a sus miembros, se lanza a su peculiar ejercicio de visibilización, palabra muy de estas modas y prisas.
Creo percibir lo que digo en el DLE,
el diccionario canónico de nuestra lengua. Todo diccionario exige revisiones,
porque, como digo, la lengua pasa por una serie de estadios sucesivos que se
van imponiendo unos sobre otros de forma natural. Pero noto que los intervalos
de revisión son cada vez más cortos y no se concede el tiempo necesario para que
un término se asiente o no. Y la Academia, imitando a los medios que dan
cuenta de ello, lanza periódicamente al aire el número de adiciones,
modificaciones, aclaraciones, etc. que tienen lugar: ¡2557 nuevas
palabras en el Diccionario de la Real Academia! Se diría que se
comportan como esos usuarios de las redes que presumen no tanto de la calidad
de lo que suben a sus cuentas sino de la cantidad de seguidores y amigos que
tienen.
Y no debiera ser así. La lengua pide
calma, sosiego. Los hablantes deberíamos ser menos impulsivos y más rigurosos. Y
la Academia no debería precipitarse ante la avalancha de peticiones
sobre por qué no entra esta palabra o se quita aquella otra, por qué no se
cambia una acepción y se pone otra y cosas así. No se trata de llegar al millón
de palabras que nos dé el premio, sino de tener las justas para una
comunicación fluida y eficaz.
De esto hablamos Zalabardo y yo al
mirar la lista de adiciones, rectificaciones o aclaraciones que aparecerán en
la próxima versión. Porque encontramos cosas curiosas. ¿Erróneas? No,
simplemente que demuestran esas prisas o esa presión del entorno. La gente
debería entender que para que una palabra sea válida no tiene por qué aparecer
en ningún listado; basta con que haya quien la utilice y nos entendamos con
ella. Su empleo se generalizará o no, pero ahí está. Y ya digo que la lista
actual no es que me parezca errónea, sino que no pasaría nada si algunas no
estuvieran.
Uno de los temas que me plantea
Zalabardo es la rapidez con que se da entrada a todo el vocabulario referido a
la lamentable epidemia que sufrimos. Entre ellas, vemos cuarentenear,
‘pasar la cuarentena’. La palabra se ajusta fielmente al modo en que nuestra
lengua puede generar nuevas palabras; por tanto, es legítimo su uso. Pero, si
le damos entrada en el Diccionario, ¿no sería justo dársela
también a gripear, ‘pasar la gripe’ o jaquequear,
‘estar padeciendo jaqueca’ o tantas más parecidas? En este caso concreto,
sorprende el rápido ingreso de covid y que solo ahora aparezca ébola,
palabra de más larga historia.
Otro caso: se añade a galdosiano —será por eso del centenario— y berlanguiano; ¿por qué no aparecen machadiano, lorquiano, juanrramoniano, valleinclanesco y todas las que hacen referencia al estilo o seguimiento de un autor? Y si se puede hablar de precipitación al dar entrada a algunas palabras, ¿por qué esa tardanza en recoger chupasangre o pegapases, que ya tienen sus añitos? Lo mismo sucede con términos arquitectónicos como naos, escena, orquesta y algún otro que hasta ahora no aparecían recogidos del modo debido.
Podría continuar porque hay más.
Pero no quiero callar lo que más ha sorprendido a Zalabardo, tal vez porque los
dos somos de pueblo y, además, de un pueblo que en gran medida vive del cultivo
de la aceituna y el cereal. Me pregunta mi amigo cómo hasta ahora el DLE
no se había enterado de que no todas las aceitunas son iguales, sino que hay
variedades: hojiblanca, verdial, cornicabra,
arbequina, picual… Que les pregunten, si no, a
nuestros amigos Curro Garrido o Antonio Delgado, que de esto
saben un rato, si esas aceitunas existían o no antes de que el DLE
recogiera sus nombres.
En fin, bienvenidas sean las
adiciones, rectificaciones y supresiones; pero que no se olvide que nunca las
prisas fueron buenas y nunca ha sido mal consejo eso de que, para andar bien,
es importante dar los pasos de uno en uno.
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