Bajábamos de pasear por el monte y, a medio camino, hicimos una parada para comprar un poco de vino moscatel en la Venta El Mijeño. Mientras nos lo preparaban, nos extrañó ver un raro artilugio de hierro que colgaba del techo. Una especie de corona con dos horcones cruzados. Del centro pendía una cadena acabada en un gancho de cuatro puntas; y, de la parte circular, otras cinco cadenas, más cortas, también terminadas en ganchos, aunque menores y de solo tres puntas.
Preguntamos al ventero por él. Aunque
desconocía su nombre, nos dijo que, según le habían contado, se utilizaba
antiguamente para sacar de los pozos los cubos que caían al fondo por haberse
roto la cuerda. Zalabardo y yo recordábamos haber visto alguno en el pueblo,
pero no de tanto artificio como este; en mi casa había uno que era un gancho
simple; lo llamábamos, si mal no recuerdo, rastra.
Lo que son las cosas. Al llegar a
casa, envié la foto a amigos del pueblo. Les avisaba que no era ninguna
adivinanza, sino que les preguntaba simplemente si conocían aquello. Las
respuestas casi me abochornaron, de sólidas y firmes que eran. “Claro que sí;
eso se usaba para rescatar los cubos caídos a los pozos y creo que se llama copa”,
fue una respuesta; “Eso es una copa y en mi casa teníamos una igual
que mi madre acabó regalando”, era otra y, por fin, otra que me dio la
puntilla: “Todo el mundo sabe que eso es una copa”.
Al parecer, Zalabardo y yo no
formamos parte de todo el mundo, pues no recordábamos ese nombre, copa,
ni haber visto una de esas características; sí otras más sencillas. Hemos
buscado después en diccionarios diversos, sin éxito. No lo recoge el DLE
ni el María Moliner. Tampoco el Vocabulario andaluz,
de Alcalá Venceslada, ni en Vocabulario popular andaluz,
de mi amigo Álvarez Curiel, ni en el clásico Vocabulario popular
malagueño, de Juan Cepas, ni en el Palabrario andaluz,
de David Hidalgo… En ninguno, copa aparece con ese
significado. Encontramos rastra, que sí conocía, gancho,
que es muy genérico, y garabato, que creo que se usa más en otras
funciones. Pero nada de copa, lo que me hace pensar, le digo a
Zalabardo, que sea muy específica de mi pueblo, Osuna, o de su entorno.
La copa me ha hecho pensar en el pozo, más estricto en su significado que aljibe (¡cuántos recuerdos me trae el de mi instituto!) y algunos términos relacionados con él y que también van quedando en desuso: el brocal o pretil, antepecho de mampostería, de hierro, bronce o, incluso, mármol para evitar. La garrucha por la que se desliza la cuerda que sujeta al cubo; creo que en mi pueblo nunca se ha dicho roldana y motón es término más bien marinero. El arco sobre el brocal que sostiene a la garrucha creo que se llama horcón o machón, pero esto no puedo asegurarlo.
Hablando de pozos,
Zalabardo me pregunta si recuerdo los pozos medianeros. ¡Cómo no
recordarlos! Nunca hubo ninguno en mi casa, pero sí conocí el de la casa de mis
abuelos. Los pozos tenían un valor importante en tiempos en los
que no existía agua corriente en las viviendas y el pozo medianero,
aparte de su carácter solidario por compartir su caudal entre dos casas
colindantes —una tapia lo dividía en dos— tenía una función social grande, pues
los vecinos se comunicaban a través de ese hueco. También podía resultar
indiscreto, ya que por aquel vano uno podía enterarse de cuanto pasaba en la
casa vecina, aunque sus moradores no quisieran.
Y el pozo, le digo a
Zalabardo, hace que me remonte a García Lorca. Se dice que uno de sus
últimos escritos, La casa de Bernarda Alba, está inspirado en la
historia real de Frasquita Alba, de la que Lorca se enteró a
través del pozo medianero que había entre la casa de esta Frasquita
y la de su tía Matilde, en la que el poeta pasaba largas temporadas,
especialmente en verano. Aquel pozo medianero sirvió para que
escaparan todos los secretos que, quizá, Frasquita Alba hubiera deseado
mantener ocultos.
¿Y qué tiene que ver cuanto llevamos hablado con eso del nombre bello que se convierte en despreciado?, me pregunta Zalabardo. Le cuento entonces que la toponimia nos revela esas curiosas historias sobre el nombre de los lugares. La tía de Lorca, y su vecina Frasquita Alba, vivían en Asquerosa, a apenas 5 kilómetros de Fuente Vaqueros, pueblo de nacimiento del poeta, y sus habitantes estaban mohínos con el nombre, que generaba para ellos el gentilicio de asquerosos. Tanto es así que hacia 1940 decidieron cambiarle el nombre por el de Valderrubio. ¿Por capricho?, No, por una cuestión muy simple, la de que el pueblo vivía fundamentalmente del cultivo del tabaco rubio y, por tanto, el nombre equivalía a ‘valle del tabaco rubio’.
Es posible que los valderrubienses
desconocieran el origen del nombre viejo, o, aun sabiéndolo, prefirieran
sacrificar el bello nombre por otro que no los hiciera sentirse tan incómodos.
¿Pero puede ser bello un nombre como Asquerosa?, me pregunta Zalabardo.
Y le respondo que Asquerosa no, sino el que debería haber sido en
condiciones normales. No es muy seguro, pero parece que el nombre primitivo del
pueblo procedía del latín Aqua rosae, ‘agua de rosa’, que debió
derivar hacia Acuarosa o algo parecido; pero, cosas del destino, y
de nuestra fonética andaluza, apareció ese antipático Asquerosa
indeseado. Y eso no hay, al parecer, quien lo soporte.
[Imágenes: una copa; patio y pozo de la antigua Universidad de Osuna; patio de la casa de Valderrubio con su pozo medianero]
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