Tras unos meses de soportar la ineptitud, o falta de voluntad, o ambas cosas a la vez, de nuestros políticos para hacer frente común a la pandemia que aún no logramos contener, asunto que no es político, sino sanitario, y que afecta a toda la ciudadanía —al parecer ya no somos ciudadanos ni ciudadanas, ahora nos corresponde ser ciudadanía—, llegamos a un periodo en el que los partidos se ponen a lo que, en teoría, sería su función básica: gobernar unos y controlar a los que gobiernan, otros.
Pero tampoco en esto de la
gobernanza —otra palabra apreciada por quienes atienden más a lo que dicen que a
lo que hacen— hay visos de que las cosas marchen por los cauces deseables. A
Zalabardo y a mí no nos escandaliza que haya disparidad de opiniones respecto a
cualquier cuestión. La discrepancia es natural y conveniente, una especie de
prueba del algodón de la libertad. Lo que nos escandaliza es el modo en que se
manifiesta esa disparidad y las consecuencias que ello tiene para el pueblo
llano.
Hablamos de esto porque, recientemente,
hemos asistido a sesiones parlamentarias que deberían sonrojarnos. Primero,
porque el debate ha sido sustituido, sin el menor atisbo de disimulo, por el
insulto; y, segundo, porque cuesta entender determinados comportamientos políticos. Todo ello a raíz de la aprobación de los presupuestos, lo que debería
ser motivo de tranquilidad para el país y de la tramitación de dos leyes, una
ya votada sobre el sistema educativo y otra, en periodo de discusiones, sobre
la eutanasia.
En los tres procesos ha sido duro el enfrentamiento. Y eso que hablamos, al menos en las dos leyes citadas, de cuestiones que tocan muy de cerca a los derechos de las personas, derechos que estarán siempre por encima de cualquier ley o derecho dictados por un grupo social concreto o por un Estado, sea este del signo que sea. El derecho a la educación y el derecho a una vida, y una muerte, dignas caen de lleno entre los derechos humanos. Pese a ello, en la situación presente, como en otras anteriores en las que los gobernantes eran de otro signo, los partidos han respondido exactamente igual: no con argumentos, sino con la amenaza de que esas leyes serán derogadas el día que ellos lleguen al poder.
Zalabardo me pregunta si no
estaremos siendo víctimas de un dilema semejante al terrible que hubo de
afrontar Antígona: cumplir el ineludible deber de honrar al
hermano muerto y darle sepultura o respetar un decreto redactado por una
bandería con el fin de escarmentar al disidente. Con todas las salvedades que
queramos hacer, me gusta la manera en que mi amigo me plantea el problema que
sufrimos; porque estoy convencido de que es algo que realmente todos padecemos.
Ninguno de los dos somos expertos en
Derecho, ni en Moral ni en Ética. Pero recordamos lo que decía Montesquieu
sobre las leyes: que son herramientas políticas necesarias para generar mayor
prosperidad individual y social. Desde esta perspectiva, coincidimos en que la
ley, cualquier ley, debiera ser útil, justa y duradera; que pueda ser puesta en
práctica sin problemas y sin forzar ninguna conciencia; que sea adecuada a las
circunstancias en que se ha de aplicar y que su finalidad sea la de buscar un
bien. Las leyes, más que una imposición, deberían ser una garantía de la
defensa de los derechos. Una ley que defienda un derecho de todos, sin obligar
a ninguno, que proteja la libertad de que cada persona pudiese ejercer su
voluntad, no tendría que ser condenada por nadie.
Pero parece que eso es difícil. En
la reciente aprobación de los presupuestos, nos ha extrañado que un partido,
con responsabilidad de gobierno pese a su representación parlamentaria escasa, en
lugar de buscar el necesario consenso en cuestión tan importante, haya puesto
todo su interés en que vote en contra otro partido que estaba dispuesto a
apoyarlos. A la par, el partido mayoritario en el gobierno ha aceptado el feo
juego con tal de no perder apoyos.
Y, en lo de las leyes citadas, le expreso
a Zalabardo mi preocupación sobre si es admisible tan virulento choque a la
hora de hablar de principios que habría que considerar inherentes a la
condición de persona. Porque cuesta entender que, pese a que se parta de
supuestos ideológicos distintos, sea tan difícil alcanzar acuerdos en temas de tal
calado.
La Declaración de los derechos humanos dice en su artículo 2 que “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole”. Y en el artículo 5 que “Nadie será sometido a torturas, ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.
¿No es la educación lo que nos hará
ciudadanos más libres y más capaces y más preparados para conseguir una
sociedad más justa, más culta y más rica, en todos los sentidos? Luego nadie
debería manifestar recelo sobre la necesidad de construir el mejor sistema
educativo posible. Sin embargo, los recelos enturbian cualquier otro criterio. Y
sobre la eutanasia, ¿no es cruel y degradante negar a las personas, cuando
queda demostrada la incapacidad médica y social para garantizar una vida digna,
que tenga al menos la opción de una muerte digna?
Dicho lo anterior, me apunta
Zalabardo que ninguna ley sobre educación podrá evitar que quien lo desee sea
un borrico, como no evitará a nadie estudiar y practicar la religión acorde con
sus creencias; eso sí, en el lugar adecuado. Del mismo modo, ninguna ley sobre
eutanasia podrá conculcar los derechos y las creencias religiosas de quien no
quiera acogerse a ella.
Por eso nos extraña que quienes más
las atacan sean partidos que hunden sus raíces en un sistema cuyo cuerpo
legislativo lo componían, en su mayor parte, leyes restrictivas y represoras de
cualquier tipo de libertad. Porque es una incongruencia que ahora apoyen sus
demandas en la exigencia del respeto a la libertad y a los derechos quienes
fueron los primeros en negar todo derecho y toda libertad.
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