Me confiesa Zalabardo su
preocupación y hastío, consecuencia de la situación por la que atravesamos. Lo
que le provoca ese sentimiento, me dice, no es tanto la pandemia, que, al cabo es una de las grandes calamidades que cada cierto tiempo azotan a la humanidad. Lo que no
acaba de entender es que los rectores de la sociedad no salgan del absurdo
debate sobre si interesa más la economía que la salud y lo que lo enfada es la
falta de alguien con criterio claro y mano firme que nos haga comprender que
siempre será mejor una sociedad de pobres vivos que de ricos muertos. Y no
puedo menos que estar de acuerdo con él.
Por eso vemos bien iniciativas como
la del Ayuntamiento de Parauta, en la Serranía de Ronda, que han invertido el
dinero presupuestado para las fiestas navideñas en comprar un jamón y otros productos
para cada familia de la localidad. Con trabajo y voluntad, la economía se
recupera y la Navidad puede ser celebrada sin tener que recurrir a aglomeraciones
peligrosas; la salud perdida, en cambio, no hay quien la recupere.
Ayer, caminando por Gibralfaro, el
monte, no el castillo, solos, sin necesidad de mascarillas porque allí ni corríamos
riesgo de contagio ni nos convertíamos en transmisores del virus, pensábamos en
todo esto. Hacía un día fantástico y sobre nuestras cabezas brillaba un cielo
esplendoroso. Le pregunté a Zalabardo si recordaba Il cielo in una stanza,
la bella canción de Gino Paoli: “Cuando estás conmigo, la habitación no
tiene paredes sino árboles en número infinito y no existe otro techo sino el
cielo sobre nuestras cabezas”; más o menos, así dice la canción. Allí estábamos
nosotros con el cielo sobre nuestras cabezas y sin otras paredes que ese
laberinto de árboles en los que jugueteaban las ardillas.
“Esto es estar en el séptimo cielo”,
dijo mi amigo, para, a continuación, pedirme que le explicara el origen de la
expresión. No es que la palabra cielo tenga muchos significados
en nuestra lengua ni que estos sean complejos (‘esfera aparente azul que rodea
la Tierra’, ‘morada de ángeles y santos que gozan de la visión de Dios’,
‘providencia’, ‘parte superior de algo’, ‘lo que se mira y considera con
embeleso’ y poco más).
Sí es cierto que hay expresiones necesitadas de alguna explicación: clamar al cielo es ser algo manifiestamente escandaloso; escupir al cielo es hacer algo que se vuelve en contra de uno mismo; juntársele a alguien el cielo y la tierra es verse en trance peligroso; ser algo llovido del cielo significa que nos llega de manera impensada en el momento necesario; tomar el cielo con las manos es enfadarse dando clara manifestación de ello; ve el cielo abierto quien haya la coyuntura favorable que lo saca de un apuro…
Y estar en el séptimo
cielo se dice de quien se encuentra en situación o lugar extremadamente
placentero. ¿Pero qué es ese cielo, dónde se halla y cuántos otros hay? La
cultura en que nos hemos criado nos hace pensar, primero, en Dante: pero
sucede que su Paraíso está dividido en nueve círculos o cielos,
no en siete, de los que el séptimo es el de la meditación, el que acoge a
quienes se dedicaron a actividades contemplativas. Si atendemos a la tradición
judaica, nos enfrentaremos a la disputa de si son dos, tres, siete o diez los
cielos existentes, según nos aclara Robert Graves en Los mitos
hebreos. Quizá, entonces, llamo la atención de mi amigo, deberíamos
echar mano de la tradición islámica, que tan honda herencia dejó por estas
tierras, aunque muchos se resistan a aceptarlo. En el Corán, 71,
14-15, se lee: “¿No habéis visto cómo ha creado Dios siete cielos
superpuestos?” Y el séptimo de esos cielos es el paraíso del que disfrutarán
los bienaventurados.
Sin embargo, aclaro a Zalabardo, yo
me adhiero a las palabras de Sebastián de Covarrubias, el autor de
nuestro primer diccionario, en 1611, Tesoro de la lengua castellana o
española, que dice: “No me meteré en averiguar el número de los cielos,
ni sus movimientos, ni si su materia es corruptible o no; quédese [esa disputa]
para los filósofos, y principalmente para los teólogos”.
Tampoco nosotros nos dejamos llevar
por esas disquisiciones. Nos bastaba estar allí arriba, el mar ante nuestra
vista, el cielo sobre nuestras cabezas, y las ardillas retozando en los
árboles.
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