Ya hace bastante tiempo que Zalabardo y yo dejamos de interesarnos por los debates políticos previos a unas elecciones. Tenemos la impresión de que se ha perdido la conciencia de qué deba ser tal tipo de confrontación. Los debates, que nadie lo dude, son una discusión sobre un tema partiendo de opiniones diferentes, discusión que sobraría si todos pensáramos lo mismo. Pero, sentado esto, que la pluralidad de enfoques es necesaria y conveniente, la realidad nos muestra que se desprecian olímpicamente otras dos características no menos importantes: que las diferentes posturas han de ser defendidas con el apoyo de argumentos y que su finalidad es que, si los debatientes no alcanzan un punto de encuentro, quienes asisten a él sí puedan llegar a una conclusión que les valga para decidir el sentido de su voto.
Debatir exige tener una idea y saber defenderla; tener
ideas y acertar a formular su defensa con argumentos requiere saber pensar. Cabe
en este momento recordar lo que decía Baltasar Gracián en su Oráculo
manual y arte de la prudencia: Pensar bien es resultado de la
racionalidad. A los veinte años reina la voluntad, a los treinta el ingenio, a
los cuarenta el juicio.
Desgraciadamente, el pasado viernes, mi amigo y yo no
pudimos sustraernos al bochornoso espectáculo de algo que la cadena SER quiso
que fuese un debate. Y nos resultó imposible sustraernos no por el interés que
nos despertara su anuncio, sino porque creo que no hay nadie en el país que no
se haya enterado de lo que en aquel plató sucedió. Se veía venir algo que la
inconsciencia de algunos niega, que estamos volcando sobre nuestra sociedad tal
cantidad de histerismo, intolerancia y fanatismo que una conversación racional
parece imposible.
Zalabardo, que se ha quedado pensando en la cita de Gracián,
me susurra con tono doliente que quizá seamos poco maduros para hablar con
juicio, demasiado torpes para ser ingeniosos y juveniles en exceso como para
pretender que solo es válida la idea propia. O sea, que nos importa un pepino la
racionalidad que conduce a la rectitud de pensamiento.
Mi amigo echa mano de un dicho popular, todo lo
malo se pega. Y, al hilo, recuerdo una frase de la última novela de Javier
Marías, que estoy leyendo ahora: El odio es contagioso. La fe es
contagiosa… Se convierte en fanatismo a la velocidad del rayo… Se diría que
nuestros políticos se han instalado en el terreno del odio, ese que lleva a
otro refrán, al enemigo, ni agua, porque nos empeñamos en no
tener adversarios, sino enemigos y en defender una fe ciega que nos hace
valorar solo los postulados propios. Ese odio y esa fe se han convertido en
pilares del fanatismo que percibimos por todos lados.
Lo del viernes no fue sino la gota provocadora del
rebosamiento. ¿Tan desquiciados estamos, tan viles seremos que no reaccionamos con
la vehemencia necesaria ante unas amenazas de muerte dirigidas a unas personas
que, compartamos o no sus ideas, han sido elegidas democráticamente en las
urnas y cuyo único ‘delito’, si cabe usar esa palabra, es no compartir nuestras
ideas?
Se cuenta del Gran Capitán, aquel insigne militar,
haber pronunciado una frase que se ha convertido en refrán: a enemigo que
huye, puente de plata. La expresión encierra una gran carga de sensatez
incluso en situaciones de enemistad; al adversario, esa es la idea, una vez que
decide retirarse de la contienda, se le debe facilitar la salida, no ensañarse
con él ni perseguir la continuación de la contienda ya terminada.
Pero esa sensatez parece haber desaparecido. No ya solo no se procura evitar el enfrentamiento, sino que, aunque la creamos limitada a la confrontación verbal, refleja una violencia y una agresividad inconcebible entre personas e instituciones civilizadas. A quienes la practican y fomentan hay que acusarlos de la irresponsabilidad en que incurren, ya que con su actitud arrastran a las masas a una conducta semejante.
Muchos, lo sé, dirán que la desmesura de Monasterio
ayer responde a conductas semejantes por parte de otros. No me vale esa excusa.
Sabe bien Zalabardo que no me gustan, nunca me gustaron, las maneras del
presidente Sánchez. Que no me gusta el ideario de Unidas Podemos
ni el egocentrismo populista de Iglesias. No me gusta ningún extremismo,
del color que sea. Pero lo de ayer de la representante de Vox traspasa
todos los límites tolerables en democracia.
Con más o con menos intensidad, todos, o casi, están
contribuyendo a polarizar las posturas, a crear un clima irrespirable en la
sociedad, a enfangar la democracia. Llevamos mal camino, me dice Zalabardo. Y
añade: que no tengamos que decir aquello de entre todos la mataron y ella
sola se murió, cínica postura de quien solo busca liberarse de una
culpa que también le toca.
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