En Tomás Nevinson, la última novela de Javier Marías, un personaje le dice al protagonista: “Has venido para averiguar si todavía eres útil, porque necesarios no lo somos ninguno.” Los que ya sumamos un suficiente número de años para poder mirar las cosas con la suficiente perspectiva, le digo a Zalabardo, sabemos que, si no sabiduría, hemos podido acumular la memoria precisa para comprobar que, en nuestra sociedad parece existir un gen mesiánico, pues cada vez hay más gente que se considera necesaria. Asistimos a un despliegue de egocentrismos tan acusados que quienes lo padecen no aciertan a diferenciar lo útil de lo necesario.
Me pregunta Zalabardo si pienso en alguien concreto al
decir esto y le debo responder que no pienso en un individuo preciso, porque
son muchos y todos de carne y hueso, con rostro y nombre conocidos. Incluso le
confieso que, en estos confusos, tristes y preocupantes tiempos de pandemia en
los que debería importar sobre todas las cosas actuar en persecución de la
utilidad, es decir, de lo que produzca un fruto que sirva y aproveche para un
fin primordial, la salida de este desastre que nos azota, tengo la impresión de
que son más quienes en lugar de aspirar a ser útiles se empeñan en aparecer
como necesarios, indispensables. No saben, o se niegan a compartir, la
advertencia de Tupra a Nevinson sobre lo de que no
hay nadie necesario.
Todo gira en estos tiempos, le expongo a Zalabardo, en
torno a la pandemia que nos azota. El problema es muy grave por las muchas
facetas a las que afecta: al económico, al social, al político…; pero, sobre
todo, afecta al sanitario, porque es la salud lo que nos estamos jugando y arrastramos
una deuda que se paga con vidas, las de cuantos están muriendo por causa de la
covid-19. Provoca perplejidad, y rabia, contemplar cómo nuestros políticos
parecen más atentos a sí mismos que al bien común. Cada uno de ellos es el
imprescindible, el necesario, y ay de quien diga lo contrario.
Le citaba antes a Zalabardo lo de la memoria y los años
porque hemos tenido la desdicha de conocer y padecer a no pocos megalómanos manejando
el timón del país. Y, haciendo un repaso de ellos, vemos que nos acuden a la
mente más las frases y palabras que reflejan ese pretendido afán de
intangibilidad y necesariedad que las actuaciones provechosas y útiles para la
comunidad.
Empezamos a poner sobre el tapete frases y palabras y coincidimos Zalabardo y yo en que, a lo peor, es que no hemos sido capaces de superar aún los años oscuros en los que Franco se consideraba Caudillo de España por la gracia de Dios, lo que ya muestra el grado de egocentrismo. Fraga, formado en aquella escuela, soltó la chulería de ¡La calle es mía!, que sigue resonando por mucho que Suárez, más modesto, se esforzara con su Puedo prometer y prometo, y aquí seguimos esperando que se cumplan las promesas.
El primer presidente socialista de la Transición, González,
inicio el ciclo de quienes pusieron su afán en encontrar la palabra muletilla
que los definiese. Y consiguió que en el vocabulario de los españoles adquiriese
rango de habitual una palabra culta, acritud, aunque fuese para
negarla, pues él decía todas las cosas sin acritud. No como el
lenguaraz Guerra, que era más directo: Aquí, el que se mueva, no
sale en la foto, buen aviso para navegantes; era otra forma, otro
estilo, de dejar las cosas atadas y bien atadas. Aznar no
encontró un mantra más simple que el de España va bien, aunque
costase ver en qué; y no decía más porque las hubiese dicho en catalán, lengua
que solo hablaba en ambientes familiares. Zapatero, con su sonrisa a lo míster
Bean, se parapetó en otra palabra, talante, que parece
mirar más a la necesidad que a la utilidad,
Al pobre Rajoy lo dejamos a un lado, pues bastante
tuvo con defenderse de las puñaladas que entre ellos no dejaban de lanzarse. En
su periodo sucedió aquello de que el propio rey, el hoy emérito Juan Carlos
I, entonase su Lo siento, esto no volverá a suceder. Lo que
no supimos entonces es que el sentido de la frase miraba, luego quedó claro, a
que lo que no debería suceder era que se airease lo que estaba sucediendo.
Zalabardo tira de ironía y me pide, imitando a Manrique,
que dejemos a los romanos, aunque oímos y leímos sus historias, vayamos a lo
de ayer. Lo interrumpo y le digo que lo de ayer, y esto fue igualmente
dicho por don Jorge, también es olvidado. Y tengo que recordarle cómo a Iglesias,
Pablo, no le pareció suficiente aportar una palabra la manida casta,
a cuya cofradía no tardó en afiliarse, sino que nos soltó un rimbombante El
cielo no se gana con consenso, nada original, pues se remonta a la
mitología griega. Bien lo demostró defenestrando uno tras otros a cuantos le
sirvieron de apoyo para sentirse necesario de toda necesidad.
Y llegamos a lo de hoy. El presidente Sánchez, el
más camaleónico que hayamos tenido, nos ha aportado una expresión que encierra
una paradoja, nueva normalidad, y una palabra que lo define a la
perfección, resiliencia. La normalidad no puede ser una moda
nunca; por eso no es ni nueva ni vieja. Lo normal es lo que se da en su estado
natural. Y la resiliencia. Esta palabra señala la capacidad de
acomodarse a un estado o situación adversa, o la capacidad de recuperar el
estado inicial una vez que ha cesado la perturbación a que algo se ha visto
sometido.
En el momento presente, el Gobierno de Sánchez negocia con Bruselas un plan de recuperación económica que afecta a todo el país, aunque se negocia en un clima de absoluta opacidad, pues no hay quien sepa a qué se compromete a cambio. El periodista Claudi Pérez, lo leía hace unos días, decía que lo único claro que se obtiene del documento de 211 páginas que recoge la negociación es que aparece 191 veces la palabra resiliencia. Sánchez, que da más cambios que una bola de fliper, sí es fiel a su palabra; es el perfecto ejemplo de la resiliencia, pues, una vez que pase cualquier elemento que cause perturbación, es capaz de recobrar el estado inicial del que partía.
Mientras tanto, Le digo a Zalabardo, no sabemos si
tenemos o no tenemos vacunas, si alcanzaremos o no para el verano ese 70%
prometido (¿volveremos a Suárez?) o si la nueva normalidad
es precisamente eso, un permanente estado de incertidumbre. Lo que sí es seguro es que también Sánchez, resiliente
puro, más que útil, se cree necesario. Parece ser nuestro sino.
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