¿Quién no se ha sentido alguna vez incómodo por la simple presencia de alguien o porque consideramos que se inmiscuye en lo que no debe? ¿Quién no ha deseado verlo lo más alejado posible? Está claro que ese sentimiento puede ser reversible, es decir, que sea nuestra presencia o nuestra intromisión la que moleste. La forma de romper ese hilo, a veces muy sutil, puede presentar formas variadas. Pero, si pensamos un poco, ninguna provoca un sentimiento de desahogo pleno como la que nace en un exabrupto.
Comentamos
Zalabardo y yo una anécdota que tiene ya algo más de veinte años y que fue
protagonizada por Fernando Fernán Gómez. Un admirador se le acercó con
el deseo de que le firmara un libro, a lo que el actor se negó. Como el
admirador insistía y, sobre todo, quería saber la razón de la negativa, Fernán
Gómez se alteró y le contestó con un contundente: «No se lo firmo porque no
me sale de los cojones». El pobre hombre no se amilanó; lo que hizo fue
reprocharle su mala educación y declararle que desde aquel momento dejaba de
ser su admirador. Fernán Gómez estalló: «Sí, yo no soy como usted, soy
un maleducado; y no necesito que me admire, así que váyase a la mierda, ¡a la
mierda!».
Hay
formas más soeces de quitarse a alguien de encima que la de mandarlo
a la mierda, aunque esta manifiesta bien a las claras nuestro
desprecio hacia alguien. Y hay otras más sutiles y refinadas que persiguen el
mismo fin. Le cuento a mi amigo la manera en que un compañero, profesor de
Filosofía, harto del mal comportamiento de un alumno en clase, lo expulsó. Se
dirigió hacia él con paso tranquilo, y con voz serena, aunque firme, le dijo:
«Fulano, por favor, levántate y cierra la puerta del aula». El alumno, con cara
de sorpresa, respondió: «Pero si está cerrada…» A lo que mi compañero repuso:
«Sí, ya lo sé, pero ve y ciérrala por fuera».
Entre la actitud de Fernán Gómez y la de mi compañero caben todos los matices que queramos y son bastantes las expresiones con las que queremos poner distancia entre quien nos enfada y nosotros: mandar a hacer puñetas, a freír espárragos, a la porra, al carajo, al quinto pino, a tomar viento a la Farola, a donde Cristo dio las tres voces, a hacer gárgaras… En todos los casos, se pretende con aspereza establecer una separación física respecto a la otra persona, o hacerle ver que debe dejarnos en paz. Algunas de esas expresiones coloquiales merecen una explicación.
Mandar
a hacer puñetas es pedirle a alguien que se dedique a sus
asuntos y no se meta en los nuestros. Las puñetas son los
adornos, por lo general encajes que llevan en la bocamanga de las togas los
doctores, jueces y magistrados. Es una labor compleja que requiere bastante atención.
Pero también, se dice, se hacían en conventos y lugares apartados; por eso, la
expresión exige tanto que se ocupe de otras cuestiones como que se mantenga lo
más alejado posible. Mandar a freír espárragos
parece que nació en el siglo XIX y hay quien sostiene una relación con un dicho
latino: Citius quam asparagi coquamtur, ‘en lo que tarda en cocer
los espárragos’. Pero el espárrago cuece pronto, le basta un primer hervor; tal
vez por eso a alguien se le ocurriese enviar al indeseado a que los friera,
tarea que exige mayor dedicación.
Mandar
a la porra y mandar al carajo fueron en su origen dos
formas de castigo. En la milicia, la porra es el bastón largo y
acabado en una bola que porta el tambor mayor de un regimiento. Cuando se
acampaba, la porra se clavaba en el suelo en una esquina del
campamento y a aquellos soldados merecedores de una sanción leve se los enviaba
al lugar donde se encontraba la porra. Mandar al carajo
nos remite al lenguaje de la marinería. Aunque muchos diccionarios no lo
recogen, carajo es una forma de llamar a la cofa,
plataforma o cesto situado en lo más alto del palo mayor de un buque que sirve como
puesto de vigilancia. Por su situación, es uno de los puntos más incómodos; por
eso, al marino indisciplinado se lo mandaba un tiempo, como castigo, al
carajo.
Las otras expresiones citadas aluden a distancia. La expresión mandar a uno que se vaya al quinto pino parece que surgió en el siglo XVIII, durante el reinado de Felipe V. Se cuenta que en el trayecto que va de Recoletos a lo que hoy son los Nuevos Ministerios, que entonces era las afueras de la ciudad, se plantaron cinco pinos, bien distantes entre ellos. Al individuo molesto se lo enviaba al último de estos pinos, el quinto. La expresión tiene doble valor, porque se usa también para indicar que algo está muy lejos. Bastante general es mandar a tomar viento o a dar un paseo a alguien. No obstante, la primera de ellas tomó una nueva variante en Málaga, mandar a tomar viento a la Farola. La Farola no solo quedaba alejada del núcleo urbano, sino que además era, y sigue siendo, un lugar muy molesto cuando sopla el viento.
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